Con voz suave pero robótica, Heather dice: «dobla a la derecha y mantente sobre la izquierda». Entonces doblo a la izquierda. Heather se sorprende: «recalculando posición», dice, para inmediatamente insistir: «Conduce dos millas. Luego mantente sobre la derecha y toma la rampa a la derecha». Heather tiene un objetivo fijo y no dejará de recalcular […]
Con voz suave pero robótica, Heather dice: «dobla a la derecha y mantente sobre la izquierda». Entonces doblo a la izquierda. Heather se sorprende: «recalculando posición», dice, para inmediatamente insistir: «Conduce dos millas. Luego mantente sobre la derecha y toma la rampa a la derecha». Heather tiene un objetivo fijo y no dejará de recalcular mi posición para volver a insistir. «When possible, make a U-turn». Nadie hace mejor ese trabajo que ella. Con su visión satelital calcula y en fracciones de segundo determina el mejor camino hasta X. «Make a U-turn now!» Ella lo ve todo y, al mismo tiempo, no entiende lo que ve. «Make a U-turn now!» A veces juzga mal porque tiene una fuerte tendencia a elegir los caminos más rápidos y no entiende mis preferencias por las zonas pobladas en lugar de las autopistas y los túneles.
La imposición de Heather por llegar a X es relativa. «Recalculating…» Antes de salir de casa yo mismo le di la orden. En realidad X era mi objetivo inicial. ¿Pero qué pasaría si X fuese un objetivo erróneo o un objetivo decidido por la costumbre o por una falsa obligación? O peor: ¿qué ocurriría si desconozco cuál es mi destino final, que fue definido previamente por alguien más y, ante mi propia ignorancia o ceguera o simple incertidumbre decido obedecer a Heather, por miedo a perderme, por la casi siempre inútil y hasta perversa ansiedad de no perder tiempo, por miedo a romper un orden, por miedo al caos?
Nuestro presente está mucho más definido por nuestro futuro -por nuestra imprecisa visión del futuro- que por nuestro pasado. Pero no sabemos con certeza cuál es nuestro destino X al cual creemos dirigirnos. Nos movemos en varios niveles de conciencia por lo cual nunca podemos decir que estamos completamente despiertos. Para mantener la ilusión de que somos consientes de nuestra dirección hacia X, nos mantenemos dentro del marco de los mitos fundadores: como la voz robótica de Heather, el navegador, el mito fundador nos indica, con insistencia y precisión el camino a X.
La mañana siguiente al triunfo electoral de Barack Obama, vi por los pasillos de las oficinas un pequeño grupo de gente que se abrazaba y decía «estoy soñando»; «esto es realmente un sueño». Los diarios del mundo relacionaron el famoso «Yo tengo un sueño» de Martin Luther King cuarenta años atrás con el «sueño realizado» de Obama. Como nunca antes en la historia de las elecciones de Estados Unidos, una apreciable proporción del mundo se alegró del resultado. Todos esperamos cambios del nuevo presidente; aunque no muchos ni radicales, cambios que no acentúen la pesadilla, cambios que no agraven nuestras decepciones por venir.
En otros ensayos anotamos que el reciente cambio político en Estados Unidos, así como el cambio geopolítico del mundo en los últimos años, aparentemente apuntaban a la misma dirección y sentido trazado por la revolución del pensamiento humanista del Renacimiento. Las reacciones contrarias de las últimas décadas, en gran medida representadas por las ideologías conservadoras del imperialismo postcolonial del último tercio del siglo XX habrían sido un «desvío» en esa hoja de ruta, una violenta ralentización de la historia, una confirmación de que la verdad es una permanente reconstrucción del poder ideológico-militar del momento, de que la fuerza de la razón no tiene ninguna posibilidad ante la razón de la fuerza, que el único poder procede del músculo, no de la sabiduría ni mucho menos de la justicia, tal como puede entenderla un humanista. ¿Pero cómo saber si un desvío que dura décadas y un objetivo X que aparece como inalcanzable, pueden ser ralamente considerados desvío uno y objetivo el otro?
