Entre las diez primeras causas de mortalidad en el mundo encontramos, según edad, sexo y país, las enfermedades cardiovasculares, las enfermedades infecciosas, el cáncer, los accidentes de tráfico, la violencia, la guerra, el SIDA, la desnutrición, el parto, el suicidio. ¿Y las otras? Las muertes que escapan a las estadísticas contienen en sí mismas una […]
Entre las diez primeras causas de mortalidad en el mundo encontramos, según edad, sexo y país, las enfermedades cardiovasculares, las enfermedades infecciosas, el cáncer, los accidentes de tráfico, la violencia, la guerra, el SIDA, la desnutrición, el parto, el suicidio. ¿Y las otras? Las muertes que escapan a las estadísticas contienen en sí mismas una fuerza desconcertante y heroica y a veces la alusión a otros mundos posibles que ya hemos dejado atrás o que aún no han llegado. No es normal, por ejemplo, morir aplastado, como le ocurrió al sultán Humayun en el siglo XVI, bajo el peso de los libros de la propia biblioteca; o perecer arrastrado por la multitud en un centro comercial, como fue el caso del farmacéutico estadounidense Walter Vance en 2009: trágicas caricaturas de dos ideales opuestos y desigualmente victoriosos en la historia de la humanidad. Pero pocas muertes resultan tan chocantes y -digamos- antiestadísticas como la que anunciaban los periódicos el pasado mes de abril: «muere un hombre atacado por un cisne en las afueras de Chicago». Aficionado al remo, Anthony Hensley bogaba con su barca en la laguna cuando un hermoso cisne blanco, sin previa provocación, lo asaltó a picotazos, volcó su kayak y lo mató en el agua. La víctima -nos dice la noticia, cediendo a las rutinas periodísticas- «tenía mujer y dos hijos».
Tan extravagante y banal es la noticia que ni la inclusión en un periódico ni la delectación del lector merecen ninguna explicación. Pero voy a atreverme a dar dos. ¿Por qué nos atrae y desconcierta la desgracia de Hensley? En primer lugar, porque nos enfrenta a lo que los lingüistas llaman un «oxímoron» o una «sinestesia», un choque de sensaciones o conceptos irreconciliables para el sentido común: «espadas como labios» o «alas de acero» o «dulce abismo» o «muero porque no muero». Que el cisne, símbolo de la belleza y de la inspiración poética, se comporte de pronto como un águila o como un león, con un impulso depredador que no asociamos ni a su especie ni a su función cultural, sacude nuestro entendimiento como una paradoja viva. Un cisne agresivo es incongruente, impensable, imposible (como esas tortugas rápidas que popularizaron los dibujos animados japoneses) y su propia imposibilidad contiene algo al mismo tiempo poético e hilarante y, por tanto, placentero. Pero pensémoslo bien. La imposibilidad poética y su potencia cómica, ¿no son mucho más frecuentes de lo que pensamos? ¿No son, en algún sentido, la normalidad de nuestro mundo? Un «cisne agresivo», ¿no es el modelo convencional de la propaganda capitalista: una paz belicosa, un bombardeo humanitario, una democracia que tiraniza, un progreso que paraliza? En realidad, la noticia del «cisne asesino», tan extravagante en apariencia, reproduce el molde o la matriz de la manipulación política misma y explica, a su vez, por qué cedemos a ella con mansedumbre y, aún más, con irreprimible deleite. Por muy trágico que sea el resultado y por muy conscientes que seamos del mismo, el «oxímoron» nos apabulla y nos fascina: sucumbimos al ingenio literario, aunque produzca muertos.
La segunda razón por la que esta noticia nos seduce es la más banal y la hemos citado ya: tiene que ver con su propia excepcionalidad estadística. En un mundo en el que la gente muere a puñados, sin distinción ni originalidad alguna, el cisne agresivo imprime un sello marcadamente individual a la muerte de Anthony Hensley. En un mundo en el que la muerte está regulada socialmente e incluida en vastos registros anónimos, esta doble anomalía -la de un cisne asesino y una muerte fuera de catálogo- nos obliga a pensar por otro carril, más allá de la delectación literaria. Mientras nos reímos de este fin absurdo e inútil, sentimos al mismo tiempo el alivio de que aún pueda ocurrir algo así: el alivio, sí, de que la naturaleza vencida encuentre resquicios para golpear al hombre en una especie de guerrilla subcutánea y el de que este golpe no-estadístico reconozca la existencia redonda e irreemplazable de un humano concreto y de su personalidad individual. ¡A Anthony lo mató un cisne en un duelo singular! El cisne asesino, por decirlo de algún modo, castiga a los hombres en general y premia al hombre particular con una muerte cuya humanidad misma -tan antigua como la lucha contra los animales- es inseparable de su imposibilidad. Que nos parezca absurda -que sea de hecho absurda- revela la normalidad inhumana de la muerte «civilizada».
Podemos imaginar un mundo de ciencia-ficción -Hitchcock hizo algo parecido- en el que los cisnes se pusieran de acuerdo para atacar a los humanos. En ese caso, el oxímoron del «cisne asesino» dejaría de ser absurdo, gracioso y placentero para convertirse en aterrador: «quince nuevas víctimas de los cisnes esta semana», leeríamos en el periódico. O también: «el ataque de los cisnes es ya la tercera causa de mortalidad mundial». Bueno, eso es ciencia-ficción. Pero podríamos volver ahora a las estadísticas del comienzo sobre las causas principales de mortalidad en todo el planeta y preguntarnos si de hecho no vivimos ya en una sociedad de ciencia-ficción. El hambre bajo un sistema que genera 10.000 millones de toneladas de basura al año, ¿no es más irracional aún que la imagen misma de la belleza matando hombres con su pico canoro? La guerra, ¿no es incompatible con la existencia de la ONU? La mayor parte de las enfermedades infecciosas, ¿no son curables? Los accidentes de tráfico, ¿no son en buena parte la consecuencia de un sistema que vende prestigio y velocidad en el mismo envoltorio? Es absurdo, sin duda, que un hombre muera atacado por un cisne en Chicago; pero no es menos absurdo, en realidad, que un hombre muera de cáncer en esa misma ciudad o de desnutrición en Somalia o de malaria en Burkina Fasso o bajo un bombardeo en Afganistán o de parto en Níger. Normal y natural, normal y justo, no son desgraciadamente sinónimos.
Mención aparte merece, para acabar, la convención periodística de recordar el estado civil de una víctima y su capacidad reproductiva. Anthony Hensley, asesinado por un cisne, estaba casado y tenía dos hijos. Ni el cisne lo mató por eso ni la paternidad es un factor de riesgo (como el tabaco en las enfermedades cardiovasculares). Este dato no forma parte de la historia; es tan absurdo como la propia muerte de Anthony. Pero esta costumbre narrativa de integrar a las víctimas en una red más amplia de relaciones sociales o familiares, cuyo propósito primitivo era sin duda el de conmover a los lectores, es algo así como el fósil lingüístico de un mundo que está desapareciendo y que sólo se conserva ya, deformado, en la ficción de las telenovelas y en el clasismo de las revistas del corazón: un mundo en el que cada ser humano tenía su propia muerte y en el que cada ser humano, al morir, se separaba de alguien y se desenganchaba de un tejido común. Nunca los seres humanos han muerto con tanta regularidad estadística; nunca han muerto -al mismo tiempo- más solos.
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