Johannes Vermeer, Alegoría de la Pintura (1666), Kunsthistorisches Museum, Viena En la Alegoría de la pintura de Vermeer, la tela desenmascara su propia artificialidad: Vermeer refleja que la pintura no trata de imitar la realidad. Plasma el oculto proceso de creación contingente de conocimiento entre la exactitud -el mapa que sirve de fondo- y […]
Johannes Vermeer, Alegoría de la Pintura (1666), Kunsthistorisches Museum, Viena
En la Alegoría de la pintura de Vermeer, la tela desenmascara su propia artificialidad: Vermeer refleja que la pintura no trata de imitar la realidad. Plasma el oculto proceso de creación contingente de conocimiento entre la exactitud -el mapa que sirve de fondo- y la Verdad – el libro y el cuerno de la Fama que Clío, Diosa de la Historia, hija de Mnemosine, la memoria, sostiene casi dejándolo caer. Y el pintor se pinta a sí mismo mientras traza los pigmentos. Se distancia de la representación, de las pretensiones de exactitud, registro y Verdad para someter a examen lo que en ocasiones tomamos como naturaleza inmutable. Y Clío baja la mirada, se avergüenza y aparece desdibujada, difuminada.
Desgraciadamente, estamos inmersos en un ambiente cultural y pedagógico en el que impera la imitación pura, la reproducción de los modelos y visiones de mundo, tanto del presente como del pasado. La cultura del copiar-pegar anuncia la falta de reflexión -reflexividad- y la asunción tácita de lo que percibimos no con los ojos -no los utilizamos-, sino a través de ellos como advertía William Blake. No parece haber lugar para la crítica y sí para la propagación de homogeneidades en el pensamiento, en las prácticas, ni tan siquiera en los contextos educativos que más que formar seres pensantes parecen fabricar autómatas que repiten lo que se les dice.
Distanciación y desfamiliarización
Frente a la práctica teatral aristotélica, basada en la identificación entre actor y libreto, el dramaturgo Bertolt Brecht [i] concibió el contrapunto dialéctico bajo la forma de Verfremdung -distanciación. El actor se distancia de su personaje, pone en duda durante la representación las implicaciones morales del relato, sus contradicciones. Y también el público rompe con esa cuarta pared imaginaria que separa escenario y platea: puede intervenir, interrumpir, preguntar, criticar directamente la representación sin que exista una aquiescencia tácita entre lo representado y los espectadores. Se inscribe así la puesta en escena brechtiana en la lógica de la contingencia, de la ruptura de lo que se imita pasivamente, de la reproducción inmovilista y fatal -casi en sentido religioso, credo quia absurdum est de Tertuliano- de lo que se ve y se oye.
Aunque en raras ocasiones se haya puesto en práctica, y con resultados alejados de las intenciones capitales de Brecht, la distanciación nos remite a un problema que sigue presente -e incluso radicalizado podríamos decir- en nuestros días. Se trata de la recepción y de cómo los ciudadanos se limitan o no a reverberar lo que les llega a través de los corps intermédiaires de los que hablase Émile Durkheim: familia, escuela y hoy medios masivos y redes tecnológicas (Internet y redes móviles como WhatsApp).
En otras palabras, habría que aprender a «desfamiliarizar» el Lebenswelt de esos cuerpos intermediarios, tal y como describió el crítico formalista ruso Viktor Shklovsky y como podemos comprobar, a modo de ejemplo significativo, en la disparidad de percepciones en la sátira de Jonathan Swift Gulliver’s Travels. Shklovsky llamaba a este fenómeno de actitud crítica ostratenie. Peter Burke lo tomó como punto de partida para su Historia social del conocimiento: un tipo de distanciamiento que hace que lo familiar parezca extraño y lo natural arbitrario. Lo decisivo es que todos (escritor y lectores), al describir y analizar los sistemas cambiantes en el pasado, tomemos mayor conciencia del ‘sistema de conocimiento’ en que vivimos. Cuando alguien está instalado en un sistema, éste generalmente parece ser de ‘sentido común. Sólo por comparación puede llegar a verlo como uno de tantos sistemas [ii].
