No es que yo sea un provecto quejumbroso de esos que añoran los años de su juventud o de su plenitud, esas etapas de la vida en las que no es infrecuente sentirse uno inmortal… No es que yo no d é importancia a los tiempos luminosos que vivimos: un hito de la historia del […]
No es que yo sea un provecto quejumbroso de esos que añoran los años de su juventud o de su plenitud, esas etapas de la vida en las que no es infrecuente sentirse uno inmortal… No es que yo no d é importancia a los tiempos luminosos que vivimos: un hito de la historia del ser humano que los clasificará más adelante en la nomenclatura de otra Era. No es que subestime, desdeñe o desprecie las maravillas traídas por las nuevas tecnologías después de haber ido asistiendo al descubrimiento de la radio, del coche, de la televisión y de la cama articulada… No, no es nada de eso por lo que entiendo que vivimos una época de decadencia cuya culminación en una guerra total o en un tedio mortal de toda la Humanidad, también Oriente, es fácilmente predecible, pero que espero y deseo no vivir y que por mi edad lo más seguro es que asi sea. La sociedad occidental, la oriental va por otros caminos, creo que ha tocado techo y fondo. A partir de aquí y a pesar de que los estilos de vida y del arte se han alternado siempre ajustándose a unos patrones o rompiendo los patrones, no veo probable una vuelta a alguna modalidad de romanticismo o de clasicismo, sino al caos o a los orígenes, pero no a los orígenes del buen salvaje sino a los orígenes de lo que en el ser humano había de la bestia. Porque la deriva hacia lo orgiástico, que es como llama Nietzsche a la época opuesta a lo apolíneo caracterizado por la medida, parece acentuarse cada vez más. Ahora ya no hay otra medida ni patrón que no sea el capricho, ni más ėtica personal o colectiva que el código penal: el mínimum del mínimo moral. Esto se me antoja para toda la sociedad de Occidente, pero España parece estar alcanzando las más altas cotas de la descomposición social.
¿Será por lo dicho, que en los últimos cuarenta años en España no hemos oído ni en las conversaciones, ni en los debates, ni en las tertulias, ni en las charlas ni en las conferencias la palabra felicidad, ni la hemos leído en algo que no sea de otras épocas? ¿Será porque, como sucede con tantas otras palabras abstractas relacionadas con el espíritu: amor, prudencia, recato, fidelidad, pudor, honestidad, lealtad, etc., la sociedad española ya no cree en ellas? ¿o bien que la propia añoranza de los significados, cada una de esas palabras se nos hiela en la garganta al darla por perdida?
Las Naciones Unidas, es ella en sí misma decadente. La prueba de que la sociedad mundial, la que representa a todas las naciones del mundo, es decadente está en su modo de estimar y graduar la felicidad colectiva. Valora el cuánto de felicidad de las naciones por el producto interior bruto per cápita. Es decir por lo que produce cada nación y por lo que consume cada individuo. Pues bien, en un ranking que llama Índice Global de Felicidad, basándose en diversos factores pero por encima de todos el PIB, entre 155 países España figura en el puesto 36, detrás de Guatemala o Malasia, siendo Finlandia el país más feliz del mundo, según el Índice de 2018.
Aunque el artilugio que supone ese Índice fuese una metáfora, sigue siendo lamentable. Más bien una barbaridad sabido el grado de esquilmación del planeta al que le han sometido las naciones occidentales principalmente; sabido que el planeta ya no aguanta, ni el desarrollo no sostenido ni el sostenido; que colosales cifras de objetos fabricados y desperdicios no reciclables lo están aplastando; asociar la felicidad básicamente a la producción y al consumo de materiales supone legar a las siguientes generaciones, a nuestros nietos y biznietos, unas condiciones de vida sombrías y probablemente insoportables…
El contrapunto a tal Índice lo puso en 1972 el rey de Bután. Propuso a cambio el Índice de Felicidad Nacional Bruta, un indicador que mide la calidad de vida en términos más holísticos y psicológicos que el producto interno bruto. Es decir, que mientras los modelos económicos convencionales observan el crecimiento económico como objetivo principal, el concepto de felicidad nacional bruta se basa en la premisa de que el verdadero desarrollo de la sociedad humana se encuentra en el desarrollo material pero también espiritual; esto es, en el » desarrollo socioeconómico sostenible e igualitario, en la preservación y promoción de los valores culturales, en la conservación del medio ambiente y en el establecimiento de un buen gobierno» marcadamente responsable de lo que constituye su responsabilidad colectiva. Si bien yo, personalmente, y supongo que millones de personas en el mundo, estimo que no es el desarrollo sostenido el fin, sino sólo el «decrecimiento sostenido» lo que corresponde a una racionalidad propia del tiempo que vivimos.
