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La huella de los huesos

Fuentes: Punto Final

«Mujer de Calama con tu memoria haremos la siembra para la historia. Mujer de Calama cerca del fuego tejiendo madejas con los recuerdos. Mujer de Calama dile a tu sombra que aunque no lo creas nunca estás sola…». Víctor Manuel Huella testigo de la pesquisa del agua. Huella senda de pasos tenaces. Huella apisonada por […]

«Mujer de Calama

con tu memoria

haremos la siembra

para la historia.

Mujer de Calama

cerca del fuego

tejiendo madejas

con los recuerdos.

Mujer de Calama

dile a tu sombra

que aunque no lo creas

nunca estás sola…».

Víctor Manuel

Huella testigo de la pesquisa del agua.

Huella senda de pasos tenaces.

Huella apisonada por plantas enjutas.

Huella de empampados tragados por el horizonte.

Huella línea sutil de la obstinación.

Huella marca pasos en el sueño de la veta inagotable.

Huella atraviesa la pampa yerma.

Salir de Antofagasta, adentrarse en el desierto y ver ánimas y basura. Y plásticos, latas, botellas, mientras el vehículo traga distancia. Siempre desierto degradado por la basura. Transformado en basural el desierto donde pena el ánima del oro. Quietud mortal interrumpida muy de vez en cuando por un distante remolino de arena, cola del diablo que danza y danza y se alza al cielo.

Casitas mirmidonas a la vera del camino indican accidentes y muertes. El culto de las ánimas indica que las almas quedan vivas, eternas, merodeando en el lugar donde sus cuerpos les fueron arrebatados. Y pasan los vehículos y la mano de todo conductor se asoma para saludarlas.

Viven en las piedras los nombres de las ánimas de Topáter, donde se hallaron sesenta bolsas de huesos de los asesinados por la Caravana de la Muerte.

Sobre un montículo de piedra se alza la cruz de homenaje a las ánimas de los empleados del Banco del Estado asesinados el 9 de marzo de 1981: el cajero Sergio Yánez Ayala y agente Guillermo Martínez Araya. A estos funcionarios, los agentes de la Dina les hicieron una cama de dinamita y la cal de sus huesos se entreveró con la arena del desierto.

El desierto ha sido desgarrado, hendido; sus montañas descuartizadas, fracturadas. El hombre ha competido con los terremotos para abrirle grietas, rajos, fisuras, partirlo en rendijas, cavarle cuevas, dejarle tortas de ripio, montañas de piedras picadas y, como en la guerra, desparramo de loza hecha añicos y botellas quebradas.

«Aníbal Pinto», «José Santos Ossa»: unos letreros en el camino advierten que allí hubo oficinas del desierto implacable. No muy lejos emergen bastardas ruinas de adobe y costra de caliche pegada con barro, indicios de antiguos enclaves de producción salitrera.

Donde apenas unas murallas se elevan, estuvo Pueblo Hundido. Vestigios de una estación ferroviaria para el embarque de minerales; luego, con la combinación de otros ferrocarriles (Longitudinal Norte y de Potrerillos) se transformó derechamente en una estación de servicio al tráfico terrestre y alojamiento de pasajeros. Ni rastros del comercio: comercio de agua, de mujeres, de licores, de víveres, de fiesta.

¿Y la minería? ¿Qué sucedió en la relación del asentamiento con el perfil productivo extractivo de la zona? Los «titanes» eran habilitadores y dueños de minas. Tampoco quedan señas de edificios que ostentaran su opulencia. Los titanes de trastienda proveían a las noches. Noches vivas, palpitantes de lujuria, ardientes de sed. Cada noche un mullido lecho para el minero que bajaba del cerro. Las sábanas olorosas eran espejismo de abrigo y amor. La noche mentía un lagunar de agua fresca para lavar el cuerpo aporreado, para refrescarlo de soles, entibiarlo de sombras gélidas y ronronearle dulces rumores que aventaran la soledad y el runruneo barredor del viento.

