Para distraer la atención del asalto global del 0,1 por ciento de la población mundial, tenemos una creciente Guerra del Cerdo (novela de 1969 de Bioy Casares) pero extendida a los extremos más diversos que el novelista argentino nunca imaginó: jóvenes contra viejos, blancos contra negros, latinos contra anglos, gordos contra flacos, camioneros y mineros […]
Para distraer la atención del asalto global del 0,1 por ciento de la población mundial, tenemos una creciente Guerra del Cerdo (novela de 1969 de Bioy Casares) pero extendida a los extremos más diversos que el novelista argentino nunca imaginó: jóvenes contra viejos, blancos contra negros, latinos contra anglos, gordos contra flacos, camioneros y mineros contra universitarios, bebedores de cerveza contra abstemios, veganos contra vegetarianos y vegetarianos contra carnívoros, feministas de la primera ola contra feministas Instagram contra hombres, machistas contra feministas, hombres contra mujeres, lesbianas contra heteros y heteros contra gays, conductores de Ford contra conductores de Chevrolet, contra barbudos de Harley-Davidson contra profesores sin barba, inmigrantes de tercera generación contra inmigrantes de primera, amante de las armas y creyentes en Saturno contra creyentes en Urano. Odiadores buenos contra odiadores malos («odiadores», haters, otra palabreja intraducible defecada en el centro del mundo para consumo de la periferia).
A principios de este siglo (todavía con cierto optimismo en una nueva forma de democracia radical, directa, de una «sociedad desobediente» liberada de sus grandes líderes y de las manipulaciones de la aristocracia financiera) comenzamos a publicar sobre el regreso de «Las fronteras mentales del tribalismo» (2004, tribal, en el sentido europeo de la palabra, porque las «tribus salvajes» que encontré en África eran lo más civilizado y pacifico que conocí en mi vida), sobre la nueva «Cultura del odio» (2006) y sobre el posible regreso de los monstruos occidentales («El lento suicidio de Occidente», 2002) como el fascismo, la arrogancia y la intolerancia hacia «el otro». El más reciente artículo «La opinión propia y otras banalidades» (2015), por entonces leído como sátira, hoy es una realidad: las máquinas fácilmente pueden opinar por cada individuo basadas en sus hábitos consumistas o en su posición social, racial, etc.
Pero todavía podemos especular que toda esa mentalidad medieval que se ha instalado en el mundo puede ser solo una reacción a un movimiento histórico mayor, profundizado en los sesentas o, en el peor de los casos, un ciclo histórico en sí mismo que ha llegado para quedarse por muchos años. (No creo tanto en esto último. Lo más probable es que en unas décadas estemos hablando de una reacción de los de abajo. Todavía no hemos cruzado la inevitable línea de quiebre y no va a ser agradable para nadie).
Los nuevos medios interactivos no han ayudado significativamente para conocer mejor al otro (al otro individuo, a la otra cultura) sino, probablemente, lo contrario.
¿Por qué? ¿Qué pasó?
Muchos años atrás, con una mirada exterior desde dentro de la gran potencia, nos sorprendía que en Estados Unidos uno pudiese adivinar la afiliación política de una persona con sólo mirarla a la cara, con verla caminar, sin necesidad de que dijera una sola palabra. Ese aparente absurdo es actualmente la tendencia de moda en el mundo.
No previmos que uno de los monstruos reprimidos a los que nos habíamos referido antes de ese momento y que nos definen como seres humanos, opuesto al altruismo, a la búsqueda de justicia y convivencia, se iba a potenciar gracias a los mismos medios de interacción. Me refiero al ego ciego, a la necesidad de sentirse superior al resto a cualquier precio, al «síndrome Trump» en cada individuo como fuente ilusoria de placer (ya que no de felicidad) que solo provoca más ansiedad y frustración.
En otras palabras, es la política de las antes mencionadas tribus (los nacionalismos) y de las micro tribus (las burbujas sociales). Muchas veces, burbujas prefabricadas por la cultura del consumo.
A partir de esta atomización de la política y de la sociedad en tribus, en microburbujas, nuestra cultura global se ha convertido en algo crecientemente toxico, y el odio al otro en uno los factores comunes que la organiza. Odio e inevitable frustración exacerbada por la lucha por el reconocimiento social, por la fama de cinco minutos, por el deseo de convertirse en virus por alguna frivolidad, por la necesidad de «visibilidad», antigua palabra y obsesión de la cultura estadounidense antes de ser adoptada como propia y natural por el resto del mundo. (Hace unos meses, una diputada uruguaya de nombre Graciela Bianchi, no una milenial sino una señora mayor, se defendía del cuestionamiento de un periodista argentino sobre los fundamentos de sus declaraciones diciendo que ella tenía «mucha visibilidad» en su país.)
Pero como no todos los individuos pueden ser famosos, «influencers» (mucho menos cuando el individuo ya no existe, cuando es un ente plano, estándar, repetido con mínimas variaciones que cada uno considera fundamental), la necesidad de reconocimiento individual se proyecta en un grupo mayor, en la tribu, en los irracionales sentimientos nacionalistas o raciales donde la furia por una bandera de un país o por la bandera de un club de futbol casi no difieren sino en escala. Así, si hasta un individuo llamado Donald Trump, un millonario que ha llegado a ser presidente del país más poderoso del mundo, necesita humillar y degradar al resto para sentirse superior, no es difícil imaginar lo que pasa por el músculo gris de millones de otros abstemios con menos suerte.
La idea humanista de igualdad-en-la-diversidad, el paradigma que más recientemente definió la Era Moderna (aparte de la razón y el secularismo) y que fuera una novedad absurda hasta el siglo XVIII, ha perdido, de repente, gran parte de su prestigio.
Aunque parezca absurdo, los pueblos se cansan de la paz, se cansan de la justicia, se cansan de la solidaridad. Por eso necesitan, cada tanto, un gran conflicto, una catástrofe, para volver a dejar de lado «la rabia y el orgullo» fallaciano, esa toxina del individuo, de la raza, de la tribu, del grupo en función a un enemigo y volver a preocuparse por los valores de la justicia y la sobrevivencia colectiva.
Por esta razón, son posibles ciertos períodos de paz y solidaridad mundial, pero la humanidad en sí está condenada a la autodestrucción, más tarde o más temprano. La naturaleza humana no se conforma con descargar sus energías más primitivas en los estadios de futbol, en las elecciones presidenciales, sino que necesita humillar, violar y matar. Si lo hacen otros en su nombre y con una bonita bandera, mucho mejor.
La historia seguirá escribiéndose en la eterna lucha del poder contra la justicia, pero la arrogancia moral, el egoísmo, individual o colectivo, siempre tendrán la espada de Damocles en su mano. La novela La ciudad de la Luna, publicada tardíamente en 2009, fue una metáfora clara del mundo que vino después, de este nuevo medievalismo en el que nos vamos hundiendo lentamente como Calataid se hundió en las arenas del desierto mientras sus integrantes se odiaban unos a otros en sectas que se consideraban la reserva moral del mundo.
No, no fue una sorpresa de la historia.
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