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La indulgencias del Lutero católico al protestante

Fuentes: Rebelión

En este recordatorio de Martín Lutero, en su quinientos aniversario de su obra (las obras escritas por Lutero desde 1517 a 1530 suman 50) traigo a la consideración del lector aquel capítulo, el 11 del tomo 8 de la Historia criminal del cristianismo, que escribió KarlHeinz Deschner. «El credo del crédito». Horst Herrmann «…una verdadera […]

En este recordatorio de Martín Lutero, en su quinientos aniversario de su obra (las obras escritas por Lutero desde 1517 a 1530 suman 50) traigo a la consideración del lector aquel capítulo, el 11 del tomo 8 de la Historia criminal del cristianismo, que escribió KarlHeinz Deschner.

«El credo del crédito». Horst Herrmann

«…una verdadera neoformación históricodogmática»

Ya en la época de Jan Hus, el predecesor checo de Lutero, se colocaron en Praga grandes arcas para los donativos por las indulgencias y, en caso de no tener dinero en efectivo, se aceptaban también artículos de consumo. Ya mucho antes del debut de Lutero las indulgencias se había convertido en un negocio financiero, en una explotación de la masa creyente. Y no sólo quisieron beneficiarse de ello el clero, la curia romana, los obispos, los predicadores de indulgencias y confesores sino también los soberanos, los banqueros y agentes de cambio.

¿Qué son las indulgencias?

En el catolicismo de tradición latina -no en las Iglesias orientales- se distingue entre la culpa y el denominado castigo temporal por la culpa, es decir la pena. La culpa y la pena eterna se borran y cancelan en la confesión, en el sacramento de la penitencia. Pero curiosamente permanecen (¡como si ya todo no fuere lo suficientemente peregrino!) las penas temporales, que se deben expiar en la tierra o en el «purgatorio». Y por lo visto quedan para que puedan ser borradas o expiadas por las indulgencias; bien sea por la indulgencia plenaria, que condona toda pena o castigo temporal y por las indulgencias parciales, que perdonan una determinada dosis de esta pena o castigo. Si muriera alguien tras ganar una indulgencia plenaria iría «derecho al cielo, sin pasar por las llamas del purgatorio» (Beringer).

Pero esa suerte, por desgracia, no la tienen todos. De ahí que la madre Iglesia, en su constante preocupación por las almas, creara también la indulgencia parcial. El tiempo determinado en la indulgencia parcial no indica el tiempo a expiar en la tierra o en el purgatorio sino el tiempo que en la Alta Edad Media cargaba un penitente sobre sus espaldas para deshacerse de sus pecados. En cualquier caso la indulgencia, como recalcaba en el concilio Vaticano II en 1965 el patriarca y cardenal melquita, surgió por primera vez en la Edad Media y es únicamente un problema de la Iglesia romana.

Prescindimos de detalles a este respeto porque aquí, como tantas cosas en teología, todo se asienta en ficciones y fantasmagorías. Y aun cuando la Iglesia afirma que «Cristo» le ha concedido el poder de otorgar indulgencias, en el Nuevo Testamento no se dice nada sobre este tema. La indulgencia es, lo enmienda el Lexikon für Theologie und Kirche, «una verdadera neoformación históricodogmática», sobre la que, en palabras del teólogo evangélico Heinrich Bornkamm, los eruditos «no se han puesto de acuerdo hasta el día de hoy». Nada extraño, y es que el problema fiscal siempre ha sido para la Iglesia más interesante que el teológico, el «crédito» más importante que el «credo» como se mofa Horst Herrmann, quien encabezó atinadamente el capítulo correspondiente de su libro sobre Lutero con «El credo del crédito».

El mérito exigido por la indulgencia podía ser de naturaleza espiritual pero terminaban cada vez más en donativos materiales. El clero dispensaba la gracia, el creyente donaba el dinero.

Los papas promocionaron mediante indulgencias incluso sociedades crediticias, claro está las propias, los «Montes pietatis»; y como la adquisición del capital de explotación al principio resultaba difícil lo estimularon con la promesa de indulgencias por «donativos piadosos», así lo hicieron Pío II, Sixto IV, Inocencio VIII, Alejandro VI, Julio II y León X. Sobre todo bajo Sixto y León crecieron increíblemente las gracias de las indulgencias debido evidentemente a la carencia crónica de dinero.

El «fucarismo»

Al principio fueron los judíos los que en la Edad Media jugaron un papel especial en el negocio del dinero, en el de las transacciones monetarias, en el de valores, en el de negocios de banco, luego lombardos expertos, los Caorsini del Sur de Francia, los cambistas de Cahors y, finalmente, los florentinos y también los bancos de Siena, pero poco a poco los Fugger -junto a los Welser y a los Höchstetter una de las familias de comerciantes punteras de Augsburgo- fueron adquiriendo renombre e importancia en el mercado internacional de capitales, sobre todo en el sistema fiscal de los habsburgos y de la curia además de entre los dignatarios al norte de los Alpes.