De antiguas civilizaciones prevalecen nobles ruinas que alucinan mármoles labrados, azulejos, maderas incorruptibles. En cambio, en la pampa del Norte Mineral, apenas se sostienen paredes desbaratadas que ni siquiera cobijan fantasmas.

Los ojos llenos de desierto hasta avistar el oasis de Calama. Este fue un antiguo tambo. Arrieros guapos, armados, llegaban con los toros para el matadero, la carne indispensable para los trabajadores del mineral. Había dos corrales; alrededor, una gran vega. Era puro verde, un oasis hasta los años sesenta. Alcantarillado, el crecimiento caótico de las poblaciones secó la vega. Hoy es la ciudad del país con más alta tasa de suicidio juvenil y en su plaza merodean los muchachos sin esperanzas de seguir estudiando, de hallar trabajo, de divisar un destino. A veces, el polvo remolinea, azota y envuelve. Perros vagos son dueños de la ciudad y atacan a mendigos inválidos. Más que el polvo, contaminan los parlantes a todo volumen. Allí es posible conocer a cantidad de mujeres de trabajo, cocineras, empleadas, profesoras, vendedoras del mercado y de la feria: muchas quieren ser escritoras y van a talleres, organizan tertulias y recitan sus versos.

Gracias a una mujer, ahora es posible saber algo más de Calama y la huella. Violeta Berríos Aguila sigue huellas, abre huellas.

No hay que conformarse con visitarla en su soledad de paredes cubiertas de fotografías donde se impone la muy desvaída de un joven sonriente: Mario, su marido. «No busco veta sino huesos. He movido rocas. Me he deslizado por las cuevas del Valle de la Luna. He palpado las arcillas del Valle de la Muerte».

En una foto, se la ve en cuclillas dentro de una cueva. La luz labra el Valle de la Luna, la arena lo bruñe.

¿Qué diligencia estás haciendo ahora?

«Mañana voy con la Vicky a entrevistarme con el ministro que llega a Calama… Necesitamos un helicóptero, hacer un barrido aéreo… Conseguimos el memorial en el cementerio. Todo lo hemos hecho rasguñando la tierra con nuestras propias manos».

La Vicky es Victoria, hermana de José, el liceano fusilado. Antier fuimos a su casa a buscar Flores en el desierto , el libro de la fotógrafa estadounidense Paula Allen.

¿Han conversado con ustedes muchos reporteros? De varios medios deben haber venido a verlas, a saber de sus vidas.

«Nadie. Sólo esta fotógrafa ha estado junto a nosotras. Todo lo hemos hecho rasguñando con nuestras propias manos. Jamás recibimos un veinte.

Han escrito sobre esto periodistas que ni siquiera han hablado con nosotras. Nunca nos ha entrevistado nadie. Sacan los datos de la Vicaría de la Solidaridad, del Comité de Defensa de los Derechos Humanos…».

¡No puede ser!

«Así es. Hasta Calama, hasta aquí, nadie vino a reportear, a entrevistarnos a nosotras, a Leonilda, madre de Manuel; a Felisa; a Felipa, a Brunilda, a Fidelisa, madre de Milton; a Grimilda, a Sabina… a las madres y esposas de los veintiséis ejecutados… Supieras lo que es ver a un muerto tan momificado como un atacameño de hace mil años. Ahí en el piquete de la mina La Tetera, en 1990, encontraron a uno que tenía un enorme tajo en la cabeza, el cuerpo entero, como si hubiera muerto hacía poco. Tenía todo su pelo, pero le faltaban los ojos. Las manos las mandamos al Instituto Médico Legal para la identificación. Siete meses después supimos que era Luis Contreras León, el marido de Felipa. Ahí en la morgue, yo tuve que decidir cómo se cortaría para poder meterlo en el cajón…».

Los arcaicos nombres de esas mujeres resuenan evocando reinas que no fueron, como salidas de un poema de Gabriela Mistral.

