El nuevo Rey Sol ha hablado. Mariano Rajoy se dirigió ayer a los españoles ungido con los oleos de su estrenada mayoría absolutista. El ya casi presidente del gobierno buscó sobre el estrado esa solemnidad propia de todo orador que se dirige a su auditorio para reclamarle sangre, sudor y lágrimas. O, para ser más […]
El nuevo Rey Sol ha hablado. Mariano Rajoy se dirigió ayer a los españoles ungido con los oleos de su estrenada mayoría absolutista. El ya casi presidente del gobierno buscó sobre el estrado esa solemnidad propia de todo orador que se dirige a su auditorio para reclamarle sangre, sudor y lágrimas. O, para ser más precisos: nuevas dosis de sangre, sudor y lágrimas, que se sumen a las ya exprimidas durante los últimos años.
Porque lo que Rajoy vino a decir ayer a los españoles es que pueden ir preparándose para otra vuelta de tuerca que, eso sí, esta vez anunció como la definitiva. Y es que, en última instancia, aunque se recurra al aceite de la «revalorización» de las pensiones para hacer menos dura la rotación del tornillo, la presión de los próximos giros de rosca volverá a recaer sobre nosotros con la contundencia fatal de una trepanación.
Ángela Merkel puede estar tranquila. Fitch, Standard & Poors y Moody’s, también. El nuevo presidente del gobierno cumplirá su promesa de ser alumno obediente, como ya demostró durante su fase de aspirante al reformar la Constitución. El déficit público es para él la última barrera que separa a los españoles de la felicidad. Y Rajoy está dispuesto a desmantelarlo con tanto o más entusiasmo que su predecesor. Por lo pronto nos anunció 16.500 millones de recortes que, por el momento, ha preferido no concretar, tal vez porque conoce bien la emoción que provoca la incertidumbre, esa que siente el enamorado cuando deshoja su margarita. Nuevos recortes, en fin, para acercarnos un poco más a la felicidad.
Y la felicidad, todo el mundo lo sabe, solo se acaba encontrando en las pequeñas cosas. Una caricia, una flor, la sonrisa de un niño. De ahora en adelante, también, un pequeño trabajo. El presidente de la CEOE, Juan Rosell, no andaba desencaminado al proponer sus minijobs de 400 euros. Seguro que Rajoy lo tendrá bien presente en los preparativos de su nueva reforma laboral, esa con la que se nos augura, una vez más, el inminente paraíso terrenal del pleno empleo.
Habrá que afrontar, eso sí, el trauma psicológico de renunciar a los puentes, esa obra de ingeniería en el calendario laboral que ha marcado durante siglos nuestro imaginario colectivo. Es la dosis de sacrificio mínima que nos reclama Rajoy antes de convertirnos en súbditos de ese nuevo País de las Maravillas que será España, una vez reafirme su ortodoxa vocación de unidad de destino, neoliberal y europeísta, en lo universal.
En cualquier caso, el Rey Sol ha hablado. Lo hizo sin tapujos, ni triunfalismos. Se avecinan días duros. Y advirtió con modestia que su recién estrenado absolutismo no garantiza el acierto. Tal vez por eso Mariano Rajoy descubrió ayer oportunamente que España no está sola, que depende de los demás, esto es, de esos mercados caprichosos y cambiantes en cuya eficiencia autorreguladora tanto confían los ultraliberales. Por ahora, como las siniestras divinidades paganas, los mercados siguen limitándose a pedir nuevas víctimas para el holocausto. Eso sí, Rajoy no tendrá que afrontar en soledad la desagradable elección de las vírgenes que deberán ser inmoladas. Alfredo Pérez Rubalcaba adelantó ayer su disposición para acompañarle en ese trance, ávido por conservar para su partido al menos el papel de monaguillo en la próxima misa negra que se prepara.
Claro que si eso no fuera suficiente Rajoy no descarta nada. Incluso está dispuesto a incluir excepciones en su plan de congelación del empleo público e incrementar los efectivos de las fuerzas de seguridad. Porque hay que estar preparados para todo. Incluso a la posibilidad remota de que, a pesar de la voz de las urnas, haya españoles desagradecidos que no quieran aceptar de buen grado la nueva felicidad que se avecina.
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