Hablaba antes de decadencia, pues bien la decadencia moral va siempre acompañada de la decadencia orgánica del individuo y de la sociedad… Pues bien, en esas sociedades decadentes se vive como en un verdadero torbellino y dudo mucho que se conozca, o al menos se entienda qué es propiamente felicidad, confundida con estertores y chispazos. El individuo entregado exclusivamente a sensaciones, tiene escaso recorrido. Pues la felicidad no es el goce, ni el placer ni el deleite de los sentidos. Y tampoco creo que sea el arrobamiento ocasional del ermitaño en su cubil o el éxtasis puntual del monje en su celda. Ni que sea la iluminación que esperan inútilmente los gnósticos, ni el nirvana de los budistas, ni la ataraxia de los antiguos griegos… Al menos no puede ser nada de eso felicidad en las naciones occidentales, tampoco en España, arrolladas por el inextirpable virus del comprar y el consumir, en medio de la escasez, por un lado, y el despojo, por otro, de millones de personas. Y si alguien dice que lo es, que es feliz, nadie podrá convencerme de que no será por breves momentos y mediando una fuerte autosugestión.
Esto, en cuanto a la felicidad convencional colectiva. En cuanto a la felicidad individual, no hay pensador o filósofo que no haya respondido a la pregunta ¿ qué es felicidad? haciendo abstracción de la circunstancia personal y haciendo recaer la » responsabilidad » de serlo exclusivamente de nosotros, pase lo que pase. Sin embargo, habida cuenta que «yo soy yo y mi circunstancia», como afirma Ortega y Gasset, para que la reflexión sea más útil y consoladora que teórica, a efectos más prácticos que filosóficos, y a condición de disponer de lo imprescindible para subsistir, en tanto llega por fin la iluminación a los responsables del mundo sobre el giro que deben dar a la economía y a la » felicidad «, en la vida ordinaria de los tiempos actuales yo creo que sólo se puede vislumbrar la felicidad en el equilibrio personal y en la consciencia plena del vivir, del existir y del «ser» para la vida, sin aturdimiento ni desmayos. Un equilibrio cada vez más dificultoso, pero al que habría que sumar el cultivo de la sensibilidad de modo que no derive en sensiblería, ni se adueñe tampoco de nuestra personalidad; dejando entre equilibrio y sensibilidad espacio para la bizarría. Me refiero, naturalmente, al equilibrio interno, no al equilibrio exterior que es relativamente asequible por ser artificial y sólo por breves espacios de tiempo que acortan la vida. El equilibrio interior más aproximado, sin necesidad de los sinuosos y melifluos métodos de la paraespiritualidad y demás monsergas orientalistas, sólo es posible de una manera prolongada con una vida ordenada, una alimentación frugal, un entretenimiento diversificado y un ejercicio físico moderado.
La injusticia social es una monstruosidad que denigra a la sociedad en proporción al escaso o nulo interés, según los casos, de sus dirigentes, elegidos por ella, por aminorarla. Sin embargo, la paradoja es que entre quienes apenas tienen lo justo para sobrevivir, no hay infelicidad. El afán o impulso por superar su trance les hace inconscientes de lo que, visto por otros, es su hipotética desgracia. La gente infeliz, secretamente, en su estricta intimidad, no públicamente, abunda hoy día cada día más entre los acomodados, los muy ricos y los demasiado ricos. Los acomodados, porque suelen valorar más lo que no tienen que lo que tienen. Los muy ricos, porque desean tener más y temen perder lo que tienen. Y los demasiado ricos porque viven sólo atentos a su riqueza, y el tedio que causa la sobreabundancia les cierra el paso a ese espíritu desenfadado que acompaña al indigente. Este enfoque desfigura y falsea ese torpe modo de llamar felicidad las Naciones Unidas al reparto del producto interior bruto.
En suma y para terminar, la felicidad personal se considera inasequible salvo en la gloria, o bien es un estado excesivamente transitorio como para que persista en los sentidos. Y al igual que la libertad no existe en estado puro pues sólo se percibe negativamente, es decir porque la amamos somos incapaces de abusar de ella, la felicidad bruta, la tuya y la mía, sólo está en no sentirnos desgraciados…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista
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