Es indispensable acompañarla a la fosa de Topáter, a quince kilómetros de Calama, cerca del camino a San Pedro de Atacama. Una cruz metálica se yergue, pero lo que más llama la atención es una cruz de peñascos irregulares que se extiende sobre el arenal. La cruz yace como un hombre con los brazos abiertos. Cada peñasco tiene un nombre correspondiente a los ejecutados políticos de Calama.

El crimen fue cometido el 19 de octubre de 1973 por la Caravana de la Muerte llegada en un helicóptero Puma al mando del general Sergio Arellano Stark. Mientras éste recorría la mina de Chuquicamata acompañado de sus oficiales, sacaron de la prisión a trabajadores detenidos por Carabineros como sospechosos sin cargos concretos. Se los llevaron para ser fusilados, cortados a corvo y diseminados en el desierto.

Eran trabajadores de DuPont, la planta de explosivos, y del mineral de Chuquicamata; un liceano, y un periodista y abogado: Carlos Berger Guralnik, nombre familiar. Una vez animó a sus colegas para participar en un grupo de estudio en su casa, por las mañanas. Reuniones antes de entrar en el trabajo, leer y comentar El Capital . Su cortesía era admirable. Servía bebidas en bonitos vasos de colores. Cuando sacó el título de abogado, Dora, su madre, invitó a la cena a todos los colegas para celebrar…

Pero son veintiséis piedras, veintiséis nombres.

Haroldo Cabrera… Hace cuarenta años, recién casado con la bosníaca Majda. Llegó a la casa de unos chilenos, en Eslovaquia. Eran casi unos muchachos. Andaban de luna de miel. Allí alojaron, salieron a pasear a orillas del Danubio. Una noche fueron a tomar vino verde anunciado en la cantina con una bola de hojas de pino o, tal vez, a la bodega de los Pequeños Franciscanos. Después, Majda en Sarajevo, por allá por 1975… Sus hijitos se negaban a hablar castellano. Días después del golpe, ella había perdido en el Estadio Nacional al que estaba por dar a luz. Torturada… Apenas dos seres tan diversos, cada uno con su propia luz.

Dos de veintiséis.

«Aquí se abrió la fosa común. Sacamos sesenta y una bolsas de huesos. Pero de todos no se pudo componer un solo esqueleto entero. De mi marido, sólo se halló la mandíbula… De Haroldo Cabrera se identificó un dedo que guardamos en un frasco de vidrio. Se hallaron unos pedacitos de piel como cáscaras de naranja resecas. Se han identificado restos de restos, correspondientes a trece hombres. Y son veintiséis».

Cielo sin nubes, un cielo que no conoce mariposas.

Mentira. Este no es el lugar común del paisaje lunar: es paisaje atacameño. Un implacable viento golpea la cara con esquirlas de arenisca, se mete en las orejas, revuelve el pelo. El viento es una marea perpetua que azota fustigando con finos granos de chusca. Su oleaje atenúa un sol incapaz de parpadear.

«Aquí estuvimos las mujeres paleando el desierto. Amontonamos las arenas resecas y día tras día fuimos dejando montículos calcinados. Ahí están».

¿Estás muy cansada?

«No somos cateadoras de ricos metales, no anduvimos rompiendo la costra para hallar salitre ni soñando panizos. Buscamos huesos. Los huesos de nuestros hombres. No sólo he dejado los zapatos, sino el alma buscando esos huesos. Hay que romper la costra dura, harnear la tierra… Aquí debe alzarse el memorial. Sueño con sembrar todo esto, convertirlo en un jardín con pimientos, unos bonitos cactos».

Mirar esa costra reseca, pura yesca, todos esos montones de arena y sentir que Violeta ayudó a levantar excavando… Cuesta imaginar una despeinada ramazón. Pero ella es capaz de sembrar pimientos y hacerlos crecer. Arbol del desierto, milagro de la vida, rosa pimienta.

¿Nunca tuviste miedo de empamparte?