Ya a finales del siglo XV los Fugger se contaban entre los agentes financieros más poderosos de los papas, quienes pronto les debieron grandes sumas de dinero. En 1476 el cardenal francés y príncipe obispo de Gurk, Raymund Peraudi, transfiere a Roma mediante Georg Fugger (Nuremberg) ingresos suecos por indulgencias. Peraudi, posteriormente comisario en asuntos de indulgencias y colector general en Francia, Alemania y Escandinavia tuvo muy pronto contactos con la empresa Fugger, extendiendo por encargo de Alejandro VI en Alemania la indulgencia jubilar del 5 de octubre de 1500. Una tercera parte de los ingresos pertenecían al cardenal pero en 1503 Maximiliano se quedó con la mayor parte. El emperador reclutó con agrado y entusiasmo por los objetivos eclesiales, como por ejemplo para una incursión contra los turcos (algo que él nunca emprendió), tratando de esconder y camuflar así los verdaderos planes. También el duque Jorge de Sajonia, de acuerdo con Maximiliano -su deudor- se embolsa por entonces 18.000 florines, dinero proveniente de indulgencias. Y lo mismo hacen otros soberanos cristianos por la cara y sin cumplidos. Cristian I, rey de Dinamarca, en 1455 y para «fines del imperio» se sirve de una caja llena de dinero de indulgencias en una sacristía de Roskild. Wladislao de Bohemia y Hungría cancela con los donativos del jubileo de 1500 sus deudas con los ciudadanos de Breslau. Y a veces se lleva a cabo un uso totalmente caprichoso con el dinero proveniente de fines penitenciales, de multas y destinado a las cruzadas con la autorización expresa de un papa, como la otorgada por León X al rey Francisco I de Francia.

En 1495 tiene lugar la fundación de una filial romana de los Fugger, siendo su gestor el primer año el clérigo florentino Jacopo de Doffis. Y pronto tanto el obispo de Schleswig como el arzobispo de Tarent van a ser clientes de los Fugger.

En el cambio de siglo Jacob Fugger, «el rico» -en 1514 adquiere el título de conde, pintado por Durero, al igual que su sucesor (desde 1525) Anton Fugger lo sería por Tiziano- consolida el poder económico de su empresa, alcanzando finalmente su cenit universal. Con un capital inicial de sólo 10.000 florines llega el capital de la sociedad a más de 1.800.000 florines. En el ínterin la empresa sofocó en Italia bancos locales, atrajo a su empresa a grandes clientes vaticanos de Alemania y se fue asentando a través de sus filiales de Cracovia en el Este europeo, así como en las zonas comerciales de Polonia y Hungría. Hacía tiempo que se habían desarrollado todo tipo de maneras de pagos, pagos de arquitectos, cartas de crédito para peregrinos a Roma, pasando por operaciones con cambistas, imposiciones a interés, préstamos a prelados importantes, préstamos por obligaciones de servicio y cargos comprados, hasta encargos bancarios político-militares como por ejemplo la recaudación del diezmo contra los turcos, los adelantos para una flota de guerra o los impuestos para el rearme de los Estados Pontificios.

Ya Alejandro IV se fue sirviendo en sus últimos años de gobierno de los Fugger, en 1501 Johannes Zink, un tipo muy ducho en los negocios, comenzó a representar a los Fugger en Roma. Zink al igual que Doffis era clérigo, pasó de ser magíster en la curia a conde palatino para terminar siendo de la camarilla del papa, pero sin dejar por eso de ser director de la filial romana de los Fugger. Por un lado amplió el ámbito de negocios hasta Inglaterra, Escandinavia y Finlandia, por otra impidió la actividad de los Welser en Roma, allí Christoph Welser anhelaba convertirse en protonotario pontificio y tesorero particular del papa. Zink, que poseía 32 canonjías demostrables, tenía tiempo todavía incluso para administrar en provecho propio servicios y dignidades de la Iglesia.

La intervención activa de Fugger fue fiscalizando más y más la denominada factoría de gracias, la empresa intentó monopolizar mediante centralización mercantil, al igual que en otros ámbitos como por ejemplo con el cobre, monopolio que les aportó una gran fortuna. «La mercancía seguía siendo para ellos mercancía. Y sólo los críticos previsores de la época entendieron que mediante la actividad de Zink la fiscalidad italiana se iba vertiendo y derramando en la idea comercial alemana y comenzó a inspirarle e insuflarle su inmoderación racional con formas nórdicas más robustas pero sin esa elegancia sureña» (von Pölnitz).

Tras la muerte de Alejandro VI siguió floreciendo el negocio de gracias bajo Julio II. La sociedad suaba desde inicio, a medida que iban creciendo las posibilidades para della Rovere, puso a disposición de sus votantes medios, y el nuevo papa reconoció el día de su elección una «deuda por el cónclave» con los Fugger de 2500 ducados. Y durante todo su pontificado le giraron dinero desde Alemania, en donde la mayoría de las diócesis eran clientes suyos, por ejemplo Toul, Verdun, Aquileia, Passau, Basilea, Salburgo, Augsburgo, Ratisbona, Speyer, Bamberg, Wurtzburgo, Fulda, Hildesheim, las ciudades anseáticas, Breslau, Leipzig, Meissen, Cracovia etc. Por lo visto Jacob Fugger se enorgullecía de haber intervenido en la provisión de algunos obispados hasta dos y tres veces y de haber hecho negocio de ello. En 1511 los suyos recaudaron la indulgencia jubilar para san Pedro también en Silesia, Hungría y Polonia. Y en lo que respecta a León X dice ya mucho el hecho de que Johannes Zink entre 1513 y 1521 le agradeciera no menos de 56 «suministros de gracia» otorgados ante notario.