¿Nos limitamos a memorizar, interiorizar el texto del libreto y a difundirlo sin haberlo puesto en duda, sin distanciarnos de él, sin compararlo con otros? ¿Qué ocurre pongamos, con la educación? ¿Favorece la distanciación o se limita a premiar a aquellos estudiantes que vomiten mejor los contenidos -desde libros de texto a manuales universitarios o a los mensajes de medios informativos- que no han enjuiciado y refutado previamente? ¿Aprendemos a desfamiliarizar por medio del extrañamiento –ostratenie– lo que por parecer sentido común asumimos como inmutable y canónico?
Imitación y emulación
Es preciso aclarar lo que entendemos por imitación. Es obvio que, como reza el Eclesiastés, Nihil novum sub sole: la creación pura, ex nihilo puede ser una entelequia. Nada nace de la nada. Siempre nos basamos en las ideas de otros, en la tradición cultural, en nuestros contemporáneos y aunque genere ansiedad, estamos bajo la influencia de grandes o no tan grandes pensadores. Pero de la imitación pura, lo que es mera copia y reproducción de un original -o de otra copia sin original, como en el simulacro de Baudrillard-, pasamos a crear un universo imaginativo propio cuando malinterpretamos esos modelos, cuando añadimos algo que no estaba en origen, ya sean unas ideas distintas, una gramática diversa para reunirlas o un estilo diferente.
Para crear algo es preciso fracturar lo que ya es; recomponerlo de modo diferente. Romper. Destruir. La poesía es la discontinuidad, lo que se desvía -es un clinamen– de la repetición y proviene de la imaginación, que para Harold Bloom es malentender. Ahí radica la poiesis, en el sentido de creación, así como el miedo ante la expectación de ser inundado por la influencia de los demás:
El poeta está condenado a captar sus anhelos más profundos mediante la conciencia de los otros. El poema está dentro de él, aunque experimenta la vergüenza y el esplendor de ser encontrado por los poemas -los grandes poemas- que están fuera de él. Perder la libertad en este centro es no perdonar nunca y darse cuenta del temor de la autonomía perpetuamente amenazada [iii].
Cuando hay identidad entre pasado y presente, desde el momento en que la imitación es pura, caemos en la estirilidad de la continuidad y, por tanto, en la esclavitud de la idealización. En cambio, cuando a partir de los elementos precursores se procede a una interpretación creativa por parte del receptor, entramos en la fertilidad de la emulación. Es así que el historiador de la cultura Peter Burke hablaba de «apogeo del Renacimiento» [iv], entre los años 1490 y 1530: precisamente en el momento en el que los grandes maestros -Rafael, Miguel Ángel- no sólo conocen y entienden las reglas de composición de los clásicos antiguos, sino que pueden recombinar los elementos, interpretarlos de otra manera, añadir formas nuevas y con ello pasan de la imitación pura a la imitación creativa que se desvía fundamentalmente, antropológicamente del precursor: imitación y al tiempo rechazo del modelo.
El genio de los hombres reside en esa variación respecto a las corrientes imitativas, en la traición a los precursores, a lo ya establecido, a lo dicho, a los topoi -lugares comunes. Y no de otra manera puede entenderse todo pensamiento divergente, las miradas beligerantes así como la pluralidad ontológica que Gabriel Tarde, el pensador de la imitation, señalaba como el alfa y omega de todo lo humano: «Existir es diferir» [v]. Y a partir de ahí, el impulso imitador tiende a propagar de nuevo las variaciones como modelos que precisarán a su vez de nuevas traiciones, a conformar estructuras sociales repetitivas, ondulatorias. La imitación tiene en Tarde un sentido preciso: «Acción a distancia de una mente sobre otra, una acción que consiste en la reproducción casi fotográfica de un cliché cerebral en la placa sensible de otro cerebro» [vi].
