Lo que importa, creo, es el estado psicológico en el que estamos sumergidos todos, el que se parece mucho al momento en que la euforia de un borracho comienza a descender la Campana de Gauss y se transforma en imperiosa necesidad de pelea con quien se cruce por delante.
El año pasado publicamos que, luego de la costosa derrota de Washington en Afganistán, había que prepararse para una nueva guerra; que mucho antes que China vendría un conflicto con Rusia. Cuando la nueva guerra finalmente llegó, intentamos entenderla. Aparte de las donaciones que son como aspirinas cada vez que un país es invadido, la importancia de nuestros esfuerzos dialécticos, por importante que sea el medio donde se publican, es igualmente irrelevante.
Hay una realidad que no ocupa ni a tirios ni troyanos en los medios internacionales: la guerra que todos llevamos dentro y que, en gran medida, explica una parte de esta guerra y de todas las guerras políticas. Me dirán que eso pertenece a la psicología, que no debo meterme en esos temas. Bueno, en los más de 530 artículos que llevo publicados desde la catástrofe neoliberal en América latina a fines de los años 90, en todos los casos hice ejercicio ilegal de la profesión de ensayista.
Para resumir, vamos a tomar un par de casos entre miles. Como dijo alguien hace mucho tiempo, voy a empezar hablando de mí mismo que es quien tengo más cerca.
A principios de 2017, unos amigos de un medio español para el cual colaboré por muchos años, me pidieron que me pronunciara sobre el caso del conflicto en Cataluña. Les insistí que, aparte de aficionado a la cultura y la trágica historia de España, no era ni soy un experto en Cataluña y que, desde mi perspectiva exterior, había que dejar que los catalanes realizaran su referéndum sobre la debatida independencia, como lo había hecho Escocia en 2014. Un referéndum no vinculante, como el que quiso hacer Manuel Zelaya en Honduras. Como resultado, al igual que me ocurrió con el caso de Honduras, perdí varios amigos. Llamémoslo así, “amigos”, aunque todos saben que los amigos de verdad no se pierden por diferencias políticas. Así, en unas pocas horas, pasé de ser, por años, “el intelectual más importante de América Latina” a la categoría de “idiota”. En ambos casos exageraban, aunque de lo último nadie nunca puede estar tan seguro.
Estrictamente lo mismo ha ocurrido con el conflicto de Ucrania. Mi posición, como en el caso de Cataluña, nada tiene de radical. Otra vez, asumo y reconozco que no soy un experto en temas de Ucrania. Sólo intento aportar una perspectiva exterior, basada en mis limitados conocimientos históricos y globales (¿qué no es este conflicto sino un choque histórico-geopolítico?).
El mismo día de la invasión de Putin, publiqué en varios diarios una comparación del discurso de Bush antes de invadir Irak y el de Putin antes de invadir Ucrania. Claro que hay grandes diferencias factuales, pero por entonces entendí, y entiendo, que Putin estaba enviando un mensaje con el paralelo retórico. Las acusaciones de rusofobia no se hicieron esperar. Poco después, a pedido de un par de editores, envié otras notas, con resultados semejantes: era un “zurdo” que estaba justificando la muerte de cientos de ucranianos al mencionar la responsabilidad de la OTAN en su avance sobre la frontera rusa, las matanzas ucranianas en Donbas, el paramilitarismo nazi del Batallón Azov, la censura en los medios occidentales y la diferente vara para juzgar otras invasiones y matanzas que no son solo historia sino presente, como Palestina, Irak, Afganistán, Libia, Siria, Yemen, Somalia… “No es momento de hablar de imperialismo occidental porque víctimas ucranianas están sufriendo”; “¿racismo contra los refugiados negros de Ucrania?”; “no es momento para mencionar la política de fronteras abiertas para gente rubia y fronteras cerradas para los de África o Medio Oriente; le estás haciendo el juego a Putin”.
Aunque todas las críticas son respetables, en una gran proporción los comentarios no sólo demostraban que sus autores no habían leído con cuidado cada artículo (equivocado o no), sino que combatían argumentos que no estaban en ellos o repetían otros que ya estaban, como acusaciones. Claro, en gran parte puede deberse a las mismas carencias de cada artículo. No es fácil ser claro cuando se debe decirlo todo en menos de mil palabras, como si uno fuese Maradona sacándose de encima dos adversarios y tirando un centro de rabona, todo en una baldosa.
Hasta aquí, bien. Todo esto es parte de una dinámica necesaria para cualquier democracia, para cualquier maduración de la libertad de los pueblos. Pensar diferente está en la naturaleza humana y no es eso lo que deseamos corregir en nosotros. El problema (caso de estudio) surge cuando los desacuerdos políticos terminan con amistades de años. Es ahí donde tenemos un problema global y la zona de conflicto es sólo un escenario de las rabias y frustraciones personales. Más cuando se trata de conflictos imprevistos que reposicionan a mucha gente. Cuando Rusia bombardeó Chechenia y en un par de años causó la muerte de 50.000 civiles, no inflamó el pecho de casi nadie. Los palestinos, iraquíes o afganos son todos terroristas y no tienen “los ojos celestes”. Lo mismo otras incontables masacres de las potencias occidentales. Estamos acostumbrados; nuestras opiniones no toman a nadie por sorpresa.
Como en el caso de Cataluña, con Ucrania perdí varios amigos. Repito, no es que sea algo importante, porque los verdaderos amigos no se pierden por diferencias de opiniones; tampoco se trata de un conflicto sobre el cual yo mismo tenga opiniones acabadas desde hace años. Lo que importa, creo, es el estado psicológico en el que estamos sumergidos todos, el que se parece mucho al momento en que la euforia de un borracho comienza a descender la Campana de Gauss y se transforma en imperiosa necesidad de pelea con quien se cruce por delante.
Claro que nada de esto es casualidad. Los conflictos por opiniones siempre existieron, y también en el pasado bastaba una diferente interpretación sobre el sexo de los ángeles para terminar con una masacre en la civilizada París, como La noche de San Bartolomé. Pero luego de algunos siglos de progresos sociales basados en la lucha por la Igual-libertad, más recientemente hemos ido perdiendo terreno. El auge del fascismo y del nazismo son solo síntomas de una realidad mayor: el secuestro del progreso de la Humanidad por los dueños de los medios (medios productivos; medios de información).
Vieja historia. También en esto, las redes sociales están jugando un papel decisivo: acercándonos, pero no pocas veces como quien, en una autopista, alguien se acerca a los otros conductores –a contramano. En gran parte, se trata de una ingeniería social. Unos pocos están capitalizando todo este odio, y lo hacen muy bien. ¿Es muy difícil adivinar en qué invierten trillones de dólares las agencias secretas con, por ejemplo, mega softwares como Pegasus, esas cuevas del verdadero poder que no tienen rostros como Biden o Putin y que todo lo hacen en nombre de la Seguridad y la Defensa? Pues, no en otra cosa que, en política, porque esa es el arma del siglo XXI. La Tercera Guerra mundial ya comenzó en el ciberespacio y es mucho más poderosa que cualquier ejército y que esas payasadas de soldados de elite entrenados para aguantar cinco minutos bajo el agua.
El resto tenemos un problema invisible, pero global. Esta guerra pasará y vendrán otras, y los culpables no serán sólo Bush o Sadam, Hussein Obama, Osama, Biden, Putin o Rasputín, sino gente muy parecida a ellos que se creen mejores que ellos solo porque no tienen el poder destructivo que tienen ellos: nosotros, odiándonos, divididos, manipulados y peleando una guerra equivocada.
Una guerra ajena.
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