La izquierda está tan acostumbrada o resignada a perder que acaba recurriendo a la Historia con mayúsculas como campo metafísico de una lucha sin fin cuya continuidad misma, mediante una curiosa pirueta olímpica, se acaba transformando en la única victoria posible. Quiero decir que me irrita muchísimo la tendencia izquierdista a encontrar consuelo a un […]
La izquierda está tan acostumbrada o resignada a perder que acaba recurriendo a la Historia con mayúsculas como campo metafísico de una lucha sin fin cuya continuidad misma, mediante una curiosa pirueta olímpica, se acaba transformando en la única victoria posible. Quiero decir que me irrita muchísimo la tendencia izquierdista a encontrar consuelo a un revés -a un batacazo político- en la idea banal e inexacta de que «la Historia no termina nunca». Si fracasan o son derrotadas las «revoluciones árabes», si ganan Trump o Bolsonaro las elecciones, si se pierden batallas laborales o culturales decisivas, escapamos a la prisión histórica -a la necesidad de seguir luchando en nuestra propia época- aupados en dos artefactos analgésicos muy cómodos, pero poco favorables a la intervención política concreta.
El primer artefacto es inseparable de la ilusión de que siempre tenemos tiempo por delante para revertir o corregir las derrotas. Eso no es cierto. Decía Levi-Strauss que «el mundo empezó sin el Hombre y acabará sin el Hombre»; y nunca el mundo ha estado más en peligro que hoy. El tiempo de la Historia no es infinito porque no es homogéneo. En él están ocurriendo siempre cosas que introducen efectos irreversibles o sólo reversibles en la larga duración. Entre los irreversibles están hoy los ecológicos, que limitan bastante el «tiempo histórico» con el que contamos para revertir los reversibles. No podemos saber cuánto tiempo tenemos por delante, pero por primera vez esta pregunta (¿cuánto?) es necesaria y acuciante; y es también política. Frente a un «revés» histórico ya no podemos concedernos un tiempo ilimitado (o limitado sólo por la extinción del sol dentro de 6.000 millones de años); su tragedia viene dada, sí, por su consistencia misma -con sus muertos y daminificados- pero también por la nueva conciencia trágica de que la Historia se acorta a sí misma con cada revés o batacazo. Trump y Bolsonaro, por ejemplo, no son peligrosos para la democracia; lo son también para la vida humana en la Tierra, de tal manera que su política ambiental limita el tiempo con el que contamos para restablecer la democracia.
El segundo artefacto, asociado al primero, tiene que ver con el sujeto de la lucha. La Historia no termina nunca, pero la vida individual sí. La ilusión de eternidad y homogeneidad de la batalla, convertida en el verdadero fin de la Historia, consuela de manera paradójica, a costa de un doble sacrificio: el sacrificio de los damnificados por el revés político -las víctimas, por ejemplo, de las medidas de Trump o Bolsonaro- y el sacrificio de la generación presente que no verá la futura victoria. En 1888, contra la idea de progreso, el filósofo Hermann Lotz recordaba que «el sentido del mundo se convertiría en contrasentido» si aceptásemos la idea de que «el trabajo de las generaciones pasadas sólo sirve a las siguientes -y así hasta el infinito- resultando irremediablemente inútil para ellas mismas». La Historia no puede ser una cadena sacrificial sin fin de héroes, mártires y militantes.
La Historia es finita y rugosa; la vida breve. Tenemos que saber cuándo vamos ganando y cuándo vamos perdiendo y, si vamos perdiendo, no debemos consolarnos en la presunta duración progresista de la Historia: busquemos intervenciones pequeñas y concretas que concilien la defensa inmediata de los damnificados -y sus vidas cortas- con la protección intergeneracional de un Tiempo Humano cada vez más limitado y amenazado. Vivamos y luchemos como si no hubiera mañana.
Artículo publicado en el número 60 de la edición de papel de Atlántica XXII (enero de 2019).
Fuente: http://www.atlanticaxxii.com/la-historia-no-termina-nunca/
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