«Ya estoy empampada. Para siempre. La pampa me llama. Sueño en la noche lugares donde podrían estar los huesos y no me siento contenta mientras no trato de descubrir ese lugar».

Para Violeta se secaron todos los pozos. Un eco grita por dentro: ¡Oh, empampada, agonía de la sal, murió tu ojo de agua! Mal de ausencia y de lejanía.

Pero, ¿qué lejanía si ignora la ubicación del amado lejano? Muerto porque dicen que lo mataron, porque hay testigos. No basta. Ella quiere palpar sus huesos, identificar sus huesos, comprobar sus huesos.

Mirarla es presentir su belleza juvenil. Treinta años no han desmerecido su silueta esbelta y ágil. Se adivina la perfección de sus huesos. Armonioso su rostro de pómulos salientes envuelto de piel arrugada, arrugas no tanto de años sino de sequedad e intemperie, de sol ardiente. Cuántas veces ha salido sin un yoqui, sin una chupalla que le proteja la cabeza.

Discúlpame el atrevimiento, pero ¿no ha habido otro hombre fuera de… ?

«Nunca volví a enamorarme. Ni siquiera lo pensaba, sumida en la indagación. Un día me di cuenta. Se me había pasado el tiempo y no me interesaba nada, sino hallarlos a todos».

En treinta años no ha sido envuelta por más abrazo que el de algún remolino de arena, la cola del diablo.

Los vas a hallar y vas a tener muchos intereses. Eres fresca como el agua.

«Pura agua vieja, espejismo de sales, agua del tiempo».

De repente, Violeta habla:

«Ya voy a cumplir treinta años aferrados a un solo empeño. Cuesta levantarse después de cada desilusión. Me pierdo en un norte sin norte. ¿Se dan cuenta? Se siente una paz… Sólo aquí hallo la paz verdadera. Cuando estoy muy cansada, a veces le digo a la Vicky: ‘¿Vamos?’. Y nos venimos para acá. A descansar no más».

Violeta ha sacado las flores calcinadas y las ha amontonado en un hueco. Claveles retostados se pulverizan al contacto. Flores artificiales se destiñen con los tallos clavados en vasos llenos de arena.

«Vamos a seguir buscando. Hay que cavar más hondo».

Empapados de silencio, regresa la pequeña caravana. Ya se divisa el oasis de Calama cuando un vehículo del Gope (Grupo de Operaciones Especiales de Carabineros) la detiene.

«Señora Violeta, la hemos estado buscando toda la mañana.

¿Qué pasó?

Un hallazgo. Vamos.

Yo tenía cuatro años para el golpe. No tengo nada que ver con lo que pasó…

¿Cómo los hallaron?

‘Cal’, pues. El rastreó».

«Cal», héroe de la jornada, descubridor de los restos, tiene las patitas erosionadas. Violeta acaricia al perro.

Al fin, adentrarse por el sendero. Ver tres montones de huesos tan blanqueados que se confunden con el suelo del desierto. Cae el sol a pique, cerca de las dos de la tarde. Impresiona un cráneo en toda su redondez, pero horadado: el agujero resultante de un impacto de bala. ¡Está perforado!

«Todos están perforados», dice el capitán Gerardo. Violeta se cruza los brazos en el pecho como si abrazara a un fantasma.

«Aquí estamos a cinco kilómetros de San Pedro de Atacama, en los sectores 1, 2, 3 y 4. Si se proyectan, llegamos a la fosa de la Quebrada de Los Buitres. Tuvimos que cuadrar esta zona para el rastreo. En el cuarto sector que se investiga y al interior de Topáter, hemos hecho el hallazgo».

¿Con quién estaba usted?

«Con un cabo de Carabineros más cinco trabajadores al servicio de los tribunales de justicia dirigidos por un contratista calameño. Y ‘Cal’, el ovejero alemán con adiestramiento para ubicar personas vivas y muertas».

