Recomiendo:
0

La humanidad y la peste

Fuentes: Rebelión

La naturaleza es una madre, pero una madre cruel. A menudo nos llegan catástrofes que subrayan la fragilidad de la vida humana. Por otro lado, es casi seguro que en sus inicios el género homo pudo haberse extinguido por causa de las enormes complicaciones biológicas, que aparecieron cuando los australopithecus comenzaron a caminar de pie sobre la tierra. Seguramente sea ése el precio que hay que pagar para desarrollar una cualidad tan especial cual es la conciencia humana. La solidaridad intraespecífica y el desarrollo de la razón posibilitaron la sobrevivencia del género homo, y posteriormente su elevación a la cúspide de los ecosistemas terrestres, ya plenamente conquistada por nuestra especie homo sapiens. Pero la naturaleza terrestre, con toda su belleza y sus prodigios maravillosos, no es un lugar confortable; solo la actividad continuada de transformación laboriosa del entorno terrestre, realizada por millares de generaciones, ha conseguido producir un hogar acogedor para los seres humanos a partir del agresivo mundo natural.

Y aun así, las catástrofes siguen llegando, en forma de terremotos, tsunamis, ciclones, tifones, incendios,… y pandemias. La peste es una vieja compañera de la humanidad, uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis, con la guerra, el hambre y la muerte, que siguen azotando a la humanidad a pesar de todos sus conocimientos y poderes. Al final de la Edad Media, en plena descomposición del feudalismo, las pestes asolaron el continente europeo y despertaron un sentido trágico para la fugacidad de la vida. Las danzas de la muerte recordaban al pueblo que la muerte es lo más democrático que hay, no perdona clases sociales ni ofrece privilegio alguno. Allegados son iguales los que viven por sus manos y los ricos, cantan las coplas de Jorge Manrique.

Una sociedad hedonista como es el capitalismo tardío del siglo XXI ha amanecido aterrorizada súbitamente por esa realidad incuestionable de la muerte. No tanto por el hecho de morir, ya que hoy ya casi nadie cree en las penas eternas del infierno. El desencadenante de ese miedo a la muerte es el crecimiento espantoso de las probabilidades de dejar de vivir antes de haber exprimido las delicias y los gozos de esta civilización opulenta; el pánico de no poder disfrutar los grandes placeres que el progreso y la riqueza económica nos proporcionan. Una civilización fundada en el consumo de masas, que, recordemos, está generando la destrucción misma de la vida en la Tierra.

En los últimos meses ardieron millones de hectáreas de bosque y selva en la Amazonía, África, Siberia, Alaska y por fin Australia. La situación desastrosa del medio ambiente augura un deterioro continuado y creciente de la biosfera terrestre por la acción humana. Nuestra especie se ha hecho ya demasiado fuerte, y como el aprendiz de brujo no sabe manejar las fuerzas que ha desatado. Se habla ya del antropoceno y de la sexta extinción masiva de especies vivas sobre la Tierra. El capitalismo es un sistema social donde se desarrolla el instinto de muerte sin barreras que lo contengan –en términos físicos, un orden social entrópico en grado superlativo-. El instinto de muerte sube desde dentro de la especie humana y arrasa todo lo vivo en la naturaleza. Es la muerte artificial de las máquinas creadas por el hombre que asolan el planeta.

Pero el coronavirus es la muerte que viene de afuera, la muerte natural que sirve a la vida natural en los ciclos cerrados del ecosistema terrestre. Es el aliviadero por el que fluye el sobrante de potencialidad humana. Y nos ha traído un regalo precioso: el recogimiento. La detención de esa trasiego sin objetivo ni fin, movimiento constante sin sentido de futuro, acción maquinal sin piedad ni compasión por los que sufren, como denunciaba García Lorca en la ciudad capitalista. Nos ha llegado la hora de la reflexión y de la conciencia, en el silencio del hogar encontrarnos con las verdades del corazón.

Superaremos, como especie fuerte y dominante que somos, la peste sin problemas; pero lo que nos queda por superar es nuestra propia miseria moral. En estos días de alarma social por el coronavirus puede haberse creado el inicio de una época trágica. Aparte de las muertes y daños causados por la epidemia, se agudizarán otros problemas económicos y políticos en la deteriorada sociedad española. Venimos arrastrando una crisis que probablemente se va a agravar en los próximos años.

Pues para combatir la peste tenemos que usar recursos extraordinarios y eso nos va a salir caro. Una nueva recesión económica, prevista desde hace un año, ya no podrá pararse: más paro, menos dinero en el mercado, peores condiciones de trabajo, más situaciones personales desesperadas, incremento de la deuda pública y privada,… ¿Cómo va a reaccionar la población ante el desastre económico que se anuncia? Las autoridades encargadas de mantener el orden público ya se están preparando para previsibles alteraciones de la convivencia social en las próximas semanas.

El coronavirus nos trae el recuerdo de la fragilidad humana y nos presenta el reto de recuperar nuestras virtudes ancestrales. Es un redoble de conciencia. Ha venido para ayudarnos a encontrarnos a nosotros mismos, como seres naturales hijos de la Tierra. Nos trae la necesaria austeridad, que nunca debimos abandonar. Y nos trae una lección: amemos la vida, más que las comodidades y los placeres artificiales de esta sociedad rica y obscena. ¡Ojalá sepamos aprender! Morir no es malo, decía Jean Valjean, protagonista de Los miserables. Lo malo es no vivir. Y no había tenido una vida fácil, que digamos.