Cuando menos una parte del alto clero estaba implicada también por intereses privados en el comercio de los Fugger y confiaban a la empresa en contra de todas las prohibiciones bíblicas y canónicas sumas más o menos importantes como créditos secretos. Asimismo y probablemente también especulaban allí «amplios círculos vaticanos» (von Pöltnitz). El cardenal Fazio Santorio, el principal entendido de la dataría en finanzas, figuraba entre estos clientes al igual que el arzobispo de Gran o el obispo de Breslau Johann Thurzo y su hermano, el prelado de Olmütz, en donde los Fugger podían abrir y vaciar con llaves propias las arcas de los donativos de las indulgencias.

Un jerarca, que se enriqueció especialmente a través de la empresa de Augsburgo fue el príncipe obispo de Brixen, el cardenal Melchior de Mekau. Muy confidencialmente invirtió en 1496 un capital a interés de 20.000 florines para que la empresa dispusiera a voluntad. Por lo visto satisfecho con el rendimiento el cardenal invirtió nuevamente en el banco de los Fugger. Y en marzo de 1509 su capital ascendía, sin descuentos, a 152.931 florines, ¡el propio capital comercial de la empresa exactamente un año ascendió sólo a 198.915 florines!

Pero los Fugger no sólo se liaron e imbricaron con el clero financiera sino también familiarmente.

El viejo Marx Fugger obtuvo del papa una canonjía. Y el joven Marx bajo Julio II, que operó a menudo en el Vaticano como protonotario y escribiente, poseía un arcedianado en Liegnitz, una canonjía en Wurtzburgo, dos parroquias en el obispado de Passau, obtuvo la prepositura de Passau, dos preposituras en Speyer y una en Bamberg, otra en Ratisbona y Augsburgo. También Jacob Fugger, el rico, siguió al principio la carrera sacerdotal en la diócesis de Herrieden. Y más tarde la familia colocó a un obispo en Constanza, a dos obispos en Ratisbona y claro está promocionó (a excepción del evangélico Ulrich II, el joven) la contrarreforma, sobre todo la de los jesuitas.

Indulgencias para vivos y muertos

Se dieron por tanto las transacciones más diversas entre el Vaticano y los Fugger y quien más se vio perjudicado en este comercio de indulgencias fue el gran público.

También se supo aprovechar de los más pobres, de las masas sin bienes y casi in dinero, cuando menos capitalizar su fuerza de trabajo en la erección de iglesias, sobre todo de las grandes como la ejecución de la catedral de Friburgo para la que vinieron trabajadores gratis incluso de zonas distantes. Obtenían las ansiadas gracias acarreando piedras y arena para la construcción de conventos o ayudando y participando incluso en domingos y días de fiesta en la construcción de fortalezas. Y en el 1503 se pudo ganar en el ducado de Braunschweig una indulgencia de 100 días incluso realizando trabajos totalmente profanos como el arreglo de calles.

Pronto los papas y obispos dispensaron indulgencias a manos llenas por cualquier cosa.

Por ejemplo por la participación en una procesión en Venecia con flagelación en público. O por pronunciar con respeto el nombre de Jesús y María. En 1514 otorgó el sínodo Laterano una indulgencia de diez años a todos los jueces y denunciantes de blasfemos. En 1287 los obispos alemanes concedieron una indulgencia a todos los que a los carmelitas (portadores de un nuevo hábito blanco) no les llamaran «los hermanos blancos» sino les siguieran llamando como siempre «hermanos de la mujer» (con esto, como se pudiera pensar, no se quería decir nada deshonesto, era por entonces una frase hecha decir: él putañea como un carmelita, lo que se quería decir era que tenían especial veneración por la virgen María).

Había indulgencias para quienes habían olvidado los pecados o sus penitencias, indulgencias para quienes habían quebrantado los votos, para perjuros, para bandoleros y ladrones (retentio rei alienae). Había indulgencias para madres que en la cama aplastaron a su hijo, para creyentes que contribuían a un nuevo misal o lo compraban. El obispo Rudolf de Wurtzburgo concedió por ello en 1481 una indulgencia de 40 días, oferta un tanto miserable (¡a los compradores de esta Historia criminal del cristianismo les concedo yo 40.000 años!).

Los hermanos arcabuceros de Leipzig en 1482, «movidos por un amor ardiente y el deseo de incrementar la alabanza y el servicio a Dios», donaron a la iglesia parroquial de san Nicolás 500 florines de oro renanos y obtendrían una indulgencia como las «hermanas» de la hermandad de rifles y ballesteros de la pequeña ciudad de Rufach del Alto Rin siempre que se «muestren realmente arrepentidos, se hayan confesado y entreguen su correspondiente dádiva santa, tantas veces y en la cantidad que lo hagan».

