1 La consolidación de los sistemas democráticos occidentales se produjo a través de diversos factores de los cuales vamos a destacar la creación del llamado estado del bienestar, asentado en una relativa paz social, ya que se logró desactivar los movimientos sociales que iban más allá de las simples mejoras laborales y se […]
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La consolidación de los sistemas democráticos occidentales se produjo a través de diversos factores de los cuales vamos a destacar la creación del llamado estado del bienestar, asentado en una relativa paz social, ya que se logró desactivar los movimientos sociales que iban más allá de las simples mejoras laborales y se encaminaban hacia posturas revolucionarias. Esta desactivación toma expresión con la moderación de los partidos socialistas al aceptar el juego parlamentario y el sistema numérico de votos, y que finalmente derivaron en lo que se ha convenido en llamar como social-democracia.
Ahora bien, ese estado del bienestar no hubiera sido sostenible de no ser por una disminución considerable de las tasas de paro, a lo que habría que añadir un alza en los salarios, lo cual dotó a la clase trabajadora de poder adquisitivo, ya no solo para la supervivencia, sino también para la compra de productos tecnológicos y de ocio, y con la tranquilidad de un sistema sanitario que le daba cobertura. Todo acompañado por condiciones laborales que, aunque lejos de ser ideales en numerosos casos, distaban mucho de las dadas en el siglo XIX.
Aunque el estado del bienestar pueda parecer el precio que la patronal y los Estados tuvieron que pagar para alcanzar cierta paz social y con ello volver a la productividad, no dejaron por ello de obtener beneficios considerables, ya que, mediante herencias de las prácticas colonialistas, reprodujeron el sistema de explotación y miseria en el tercer mundo, ahora mediante empresas privadas, de donde se abastecían de materias primas para que el trabajador del bienestar las modificara en las plantas industriales.
Asimismo la industria del ocio, impelida por el poder adquisitivo del trabajador, despuntó definitivamente, propiciando y propiciada por un desarrollo sin precedentes de los medios de comunicación, creando a su vez innumerables puestos de trabajo, que lentamente crearon el trasvase que va de la fábrica a la cafetería, es decir, de sociedades que trabajaban en el sector secundario o industrial al trabajo en el sector servicios.
Bajo este ambiente, el trabajador, cada vez más interesado por llenar las horas de ocio a cambio de ocho horas de trabajo, fue olvidándose de los movimientos reivindicatorios, ya que su salario y un sistema crediticio amable le permitían preocuparse más entre si comprarse un televisor de veintitrés o veinticinco pulgadas, además de elegir qué caja de refrescos llevarse al piso o a que discoteca ir a bailar y tomar cocaína.
Otro factor determinante que propició el olvido reivindicatorio era la aparición de la política cada cuatro años, dependiendo del sitio, y la ilusión de poder cambiar gobiernos, lo cual se estandarizó en el bipartidismo, en el que se cambiaba de gobierno precisamente para que no cambiara nada.
Asimismo, para todos aquellos que el sistema no había beneficiado, se contaban con recursos que ayudaban a paliar en la medida de lo posible sus carencias. Es también con el resto no asimilado como el sistema se justificaba a sí mismo, por una parte ayudando, aunque con más publicidad que efectividad, y por otra recordando y advirtiendo al trabajador del bienestar de su situación privilegiada, lo cual venía a reforzar el olvido reivindicatorio.
No hay que pensar que con el olvido reivindicatorio las movilizaciones desaparecieron. Antes bien, las movilizaciones se fragmentaron, de tal modo que se convirtieron en hechos sectoriales, aislados entre sí, donde una protesta en el sector minero, por ejemplo, no arrastraba al sector del metal, por ejemplo; lo cual significa que la solidaridad obrera como tal quedaba finiquitada por una solidaridad de tipo «gremial». Además, en gran parte de los casos, cuando esas movilizaciones han superado la barrera de la fragmentación; éstas se han realizado como hechos defensivos, de tal modo que la reivindicación es para conservar, no para mejorar o cambiar; lo que significa que cuando se lucha por conservar es que se está a punto de perder.
Puede decirse que la construcción del estado de bienestar es lo máximo que puede permitirse el capital para que la rueda del dinero siga funcionando y no se vea cortocircuitada por las movilizaciones sociales, las cuales, en sus momentos álgidos amenazaban con la abolición de la propiedad privada; y siempre teniendo en cuenta que se produjo una deslocalización de los sistemas de explotación, dirigida al tercer mundo, que aliviaba los costes sociales occidentales, los cuales, además, debidamente orientados al consumo, también devolvían parte de lo que se les daba.
