Hace tiempo que la guerra de agresión viene siendo disfrazada bajo el pretexto de operaciones destinadas a la salvaguarda de la democracia y los derechos humanos. Así ha sucedido con la última invasión a Irak y de ese modo ocurre desde hace muchos años con las violencias desplegadas en el territorio afgano. Bastó escuchar los […]
Hace tiempo que la guerra de agresión viene siendo disfrazada bajo el pretexto de operaciones destinadas a la salvaguarda de la democracia y los derechos humanos. Así ha sucedido con la última invasión a Irak y de ese modo ocurre desde hace muchos años con las violencias desplegadas en el territorio afgano.
Bastó escuchar los argumentos que el presidente norteamericano prodigó en torno a la «guerra justa» en Afganistán, en ocasión de recibir el Premio Nobel de la Paz, para comprender lo que está en juego en esta neomodernidad líquida: la normalización de la guerra hegemónica a través de un sistemático retorcimiento conceptual.
En el terreno de Afganistán se encuentra desplegada la fuerza de los ejércitos más sofisticados del planeta, con algo más de 100.000 soldados a su merced, bajo el nombre de Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad en Afganistán (ISAF). En realidad, se trata de un importantísimo contingente militar que poco tiene de internacional, puesto que el 80% de las tropas son norteamericanas y se encuentran conducidas por un general de esa nacionalidad.
Bajo el argumento de persuadir a los talibanes de deponer las armas a cambio de dinero y trabajo, y de desalojar a los insurgentes para desarrollar un programa de construcción y desarrollo, lo cierto es que la persistencia de la guerra en Asia central otorga vigencia a la tesis expuesta por Antonio Negri y Michael Hardt en su obra titulada «Imperio».
Según ellos, la nueva forma de dominación mundial trae consigo una serie de transformaciones jurídicas que permiten reconfigurar el rostro de las viejas prácticas institucionales. En este marco destacan el renovado interés que despierta el concepto de «guerra justa», a modo tal de constituirse, hoy más que nunca, en una narrativa central de las discusiones políticas internacionales.
Advierten que las nuevas disquisiciones en torno a la bellum justum resultan perturbadoras. Debido, fundamentalmente, a que se trata de un concepto que el secularismo moderno se esforzó por borrar de la tradición medieval y por cuanto no sólo implican la banalización de la guerra sino también su elogio como instrumento ético y su exaltación como medio de acción política.
Toman el caso de la intervención e ilustran cómo ese ámbito tradicionalmente destinado a resolver problemas humanitarios de envergadura, o cuestiones atinentes a la paz y a la seguridad internacional, ha ido cambiando poco a poco su rostro.
Se encuentra ahora basado en un estado permanente de emergencia y excepción. Pero no en cualquiera, sino precisamente en un estado permanente de emergencia y excepción justificado por la apelación a valores esenciales de justicia.
En otras palabras, el derecho de policía queda legitimado en razón de valores universales y por la necesidad de asegurar la vigencia de ciertos principios éticos superiores. De allí la paradoja de los nuevos tiempos, en donde las intervenciones son siempre excepcionales aun cuando se sucedan continuamente en el tiempo y en el espacio bajo el formato de acciones de policía.
En este preciso contexto advierten otra de las caras de esta nueva fase de control: la posibilidad de iniciar guerras preventivas y permanentes que tienen como sustrato y fundamento no el derecho sino el consenso. Basta remitirse, a modo de ejemplo, a las operaciones policíaco-militares iniciadas por las potencias occidentales, primero en Kosovo y luego, más recientemente, sobre un enemigo simbólicamente producido e identificado con el rótulo «terrorismo».
Reducción conceptual y terminológica que resulta funcional para gravitar sobre territorios diversos, amplios sectores poblaciones y muy variados fines.
Este uso de la fuerza armada trae consigo, asimismo, nuevos campos de realización. Todos ellas guardan distancia de la guerra tradicionalmente entendida, es decir compuesta por la presencia de dos o más bandos visibles, enfrentados entre sí en un espacio más o menos determinado.
Por el contrario, la máquina de la guerra permanente despliega sus operaciones de fuerza sobre el territorio global y los enemigos que enfrenta, lejos de constituir una amenaza de índole militar, ostentan tan sólo asimetrías ideológicas entendidas como incompatibles al desarrollo y consolidación del imperio.
– Martín Lozada es Juez penal. Catedrático Unesco en Derechos Humanos, Paz y Democracia por la Universidad de Utrecht, Países Bajos
Fuente: http://alainet.org/active/36385