Bien dicho.

Quizá fueron éstas más cuantiosas desde que se ofreció también indulgencias para muertos, cuando los difuntos participaron en el negocio. Según la fe cristiana los muertos no están muertos, o están (la mayoría) en el infierno o están (los menos) en el cielo. Y tanto los unos como los otros están servidos para siempre. Pero quedaba el purgatorio, donde las pobres almas -¡quien sabe por cuanto tiempo!- expiaban su culpa por los días terrenales turbios, y a estos se les podía, se les debía y había que socorrerles.

Ya en el siglo XIII el clero propagó algo inusitado sobre las indulgencias para muertos.

Allí explica un franciscano inglés, en un libro de ejemplos para uso de predicadores, la compra de indulgencias por parte de un padre para su hijo recién fallecido. Paga mucho dinero y el hijo se le aparece a la noche siguiente envuelto en luz brillante y le anuncia: «Mediante las indulgencias, que has comprado para mí, he sido liberado del fuego del purgatorio y me dirijo ahora al cielo».

Fueron muchos los que le siguieron. Y Roma se manifestó de nuevo como una verdadera bendición para las pobres almas del purgatorio. El regidor de Nuremberg, Nikolaus Muffel, que desde 1455 se preocupó en la ciudad santa «con diligencia» de este fenómeno maravilloso, nombra ya más de quince iglesias y lugares donde se podía salvar del purgatorio a quienes gemían y padecían. Desde la capilla de san Práxedes proclama: «se dicen cinco misas por una alma en la capilla y ella se libra de todas las penas. De esto se tiene certificado y registro de que ha ocurrido». Por tanto no es extraño que ahora numerosos peregrinos emprendieran el costoso viaje a Roma para consuelo de las pobres almas.

Naturalmente que no todos podían viajar a Roma y allí, como Martín Lutero en 1510/1511 como «un santo loco», recorrer todas las iglesias y todas las criptas, creerse «aquella mentira como una casa» y lamentar de que por desgracia «mi padre y mi madre todavía vivieran porque de lo contrario yo les habría salvado con verdadero placer del purgatorio con mis misas…». No, sólo a los elegidos les estaba permitido el viaje a Roma, de modo que la madre Iglesia, eternamente preocupada por la salud de las almas, otorgó también las grandes gracias de otro modo. A las dominicas de Kirchheim en Württemberg el comisario de las indulgencias, Peraudi, nombrado cardenal en 1493 por sus méritos, vendió cinco bulas de indulgencias «que costaron más de 10 florines, pero pagamos a gusto, dio a conocer una monja, porque queríamos ayudar a las almas del purgatorio… Algunas hermanas compraron 200 almas, otras 100, 50 y más tarde pudo hacerlo cualquiera».

A mitades del siglo XIV comenzó a ser muy discutido teológicamente aquel rescate de las pobres almas del purgatorio, que se venía llevando a cabo desde hacía tiempo. Sin embargo a finales del siglo XV e inicios del XVI los papas Calixto III, Sixto IV, Inocencio VIII, Alejandro VI, Julio II y León X otorgaron verdaderas indulgencias por los difuntos.

La Iglesia católica, que sigue siendo muy amante de las indulgencias, todavía en el siglo XX siguió otorgando indulgencias por los vivos: a un clérigo, que se pone su sobrepelliz, que traza la señal de la cruz y recita una determinada oración 300 días de indulgencia. Quien besa el anillo del papa obtiene en el siglo de Einstein 300 días de indulgencia, quien besa el anillo de un cardenal 100 días, el de un obispo 50 días. Quien ruega: «¡Oh señor, consérvanos la fe!», 100 días por cada vez. Y quien al oír una blasfemia exclama: «¡Loado sea Dios!» 50 días de indulgencia cada vez. E incluso la sede apostólica otorga todavía indulgencias por las pobres almas del purgatorio -aun cuando su efecto es controvertido-. La eficiencia de la indulgencia para vivos sigue siendo «infalible» si bien «no se puede determinar si beneficia y en qué medida lo hace una indulgencia destinada a una pobre alma del purgatorio» (Jone).

Por lo demás…, se vitupera «la falta de crítica» en la Edad Media -¡quién la quería!-, se critica el frecuente y fácil otorgamiento de indulgencias, a veces en proporciones tan absurdas que provoca la mofa de humanistas «irreflexivos» (¡), se critican los resultados tan pobres ante promesas tan grandes, se critican las numerosas falsificaciones, sí, se critican defectos y carencias en lugar de tachar todo ello de absurdo, en vez de llamar al embuste embuste .

Avances en el engaño de las indulgencias y consecuencias

En la Baja Edad Media los tesoros de gracias fueron subiendo poco a poco; como las pequeñas ganancias de épocas anteriores ya no eran atractivas se incrementaron. Una oración por el rey de Francia, que a mitades del siglo XIII, bajo Inocencio IV, valía 10 días de indulgencia, bajo Clemente VI -es decir 100 años más tarde- valía 100 días. Sin duda todavía un acicate relativamente exiguo, pero que abría paso a un desarrollo inflacionario.

