Clausewitz, un notable militar e historiador prusiano fue dijo que la guerra es la continuación de la política por otros medios; lo que permite hacer esta inferencia: la política es la guerra por otros medios… Pues bien, eso es lo que parece que viene ocurriendo en España ya desde hace mucho, pero más acusada de un […]
Clausewitz, un notable militar e historiador prusiano fue dijo que la guerra es la continuación de la política por otros medios; lo que permite hacer esta inferencia: la política es la guerra por otros medios…
Pues bien, eso es lo que parece que viene ocurriendo en España ya desde hace mucho, pero más acusada de un tiempo a esta parte. Como no se han cicatrizado las profundas heridas que dejó la guerra civil (agravadas, aunque ocultas entre el sudario en el que fueron envueltas por la dictadura), y ni han hecho nada en esa dirección los llamados a procurarlo, la guerra por otros medios empieza a librarse en este país por los políticos y periodistas que representan a los bandos de vencedores y vencidos en aquella guerra que no fue precisamente una metáfora.
ABC, La Razón, El Mundo y El País, monárquicos, parásitos, bravucones, chulos y fascistas, por un lado, gente de bien y honesta, por el otro, comparecen de nuevo ante la Historia para volver a protagonizar más de lo mismo puesto que los pueblos que desconocen u olvidan su historia están condenados a repetirla. Es decir, aquí tenemos de nuevo otra guerra civil. En esta ocasión y por fortuna, no una guerra abierta armada… todavía, sino una guerra vivida en el escenario de un parlamento que en el corto espacio de tiempo histórico que viene funcionando como tal, siempre ha resultado grotesco y testigo mucho más de vulgaridad, de socarronería, de fullería y de cazurrería que de lugar de encuentro de personajes dotados de oratoria, de elocuencia o de altura de miras…
Ya digo, la guerra en esta ocasión no ha hecho más que empezar. Y es que esta democracia de pacotilla está viciada desde su nacimiento. Ya su gestación estuvo cocinada mucho antes por los designios de un caudillo que promulgó en vida una Ley de Sucesión -la suya- y confeccionó al efecto a un individuo a su medida. Luego llegó el parto distócico; es decir, un alumbramiento con fórceps del que fue comadrona un ministro de los ministerios principales del sátrapa, quien, como albacea suyo que fue, eligió a unos llamados «padres de la patria» para que bajo su batuta redactasen una Constitución miserable que configurase ranciamente el llamado reino de España; Constitución que obligó a aprobar a la ciudadanía en un aparatoso referéndum. Y digo que le obligó, porque la ciudadanía de aquel entonces no vio otra alternativa al sentir sobre sus nucas el frío de los cañones de fusil de un ejército más radical si cabe que el propio dictador en su declive y se apresuró a sancionar con su voto el bodrio constitucional para espantar la amenaza de un nuevo golpe militar. Un golpe que posteriormente, en 1981, se escenificó como ensayo con el objetivo de robustecer la endeble figura de un monarca que pasará a la historia como otro más de los reyes lamentables de tan lamentable dinastía.
En efecto, la guerra no ha hecho más que empezar. Sólo nos queda prestar atención para ver en qué queda y a dónde se dirige este país.
Después de un periodo de histórico jolgorio económico, de inyecciones de dinero europeo en forma de fondos de cohesión, de gasto, de despilfarro y de entrampamiento nacional que abarcó aproximadamente los primeros veinte años de esta parodia de democracia, nos encontramos encallados en una situación controlada nuevamente por los descendientes de los ganadores de la guerra civil, a los que se les ha unido una caterva de políticos viejos que ya habían renegado y renunciado al socialismo genuino. Pues bien, aquellos, es decir, los herederos de los ganadores, apoyados por estos, por los beneficiarios directos de esa difusa ideología despojada de pensamiento propiamente socialista, y su cohorte de miembros comunes entontecidos por el señuelo de un pensamiento nuevo, grande y unitario que recuerda al lema del ideario de aquel infame caudillo, son los que ahora integran las filas del bando que nunca ha dejado de ser y de comportarse como bando vencedor. Y todo ello, en un ambiente político que recuerda los años anteriores a aquella guerra, de constantes provocaciones e insultos a la inteligencia que a su vez evocan el grito de aquel general franquista que en la Salamanca de Unamuno atronó a la concurrencia: ¡Muera la inteligencia».
No sé si lo logró aquella maldición, pero lo cierto es que la inteligencia brilla por su ausencia y parece muerta casi desde que empezó la farsa democrática. Antes estaba sólo ahogada. Pues, sea en la investigación, en el arte o en la tecnología que nos llegan de prestado, sea en otros ámbitos de la sociedad, la inteligencia, la imaginación y la mentalidad que preponderan en este país son las del imitador, las del franquista solapado y las del pendenciero que defienden con uñas y dientes sus privilegios y su derecho a delinquir «legalmente» desde la política, y no están dispuestos a ceder en su posición de fuerza y sí dispuestos a cualquier cosa para retenerlos, incluso a la guerra.
¿Qué recursos, pues, qué medios, qué instrumentos habremos de utilizar para desbancar a un ejército de atracadores de lo público, de opresores de masas de ciudadanos y ciudadanas desamparados por el Estado, que viven penosamente? ¿Qué, a quién podremos recurrir para desmontar un orden desordenado de cosas que pasa por el mantenimiento a ultranza del statu quo de los vencedores en aquella guerra y en las confrontaciones domésticas posteriores de cualquier clase, sea la económica, la financiera, la empresarial o la mediática, que no permiten al pueblo atisbar la más mínima posibilidad de vivir una verdadera libertad y desahogo?
No lo olvidéis. Si no nos libramos de gentes de esa infame catadura y no confiamos en un nuevo partido político que intenta devolver al pueblo la soberanía que en realidad nunca ha tenido, desesperemos de lograrlo por lo menos en otro siglo, cuando ninguno de nosotros estemos ya para comprobarlo…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista
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