Son cráneos, piezas dentales, costillas, vértebras, huesos largos de extremidades. La luz meridiana cae realzando los huesos opacos, borrándoles toda sombra.

Violeta, en cuclillas, toca amorosamente esos huesos; revisa un diente, lo acerca a una quijada. Sólo a ella, la única, se le ha permitido palpar los huesos. El capitán Gerardo dice que en medio de la búsqueda han ocurrido otros hallazgos: un deportista calameño desaparecido largos meses se halló en el fondo de una mina, asesinado; en otro lugar se descubrió un pampino al que le habían arrancado una pierna…

Desde la misma Quebrada de Los Buitres, llamar por celular a Santiago. Ubicar a un par de periodistas, contarles. Acogida más fría que si a las dos de esa tarde de noviembre de 2002 proclamara estar viendo un ovni. Nancy, lúcida, dice escueta: «Si llegara a salir, sería un par de líneas en algún diario… Esta no es noticia».

Tiempo después, volver donde Violeta: «La doctora Patricia, del Instituto Médico Legal se extrañó de lo bien conservados que estaban esos huesos, pero son de data muy antigua».

¿Y los cráneos perforados?

«Otros crímenes. Otros asesinados en otra época. Se pidió un juez especial. No lo obtuvimos. Vino el helicóptero. Encontraron varios terrenos removidos. Como buscar una aguja en un pajar. Vamos a proseguir al término del verano. Estoy muy agotada. Ha sido un año muy intenso y muy tenso. Ahora tenemos que prepararnos para octubre. Se cumplen treinta años. Aseguró su venida Víctor Manuel que creó Mujer de Calama y la canta con Ana Belén, su mujer. También vamos a arreglar la placa con los nombres de todos, en la plaza, tal vez quedaría bien en un monolito. Para lo que hay ahora, muy bajito, fuimos nosotras mismas a Toconao, a la cantera, a buscar piedras para este homenaje».

Tienes que reposar, tomarte unas vacaciones…

«Estoy muy cansada. Sin estómago… Me lo tuvieron que cortar. Hace poco estoy comiendo más normal. Por si fueran pocas las desgracias, me hicieron una transfusión y fui contaminada con el mal de Chagas. Pero voy saliendo adelante. El médico que me operó se ha portado muy bien… Necesito fuerza para hacer unos trabajitos».

¿Y tu pensión?

«No tengo pensión como viuda por no haberme casado. Así lo decidieron las compañeras de la Agrupación de Detenidos Desaparecidos en Santiago. Ellas velan por la legalidad, por los papeles. Se opusieron por no ser yo esposa legítima sino simple concubina. Pero no me importa, porque si para vivir me dieran esa plata, sería como sentirme pagada. Recibo setenta mil pesos por la enfermedad, no me alcanzan. Yo trabajo. Le lavo a una clínica dental, vendo cositas…».

Pero no has ejercido un derecho…

«¿Sabes? Alcanzamos a vivir juntos siete años y tres meses y días, decididos a no separarnos mientras nos amáramos. Yo lo amo igual…».

Violeta tiende una carta muy gastada, escrita con hermosa letra verde. Es de Mario, su enamorado, escrita el 14 de abril de 1963. Aún ella vivía en Santiago, pero él ya había venido a trabajar al norte. Le escribe: «Hace un frío que me congela hasta las palabras». A ella le confía todo, sus sueños, su disgusto con lo que está mal hecho, sus preocupaciones juveniles: «Siempre me pregunto ¿para qué habré nacido si no estoy conforme con nada? Cuando tenía quince años, creía tener el mundo en las manos… llego a la conclusión de que para poder vivir otra vida no hay que pensar tanto o uno es capaz de volverse loco…».

Violeta Berríos Aguila mira la foto desvaída. Se endulzan sus ojos color de olivinas. Dice que sus otras cartas las tiene guardadas por ahí. De repente, musita: «Me olvidé de mí misma…»

Publicado en «Punto Final», edición Nº 764, 17 de agosto, 2012

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