Hay una diferencia radical. El navegador GPS es sólo un instrumento de nuestros propósitos. Para los mitos sociales, en cambio, somos nosotros los instrumentos de sus propósitos. Los mitos sociales pueden funcionar como un obsesivo navegador que, sin importar el inesperado rumbo de nuestro camino, permanentemente están buscando un nuevo camino para llegar al mismo punto y tienen la fuerza de imponerlo. Justificar una masacre en nombre de la libertad y poner todo el tradicional aparataje mediático para hacerlo creíble, sino incuestionable al menos posible, es sólo un mínimo ejemplo. Llamar terrorista a un asesino que mata niños y a otro que hace el mismo trabajo honrarlo como héroe, aquél porque calcula sus barbaridades y éste porque calcula sus errores inevitables, es sólo parte de la narratura social que consolida el mismo mito. Esta idea enquistada en el inconsciente colectivo, a veces estimulada por el miedo o la autocomplacencia, fue observada ya por el español Ángel Gavinet hace 101 años:
«Un ejército que lucha con armas de mucho alcance, con ametralladoras de tiro rápido y con cañones de grueso calibre, aunque deja el campo sembrado de cadáveres, es un ejército glorioso; y si los cadáveres son de raza negra, entonces se dice que no hay tales cadáveres. Un soldado que lucha cuerpo a cuerpo y que mata a su enemigo de un bayonetazo, empieza a parecernos brutal; un hombre vestido de paisano, que lucha y mata, nos parece un asesino. No nos fijamos en el hecho. Nos fijamos en la apariencia» (Idearium, 1897).
Pero esta percepción no es producto de una mera «naturaleza psicológica» sino del laborioso trabajo del poder social a lo largo de los siglos.
Los mitos fundadores preexisten a cualquier cambio político, a cualquier decisión individual e incluso colectiva. De ahí las eternas frustraciones ante los cambios políticos. Sin embargo, si echamos una mirada general a la historia, podemos sospechar que hay algo más fuerte que cualquier mito social: los grandes movimientos de la historia -los más imperceptibles-, las ideas sobre la justicia y el poder, sobre la libertad y la esclavitud, sobre la rebelión de los pueblos y la fuerza arrogante de los césares, persisten o se radicalizan.
Hay un cambio sensible en nuestra época que es congruente con ese movimiento general de la historia de los últimos siglos, que significa la continuación de los valores humanistas que, si bien no han sido los valores dominantes, sí han sido los más persistentes y aquellos que más se han legitimado desde la caída intelectual de las teocracias europeas de la Edad Media. En nuestro tiempo ese signo es la progresiva separación de las creencias populares de los poderes imperiales. Si a mediados del siglo XX «imperio» seguía siendo una palabra que llenaba de orgullo a quien lo representaba -por ejemplo, el imperio británico, brutal como cualquier otro- desde los sesenta ya se ha confirmado como signo de agresión y opresión injustificable. Si a mediados del mismo siglo la narratura social todavía estaba en manos de una minoría propietaria de los medios de comunicación y entretenimiento -dos ideoléxicos paradójicos- hoy en día la voz mayoritaria de quienes no tienen nada de ese poder han descubierto un nuevo poder.
Esa voz ha probado ser todavía inmadura e irresponsable. Esa nueva conciencia todavía no es consciente de su poder o lo usa para distraerse e, incluso, para la autodestrucción. Podemos conjeturar, no sin un alto riesgo de equivocarnos, que gran parte de la antigua masa -esa que despreciaba Ortega y Gasset- aún no ha dejado de ser rebaño y todavía se guía por los antiguos mitos sociales que la oprimen. Pero esa gente, esa humanidad, está creando poco a poco una nueva cultura, una nueva conciencia y una silenciosa pero imparable rebeldía ante la histórica agresión de los césares, de los negreros, de los antiguos dueños del mundo. O quizás confundimos deseo con realidad.
«Recalculating… Take ramp ahead».