Asimismo, el desarrollo de los sistemas de ocio apartó de las miradas occidentales la miseria por el hermano del sur, al cual, una vez descolonizado, lo culpabilizaron de su situación, dejándose «engañar» en algunos casos por movimientos insurgentes sangrientos y terroristas. En ese sentido, y con la mirada apartada, se votaba a gobiernos que internamente implementaban el sistema del bienestar y que externamente permitían y favorecían el desarrollo de sistemas de explotación que suministraran a buen precio, principalmente, materias primas.
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Con las sociedades occidentales desmovilizadas, y alcanzado el máximo que el capital estaba dispuesto a dar, en sociedades basadas e impelidas al crecimiento constante, el viejo conflicto entre costes sociales y beneficios vuelve a entrar en escena.
El estado del bienestar empieza a ser un lastre para que el crecimiento continúe. Además, con el desmoronamiento del bloque soviético, el papel propagandístico y advertidor que jugaba deja de tener sentido. Hay que sumar, como consecuencia de dicha caída y la apertura global de los mercados (favorecida por la revolución digital), la emergencia de la mano de obra barata global, la cual, se suma a los sistemas de explotación ya consolidados o se incorpora en masa a los de nueva factura, basados en el sector secundario, fruto de la progresiva deslocalización de la industria occidental.
Asimismo, los flujos migratorios llegados de aquellas zonas en las que no se ha consolidado un sistema de explotación, pues no hay nada que explotar, primeramente bienvenidos para ocupar las vacantes que los estados de corte keynesiano no podían ocupar, fueron posteriormente bienvenidos por aquellos que no podían deslocalizar y precisaban de una reducción de costes laborales, lo cual insertaba la semilla del sistema de explotación definido en el tercer mundo (que alcanza niveles de esclavitud) en el estado de bienestar.
Pero antes de que la semilla pudiera brotar se hacía necesario desmembrar toda la legislación concerniente a los derechos de los trabajadores o al menos volverla inefectiva, ya sea mediante el trabajo «en negro», ya sea aprovechado las necesidades del inmigrante recién llegado, ya sea coaccionando al trabajador nativo, al que se le dice que debe aceptar «pequeñas» renuncias si quiere mantener su televisor de cien pulgadas en pantalla plana, ya sea mediante masivos expedientes de regulación de empleo.
Después de un periodo que podríamos denominar como de recortes consentidos, caracterizados por negociaciones colectivas en los que los trabajadores renunciaban a derechos adquiridos a cambio de conservar otros de mayor relevancia, y que buscaban prolongar esa tregua de clases que podríamos situar bajo el amparo del olvido reivindicatorio; la nueva sucesión de recortes apunta directamente a los pilares básicos sobre los que se constituyeron los estados del bienestar: sanidad pública, educación pública, jubilación asegurada, subsidios por desempleo, sueldo digno, vivienda digna; lo cual ha avivado de sobremanera el nunca desaparecido conflicto (como nos quisieron hacer creer) entre trabajo y capital.
De este modo, si consideramos al estado de bienestar como un atenuante del conflicto, cuyo principal efecto fue una especie de tregua de clases; cuando éste entra en su fase terminal la lucha de clases vuelve a ponerse sobre el tapete, con las cartas descubiertas, ya que no es posible seguir ocultando el conflicto entre trabajo y capital, de manera que la reivindicación y los movimientos que trae consigo se suceden. Las protestas crecen, de diferentes maneras y colores, y ante ellas cabe la siguiente pregunta: ¿Es una nostalgia del estado del bienestar lo que las motiva o por el contrario hay una voluntad real de cambio, de revolución?
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Hay que tener en cuenta que el conflicto avivado entre trabajo y capital no nos vuelve a todos de golpe de izquierdas y revolucionarios, ya que otra de las posibles respuestas se encamina hacia los nacionalismos de tipo fascista, que agitan las banderas de la xenofobia, atacando al trabajo extranjero y aunque no lo digan defendiendo el capital nacional. Asimismo, no hay olvidar que los nada desdeñables hitos conseguidos por el estado del bienestar fueron posibles gracias a unos sistemas de explotación externos que lo hacían sostenible, con toda la carga de hipocresía que ello conlleva.
Llegados a este punto en que los sistemas de explotación florecen de nuevo en el mundo occidental; ahora que sabemos que los rostros de los niños somalís en las fotitos de navidad o el trabajo infantil en Vietnam son los rostros carne y hueso que hay detrás cada vez que compramos ropa de marca o un sofá de cuero; ahora que sabemos que la bajada de los salarios no se deben a que los extranjeros trabajan más barato sino a la avidez de empresarios que buscan aumentar sus márgenes de beneficios; ahora que lo sabemos todo y la catástrofe llama a las puertas de nuestras casas, no cabe otra salida que la renovación de la solidaridad como modo de construir la unidad internacional del trabajo, como modo de lucha y respuesta ética a un mundo que ya no existe .
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