La concesión de indulgencias va unida sobre todo a la visita de numerosas iglesias. Y el legado pontificio Peraudi a inicios del siglo XVI otorga 100 días de indulgencia por cada una de las reliquias de la iglesia del castillo de Wittenberg -en esta iglesia había miles de reliquias- y el papa León X la elevó a 100 años por cada una. Y por cada reliquia de Halle otorgó él 4.000 años.

Pero todavía promete más un manuscrito de Berlín: «Quien recita esta oración al levantar el cuerpo de Cristo obtiene más indulgencias que la yerba que puede cortar un segador durante un día correspondiendo cada brizna a un año de indulgencia». Y aunque sea elevada una indulgencia, como aquella de 48.000 años de la iglesia de Sebastián de Roma, «nadie debe poner en duda la indulgencia que concede la digna Iglesia, porque quien duda peca grandemente» se afirmaba en el librito alemán de Roma.

De una indulgencia de pocos días con el paso del tiempo -en documentos verdaderos o falsos- se llega a indulgencias de 1000, 12.000, 48.000 e incluso a indulgencias de 158.790 y 186.093 años y más. Sobre una indulgencia de 600.000 años (sexcenta millia annorum), que se ganaba en la fiesta de todos los santos y por supuesto en Roma (en la iglesia de santa Bibiana), un experto católico moderno prefiere verla como «un error tipográfico». En un libro de oraciones inglés existe una indulgencia de 1.000.000 de años, y los libros de los santuarios de Wittenberg o Halle no se muestran menos generosos

Clérigos y monjes falsificaron en la Baja Edad Media una serie de bulas sobre las indulgencias, y la mayoría de estas falsificaciones las aprobaron los papas de los siglos XV y XVI. Según algunos expertos en teología las indulgencias falsificadas eran válidas aplicándoles el derecho consuetudinario.

A las gentes de entonces no les hubiera resaltado fácil distinguir entre indulgencias verdaderas y falsas, prescindiendo de que las unas fueran tan válidas o nulas como las otras. Se enfadan por el elevado costo de las mismas y todavía más ante la repetida anulación de las anteriores -sobre todo a partir del siglo XIII-, que ya se habían pagado. Y como ya no valían había que borrarlas del mercado y del tesoro de gracias, por lo que siempre se necesitaba nuevos documentos de indulgencia. De modo que se «suspende», se otorga de nuevo y se cobra otra vez.

¡Se habían otorgado ya numerosísimas indulgencias por las cruzadas! A partir del siglo XV se revocan (casi) todas las habidas hasta ahora y se prescriben nuevas. Pío II necesitaba dinero para la restauración de la basílica romana de San Marcos. Hizo que el obispo de Treviso buscara en su diócesis 100 personas, que por una indulgencia plenaria a la hora de la muerte aportara una suma de dinero considerable suspendiendo hasta la consecución de la cantidad todas las demás indulgencias. Sixto IV quiso reunir en el año del jubileo de 1475 en Rorg a muchísimos peregrinos para embolsarse una gran cantidad. Así que ya el 29 de agosto de 1473 suprimió todas las indulgencias plenarias a excepción de las de las iglesias de Roma. Inocencio VIII fue papa el 29 de agosto de 1484 -y el 30 de agosto de 1484 anuló (fuera de las indulgencias en el momento de la muerte) todas las indulgencias plenarias de su antecesor-. A quien quería de nuevo se las otorgaba con gusto pero debía pagar una vez más. E igual que Inocencio VIII procedieron Alejandro VI, Pío III, Julio II, León X y Adriano VI.

Las autoridades eclesiales callaron durante largo tiempo sobre este embuste, sólo algunos teólogos, en parte anónimos (¡) se quejaron. Sólo cuando el engaño fue haciéndose cada vez más público creció la rabia contra la práctica de los tesoreros, recaudadores de dinero y predicadores de indulgencias, que sin permiso papal o episcopal recaudaban dinero, falsificaban las disposiciones pontificias o episcopales, algo que sucedía continuamente desde España hasta Escandinavia, algo que no hubiera sucedido si el bajo clero hubiere aprendido del alto a hacer causa común con los tesoreros contra una parte de los recaudadores. Sólo cuando la venta de gracias fue tan burda y llevada a cabo con tanta frecuencia, cuando el negocio se desacreditó y el alto clero comenzó a temer por sus ingresos, fue cuando se comenzó a proceder en toda Europa contra los pequeños granujas.

Por supuesto que desde tiempos existió una práctica, muy apreciada en el catolicismo, de ante los escándalos difícilmente disimulables censurar al bajo clero, a los prelados inferiores para evitar que la mancha recayera sobre los estamentos superiores o más altos, incluso sobre el mismo papa, verdaderos nidos de corrupción. Por eso Hieronymus Emser, desde 1505 a 1511 en Dresde secretario y capellán mayor del duque Jorge de Sajonia acentúa que: «El abuso que ocurre no es del papa sino de los comisarios mezquinos, la culpa la tienen los monjes y curas que han hablado de ello con descaro y han predicado para su propio provecho y para su bolsillo hasta el extremo, han embrutecido y chabacanizado el tema poniendo el acento más en el dinero que en la confesión, en el arrepentimiento y en la aflicción, para lo que de ningún modo han recibido mandato alguno de su santidad el papa».

