No se crea conciencia a cañonazo, afirma Miguel Crispín Sotomayor a propósito de la cultura del socialismo en un artículo reciente, pero tampoco -diríamos- con pasividad porque el asunto de la formación de conciencia (especialmente revolucionaria) tiene que enfocarse con seriedad y adoptarse como norma de vida de los revolucionarios; de lo contrario, se estaría […]
No se crea conciencia a cañonazo, afirma Miguel Crispín Sotomayor a propósito de la cultura del socialismo en un artículo reciente, pero tampoco -diríamos- con pasividad porque el asunto de la formación de conciencia (especialmente revolucionaria) tiene que enfocarse con seriedad y adoptarse como norma de vida de los revolucionarios; de lo contrario, se estaría haciendo lo mismo que los fariseos de la antigua Judea, quienes predicaban al pueblo el cultivo de las virtudes teologales mientras ellos mismos hacían todo lo contrario, entregados como estaban al enriquecimiento, a su corrompida posición política y a los intereses del imperio romano. Es imprescindible, por tanto, comprender -como siempre se ha dicho, citando a Lenin- que sin una teoría revolucionaria no hay revolución posible, lo cual implica, por cierto, no solamente un cambio exterior en las personas (cayendo en el estereotipo de las modas) y en las instituciones, sino fundamentalmente de su ser interior (alienado como está por los hábitos comunes y la ideología del capitalismo imperante) y de las estructuras del Estado. Sin ello, cualquier cambio revolucionario albergará en su propio seno el riesgo nada descartable de revertirse, envuelto en el reformismo.
Por consiguiente, la formación de una conciencia revolucionaria no puede ni debe quedar circunscrita al nivel de los factores políticos involucrados. Ella tiene que extenderse y profundizarse entre los diversos sectores populares que libran su lucha diaria por emanciparse del yugo capitalista, de manera que ella posibilite vislumbrar un proyecto de revolución de carácter nacional y, hasta, internacional, comprendiendo a cabalidad lo que se pretende conquistar mediante el mismo. Sin embargo, alguna dirigencia tildada de revolucionaria y socialista sigue aferrada a los caducos patrones sociales, culturales, económicos y políticos del pasado, creyendo (a veces de buena fe) que sólo basta con ocupar todos los cargos gubernamentales y preocuparse de los asuntos de la ciudad o del país que regentan, según sea el caso, para hacer la revolución y el socialismo, incluso el poder popular, del cual se dicen sus máximos impulsores, en una evidente contradicción.
La formación revolucionaria del pueblo sería, entonces, una de las prioridades máximas por alcanzar de cualquier revolucionario y para ello debe valerse de todos los mecanismos de divulgación de conocimientos a su alcance, entre éstos, la educación formal e informal y los medios de comunicación alternativos (prensa, televisión, radio, cine, boletines, entre otros), todos los cuales deben orientarse por superar las grandes limitaciones impuestas por los grandes medios industriales de información para disponer de un punto de vista mejor equilibrado respecto a los sucesos del mundo, puesto que sus intereses de clase son absolutamente contrarios a los del pueblo. Esto demanda mucha constancia y mucha creatividad de parte de los revolucionarios, lo mismo que un espíritu crítico y autocrítico, ya que es muy importante que los mismos sectores populares nutran el contenido de estos mecanismos utilizados, ayudando así a darle la orientación correcta, sin esa amalgama de elementos teórico-filosóficos que, en vez de aclarar alguna situación confrontada, lo que origina es una enorme confusión, sólo entendible para duchos en la materia. Esto no significa que haya concesiones a la improvisación ni a la simpleza en cuanto a la formación revolucionaria. Es preciso que exista un mínimo de direccionalidad, pero con la disposición de enmendar lo que haya de enmendarse y de adaptar lo que haya de adaptarse, todo ello en función de alcanzar el objetivo más trascendente: la revolución socialista plena.
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