El nihilismo del copiar-pegar
Pensemos en el papel de la educación en nuestros días en la «reproducción casi fotográfica de un cliché cerebral». Cuando hablo de cultura del copiar-pegar, no me refiero únicamente al hecho constatado de que estudiantes de diversos grados, desde secundaria hasta la educación universitaria, tengan por norma plagiar textos de la Red aplicando control+c y más tarde control+v, sin haberlos leído siquiera. El problema de la imitación pura excede los plagios en trabajos académicos que deberían incentivar la voz propia, el distanciamiento y la desfamiliarización. Se trata de la habituación a esquemas de pensamiento en los que, justamente, lo que está ausente es el propio pensamiento. Pensar, decía Brecht, es decir no. Oponerse. Dudar. Cuando a un ciudadano, a un estudiante se le pide la valoración de un libro y obtenemos por respuesta el calco a veces exacto de las ideas contenidas en una recensión que previamente ha memorizado, la lógica del copiar-pegar se ha trasladado del ordenador al cerebro.
Reconsideremos las conversaciones en las que ciudadanos anónimos defienden posturas políticas que coinciden exactamente con los discursos de políticos entrenados en las Public Relations, periodistas partisanos o aún peor tertulianos que también discurren sobre argumentarios absurdos. Misma lógica que aquella lacra de imitación pura y reconocimiento involuntario, inadvertido incluso de la incapacidad de pensar por uno mismo -quizás por vagancia, por comodidad; quizás porque nunca nadie nos ha mostrado que la desviación –clinamen– es lo que nos hace humanos, en sentido normativo al menos, y no elementos mecánicos en un sistema de influencias mutuas más o menos verticales u horizontales.
La imitación pura nos convierte en seres pasivos y obedientes respecto a lo que aceptamos sin discusión: nos transforma en consentidores tácitos de todo tipo de discurso y acción. Es la lógica de la deseducación, de lo contrario de la crítica que Foucault entendía como «arte de la inservidumbre voluntaria».
El amor a la nada, a la estasis. Pensó Apollinaire que cuando el hombre quiso imitar el andar, creó la rueda, en una desviación surrealista que no tenía relación alguna con el modelo. Sin traición a lo que existe, no habría innovación, ni creatividad ni transformación posible.
Decía Tarde en L’opinion et la foule que los diálogos entre iguales se nutren de los monólogos pronunciados por los superiores [vii], en tanto creemos que forjamos una opinión propia, un sentido del mundo personal, egocéntrico o incluso narcisista, pero sólo hacemos una cosa: imitar, reproducir, repetir como autómatas lo que dicta el libro de turno, la autoridad institucional o informal del momento; o incluso los portales de dudosa procedencia que aparecen en los primeros lugares cuando tecleamos una palabra en un motor de búsqueda en la Red. Fe ciega. Copiando y pegando el pensamiento de otros. Sin variación. Sin resistencia y sin traición. En otras palabras, una cultura sin poesía. Y como advertía con lucidez Pierre Bourdieu, sin subversión cognitiva es imposible la subversión política:
La subversión herética desencadena la posibilidad de cambiar el mundo social cambiando la representación de ese mundo que contribuye a su realidad o, en concreto, oponiendo una pre-visión paradójica, utopía, proyecto, programa, a la visión ordinaria que concibe el mundo social como mundo natural [viii].
Notas
[i] Brecht, Bertolt, Escritos sobre teatro, Alba, Barcelona, 2004.
[ii] Burke, Peter, Historia social del conocimiento: de Gutenberg a Diderot, Paidós, Barcelona, 2002, p. 12.
[iii] Bloom, Harold, La ansiedad de la influencia, Trotta, Madrid, 2009, p. 73.
[iv] Burke, Peter, El renacimiento europeo, Crítica, Madrid, 200, p. 10 y ss.
[v] Tarde, Gabriel, Monadologie et sociologie, Institut Synthélabo, Paris, 1999, p. 11.
[vi] Tarde, Gabriel, Les lois de l’imitation, Les empecheurs de penser en rond, Paris, 2001, p. 46. La traducción es mía.
[vii] Tarde, Gabriel, L’opinion et la foule, Éditions du Sandre, 2008, p. 82.
[viii] Bourdieu, Pierre, Langage et pouvoir symbolique, Seuil, Paris, 2001, p. 188.
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