De cualquier modo ellos recibieron la orden estricta de los papas de proclamar y anunciar sus indulgencias. Se obligó a las comunidades bajo amenaza de castigo eclesial, «bajo pena de excomunión», como se dice en 1517 en Hildesheim, de contribuir a la publicación de las indulgencias. A menudo, a partir ya del siglo XIII, este día era fiesta en las parroquias, que se celebraba con gran boato, «con gran honorabilidad y reverencia».

Cuanto mayor fue el despilfarro y mayores las gracias menor fue su popularidad. Así en 1436 narra una crónica anónima una indulgencia a la delegación griega: «allí se repartieron los curas entre ellos y echaron a suertes en la posada de Basel, en el concilio, y se rieron de los legos». Y cuando en la primavera de 1518 los comisarios de indulgencias visitaron Breslau, el cabildo capitular pidió al obispo que no les autorizara porque se habían anunciado tantas indulgencias parecidas «que al pueblo les producía asco y se mofaba de las mismas». También en 1450 se alzó con la lectura de la indulgencia de Roma por el obispo de Augsburgo un «gran rumor entre el pueblo porque desde hacía tiempo que el hermano Bertold había predicado que: si alguien de Roma llamaba a la puerta había que cerrar la caja de caudales, y era algo que se tenía muy en cuenta a menudo»; a pesar de todo inmediatamente se depositaron 20.000 florines en la caja de la Iglesia. Precisamente en Augsburgo, la ciudad de los Fugger, cuya F. de 1510 a 1534 aparecía en las monedas romanas, se oía cada vez más mofa sobre la indulgencia como sangría a «la gente simple». Y se rumoreaba o se sabía que los dineros acumulados en la empresa servían a otros fines muy distintos de los que creían los expendedores.

Asó por ejemplo en el año 1506 hubo una indulgencia dotada con «elevadas gracias» para la nueva construcción del apóstol Pedro en Roma. Ella liberaba tanto a vivos como a muertos, cuya culpa había sido borrada en la confesión, de todas las penas temporales por sus pecados, de tener que hacer penitencia y del fuego del purgatorio. Pero el administrador pontificio de las indulgencias, por deseo propio, fue en sus provincias eclesiásticas y fuera de ellas además del príncipe elector Albrecht de Maguncia arzobispo de Maguncia, de Magdeburgo y administrador de Halberstadt. Sus altas dignidades eclesiásticas las adquirió en Roma y por eso debía a los Fugger 30.000 ducados. De modo que hipotecó a la sociedad de Augsburgo la mitad del dinero que entraba por indulgencias, de «la mercancía sagrada».

Lo que en aquel tiempo más escandalizó en Alemania del papado fue la práctica de las indulgencias. Por tanto apenas sorprende que Lutero -que censuró la explotación, la codicia romana por el dinero como «fucarismo»- se ocupara de ello. Venía criticando esa práctica desde 1516 pero encontró la colección de indulgencias de Wittenberg, los tesoros de reliquias de su soberano sajón del que él obtenía «la miserable clemencia» y suspendió su crítica pública. Y cuando la retomó pensó únicamente en descalificar teológicamente la doctrina de los predicadores de indulgencias de «Brandenburgo» para evitar, en un principio, cualquier colisión con la política de indulgencias de su soberano, de ahí que contemporáneos supongan a Federico el Sabio como el inspirador de las tesis de las indulgencias. En cualquier caso el 31 de octubre de 1517 Lutero envió las 95 tesis sobre la eficacia de las indulgencias a su ordinario, al obispo de Brandenburgo, al igual que a su metropolitano, el arzobispo Albrecht de Magdenburgo/Maguncia. Y Lutero, que rechazaba un ingreso sin trabajo, se opuso expresamente en varios escritos a los Fugger, que en la disputa de la religión que se desató, se posicionaron en pro del emperador y del catolicismo .

Las tesis sobre las indulgencias. Del «papa muy bueno» al «papa marrano»

Al principio el mismo Lutero reconoce públicamente la legitimidad de la indulgencia y se posiciona cada vez más claramente, a partir de 1516/17, únicamente en contra de su venta y del abuso. Ahora en las 95 tesis, tesis de discusión en las que se destaca una postura de Lutero marcadamente ambivalente, una posición ambigua frente al papado que en ocasiones va claramente más allá de la doctrina de las indulgencias explicada hasta ahora, niega su validez ante Dios, protesta «que por las indulgencias del papa el hombre se libre y salve de todo castigo» (per pape indulgentias hominem ab homini pena solui et saluari). Explica que una gran parte del pueblo es engañado forzosamente «mediante aquella promesa dada a bulto y de manera jactanciosa sobre la remisión del castigo», y enseña a su vez: «36. Cada cristiano, verdaderamente arrepentido, tiene derecho a la condonación total de culpa y castigo también sin bula» (habet remissionen plenariam a pena et culpa, etiam sine literis veniarum sibi debitam).

