Por Reinaldo Spitaletta La Segunda Guerra Mundial que, en realidad, comenzó tras la firma del Tratado de Versalles (en la práctica, una nueva declaración bélica), ha dejado una serie de lecciones a la humanidad, pero que todavía no están aprendidas. El siglo XX, el más sangriento de toda la historia, vio ascender al imperialismo y, […]
Por Reinaldo Spitaletta La Segunda Guerra Mundial que, en realidad, comenzó tras la firma del Tratado de Versalles (en la práctica, una nueva declaración bélica), ha dejado una serie de lecciones a la humanidad, pero que todavía no están aprendidas. El siglo XX, el más sangriento de toda la historia, vio ascender al imperialismo y, después, a esa degeneración de la burguesía europea: el fascismo y el nazismo.
Y aunque la humanidad sobrevivió a esa conflagración que, según Hobsbawm, se inició en 1914, los símbolos, las bases, los edificios de la civilización se fueron a pique y dejaron un mar de sangre en el mundo y la erección de potencias dominantes que han oprimido naciones, convertido el planeta en un enorme mercado y en un vasto campo de disputas, conflictos y horrores.
Ahora, al cumplirse 60 años de la derrota nazi, es necesario recordar algunos aspectos determinantes de aquella guerra, que puso en riesgo al género humano y utilizó la ciencia, la tecnología, el pensamiento y la investigación al servicio de la destrucción. La Segunda Guerra fue la negación del hombre y de la civilización; el vaciamiento del concepto de progreso; el retorno a la barbarie.
La burguesía alemana, luego de la firma del Tratado de Versalles, comenzó a preparar una suerte de vindicta por la derrota en la primera guerra y para ello, con veinte años de plazo, inició una febril actividad con el fin de arrebatar a las potencias de Occidente, en particular a Francia e Inglaterra, sus dominios coloniales. El nazismo era la representación cabal de las ambiciones imperialistas alemanas.
Desde su ascenso al poder, Hitler canalizó la producción de acuerdo con sus programas bélicos y expansionistas; abarrotó arsenales con las más avanzadas clases de aviones, acorazados, carros de asalto, tanques, submarinos, etc., y adiestró unas imparables fuerzas armadas en procura de las últimas evoluciones de las artes de la guerra y la agresión.
Cuando las tropas de Hitler irrumpen en Rusia, en 1941, ya llevaban dos años de atronadoras victorias. Nadie logró detenerlas. A su paso cayeron Austria, Checoslovaquia, Polonia, Dinamarca, Noruega, Holanda, Bélgica, Francia y los países balcánicos.
Y aunque Inglaterra no pudo ser invadida, medio millón de sus soldados, junto a cuatro millones del ejército francés, fueron abatidos en menos de un mes en los campos de Europa. A todas estas el único bastión que quedaba en ese continente era Rusia y su valeroso pueblo. Una de las jugadas maestras de Stalin fue el haber firmado, en 1939, el pacto de no agresión con Alemania, con el fin de ganar tiempo para lo que él sabía irremediable: la invasión hitleriana a la Unión Soviética.
La heroica resistencia del pueblo soviético contra la ocupación nazi y su victoria final sobre los invasores ha sido una de las hazañas más memorables de la historia. Estaba en juego si en el futuro cercano caerían sobre los pueblos los grilletes de la esclavitud fascista o si, por el contrario, se podía derrotar a la maquinaria de guerra jamás vista.
Los alemanes, cuando penetraron en Rusia, jamás imaginaron que se encontrarían una resistencia tan abnegada y creían que en poco tiempo someterían a los soviéticos. No fue así. El Ejército Rojo, aunque no pudo repeler al principio la arremetida, tuvo que replegarse y ceder posiciones. Leningrado y hasta la capital, Moscú, quedaron cercados. En la primera hubo un millón de muertos por hambre.
En una demostración sin precedentes, para evitar que los alemanes se tomaran los centros fabriles y las fuentes de abastecimiento, los soviéticos transportaron de junio a noviembre de 1941 más de 1.500 fábricas a las profundidades de su retaguardia. Pero el avance alemán parecía imparable.
El pueblo ruso sitiado, acosado, despojado, malherido y hambriento aguantó, y tras seis meses de combates permanentes, los alemanes comenzaron a flaquear. Y aunque los aliados anglo-estadounidenses prolongaron la apertura de un segundo frente en Europa hasta 1944, lo que permitía el avance alemán hacia Rusia, los soviéticos no capitulaban. El pueblo de Stalingrado cavó la tumba al VI Ejército alemán y en 1942 los soviéticos desataron su contraofensiva. Era el comienzo de las grandes derrotas y las retiradas para las tropas nazis.
«La fortaleza del Ejército Rojo radica ante todo en el hecho de que no lleva a cabo una guerra de pillaje, una guerra imperialista, sino una guerra patriótica, una guerra de liberación, una guerra justa», proclamaría Stalin el 23 de febrero de 1942 en una de sus alocuciones.
El descalabro en Oriente pone en entredicho a los nazis y al despotismo hitleriano. Sus filas se van desmoralizando, mientras sus compinches del Eje comienzan a dudar del porvenir de la aventura genocida que han emprendido. Los movimientos de resistencia se multiplican por toda Europa. Y es el principio del fin de los enemigos de la humanidad en esas calendas de sangre y destrucción.
El Ejército Rojo avanza hacia Berlín y allá llega victorioso en mayo de 1945, hace sesenta años. El monstruo se suicida, pero eso no es suficiente para reparar los daños ocasionados, los más de veinte millones de muertos soviéticos, los millones de judíos sacrificados en los campos de exterminio, y todos los de otras banderas y credos que perecieron en la guerra más destructiva que haya padecido la humanidad.
Los principios de la civilización se arrojaron por la borda con los tanques, los bombardeos, los campos de concentración, la bomba atómica. y después de sesenta años no es que las condiciones en el mundo hayan cambiado mucho. Continúan los asaltos del imperialismo, las hambrunas, las injusticias sociales, la desdicha de los pueblos oprimidos. Pero también la esperanza en que las cosas no deben seguir siendo como son. El sueño de las utopías permanece vivo.