Pero Lutero ataca mucho más a los heraldos y pregoneros de las indulgencias que a León X, a quien llega a denominarle incluso «un muy buen papa», «cuya integridad y erudición entusiasma a todo buen oído». Es cierto que se enfada: «¿Por qué el papa, que hoy es más rico que el riquísimo Craso, al menos no edifica una iglesia de san Pedro con su dinero propio en lugar de con el dinero de los creyentes pobres?». Pero escribe también: «Si el papa supiera los métodos chantajistas de los predicadores de indulgencias preferiría ver la iglesia de Pedro reducida a cenizas que construida con la piel, carne y huesos de sus ovejas». O «Si la indulgencia se predicara conforme al espíritu y manera de pensar del papa se disiparían todas estas (objeciones), no existirían» (facile illa omnia soluerentur, immo non essent).

En sus primeros escritos (fuera de algunos pocos) Lutero se posiciona frente al papa muy positivamente y todavía en 1545 -ante de las disputas de las indulgencias- atestigua «haber sido un monje fanático y un papista muy insensato, un hombre que, como confiesa en 1538, estaba enormemente fascinado con el nombre del papa y le contemplaba como un instrumento del santo espíritu.

Todavía en otoño de 1517 aparece Lutero en la tesis 81 dispuesto «a proteger la autoridad del papa de la crítica malévola o incluso de la preguntas puntillosas de los laicos». Y todavía en el mismo año escribe al propio León X que él no puede desmentir pero quiere oír la voz del papa «como la voz de Cristo, que en él preside y habla». Sí, afirma: «¡Reanímame, mátame, llámame, hazme volver, confírmame, arrójame, haz como te agrade!»

Mientras tanto el espíritu dubitativo, el hombre de increíbles contradicciones y antagonismos fue rápidamente despertándose y guiado por su temperamento fogoso irritándose cada vez más y presentando al mundo algunos escritos, primero distribuyendo entre la gente y en alemán «Un sermón sobre la indulgencia y la gracia» y, casi al mismo tiempo, en latín entre el grupo de sabios «Resolutiones disputationis de virtute indulgentiarum«. Y en estos ataques vehementes contra la indulgencia se percibe también ya la nueva doctrina de fe y gracia. En el escrito a León X él quería oír su voz como la de Cristo y, sin embargo, en las Resoluciones explicaba que no le impresionaba en absoluto que le gustara o no al papa. El papa «es un hombre como los demás. Ha habido papas a quienes no sólo se consintieron errores y vicios sino también monstruosidades (monstra). Escucho al papa como papa, es decir cuando se expresa en las leyes de la Iglesia y conforme a las mismas o decide con el concilio, pero no cuando dice lo que le viene en gana».

Todavía sostiene en septiembre de 1519, en la dedicatoria del Comentario de la carta a los gálatas, amar profundamente no sólo a la Iglesia romana sino a toda la Iglesia de Cristo, asegura claramente que este amor le prohíbe separarse de Roma, denomina al papa «vicario de Cristo». Pero ya el 24 de febrero de 1520, tras la lectura de la edición de Hutten sobre la Donación constantiniana de Laurentius Valla, escribe que «casi no tiene duda» de que el papa sea al anticristo esperado. En este año se da la ruptura definitiva con Roma.

A partir de ahora el reformador -sin duda uno de los mayores creadores de la lengua alemana superando a cualquier representante del «grobianismus» de su tiempo – habla de otra manera sobre los santos padres, si bien el tono no es en principio nuevo sí recuerda con más viveza la cordialidad con la que los cristianos, los apóstoles, los padres de la Iglesia y obispos en la antigüedad y en el Nuevo Testamento expresaban su amor al prójimo.

En adelante y hasta el fin de su vida el «vicario de Cristo» es para Lutero un hombre, que «incita a todo lo malo», «poseído por el demonio», «un blasfemo desesperado y demonio idólatra», «obispo del demonio y el demonio mismo», «un demonio disfrazado y carnal, incluso «la mierda que el demonio cagó en la Iglesia». Insulta al papa, todavía en 1518 para él «la voz de Cristo», llamándole «jodido», «ladrón», «monstruo», «rey de los ratones», «animal», «fiera», «dragón y dragón del infierno», «bestia de la tierra», le ultraja como «monstruo pestilente, «saco de larvas maloliente y enfermo, «burro», «marrano». Los animales caseros desde burro a cerdo «están casi todos representados en su catálogo de insultos» (Mühlpfordt) y el de cerdo o marrano en su inventario de insultos resulta muy familiar, la descripción preferida en la calificación del enemigo -el doctor Eck figura como «rincón del puerco» (jugando con Eck = rincón, Saueck), el duque Jorge como el «puerco de Dresde», los padres conciliares de Constanza son en general «cerdos» etc.. Lutero denomina no sólo al papado, sino también «a los obispados, cabildos, conventos, escuelas mayores con toda su clerecía, frailería, monjería, misas y oficios divinos como sectas del demonio frívolamente condenadas», sobre todo al papado como «la bestialidad más venenosa del demonio supremo» y a Roma «una morada de dragones, vivienda de todos los espíritus impuros», «llena de ídolos mezquinos, de perjuros, apóstatas, sodomitas, priapistas, asesinos, simoníacos y de otros horrores inenarrables».

Ya en 1520 él estaba convencido y sería difícil que se equivocara «que el papa y los cardenales no creen en nada». «¿Qué le importa al papa la oración y la palabra de Dios? Tiene que servir a su dios, al demonio. Pero esto no es lo peor… Lo más indigno de todo es que quiere tener autoridad y poder para imponer leyes y artículos de fe… Él brama como poseso e imbuido por el demonio… Y es que el demonio, que ha fundado el papado, es quien habla y hace todo a través del papa y de la sede romana».

Uno piensa que difícilmente podía insultar más de lo que había hecho y sin embargo al final de su vida en el libelo «Contra el papado de Roma, instituido por el demonio» colma al «representante de Cristo» de modo muy evangélicamente cristiano con improperios y más improperios como «la cabeza de las iglesias réprobas y de los muchachos más indignos sobre la tierra, como un vicario del demonio, un enemigo de Dios, un adversario de Cristo y turbador de la Iglesia de Cristo, un maestro de todas las mentiras, de todas las blasfemias e idolatrías, un ladrón de la primigenia Iglesia y sisador de iglesias…, un asesino de los reyes y atizador a todo tipo de derramamiento de sangre; un patrón de burdel dueño de todos los burdeles y de todos lo incestos, un anticristo, un hombre del pecado e hijo de la perdición, un auténtico oso-lobo», y anhela de nuevo con toda la pasión evangélica que se debería «agarrar al papa, a los cardenales y a toda esa canalla de idolatría y santidad pontificia, arrancarles la lengua y clavarles en el patíbulo…» .

Nosotros a veces trataremos someramente la pendencia y disputa, que ahora se inicia entre los viejos y nuevos creyentes y que poco a poco va saliéndose de madre, la ola de polémicas, de misivas, profecías, utopías, panfletos y hojas volantes, pero no analizaremos sino que observaremos desde la distancia la época de la Reforma que comienza -una caracterización marcada en 1697 por Veit Ludwig von Seckendorff, dada a conocer por la «Deutsche Geschichte im Zeitalter der Reformation» (1839/1843) de Ranke. Y menos aún observaremos de cerca cronológicamente la vida del mismo reformador: la carrera de derecho interrumpida bruscamente («fulmen Dei», «voz de Dios»), el ingreso -tras un rayo a su lado- en el convento de agustinos eremitas de Erfurt, el más riguroso en 1505 de los seis conventos de allí; el viaje a Roma, todavía sin escándalo en 1510; la cátedra de exégesis bíblica (conservada de por vida) en 1512 en Wittenberg.

Lutero seguirá todavía en los próximos años siendo un desconocido en el mundo. Tras la disputa de las indulgencias desatada en 1516 comienza en 1518 el proceso romano por sospecha de herejía, tiene lugar tras la Dieta de Augsburgo el interrogatorio (que se abrió con el tema de las indulgencias) por el legado cardenal Cayetano, a quien se le confía la causa Lutheri y la negativa a retractarse. Acontece en el verano de 1519 en el Pleissenburg de Leipzig la disputa con Johannes Eck de Ingolstadt, teológicamente el enemigo más correoso de Lutero. En 1520 Eck en persona trae de Roma la bula de amenaza de excomunión «Exurge Domine» con el entrecomillado de 41 «Errores Martini Lutheri«, que «ofenden los oídos píos y seducen a los espíritus sencillos», y que Lutero (comparado con un «jabalí salvaje de monte», con una «fiera salvaje») la da a conocer con gran efecto publicitario como una falsificación de Eck y en el mismo año, el 10 de diciembre, la quema públicamente en el desolladero de Wittelsberg juntamente con algunos tratados escolásticos, con libros del derecho canónico vigentes en el imperio así como con una docena de escritos de sus contrincantes Eck y Emser. «¡Vaya osadía la de este monje sarnoso!», exclamó un colega de Lutero del sector de los juristas, como se conoce una especie poco valorada por él, tildada de «verdugos» y «charlatanes», en general de «servidores del papa» y «malos cristianos». Y al día siguiente explica Lutero que no es suficiente la quema de libros, que es necesario quemar al papa, es decir, la Santa Sede.

Tras largo titubeo el 3 de enero de 1521 se produce la excomunión por León X con la bula «Decet Romanum Pontificem», la proscripción imperial, el edicto de Worms, al regreso de Worms el secuestro simulado por el príncipe elector Federico el Sabio en Watburg, donde Lutero camuflado de «el hidalgo Jörg» produce su «opus propium», su gran obra literaria relativizada con frecuencia por la investigación moderna, la que le coloca -claro está todavía más su obra de escritos polémicos a la que él mismo contempla como una parte esencial de su obra- como conformador del lenguaje junto a Goethe y Nietzsche, hace la traducción del Nuevo Testamento al alemán no de la Vulgata latina, usada hasta ahora, sino del griego, como diría en 1527 el duque católico Georg de Sajonia «una traducción encorchada (verkorter)» de Lutero .

Aquí no vamos a discutir (como generalmente) sobre la teología de Lutero, que como se sabe comienza con su angustia de no satisfacer a Dios, con su búsqueda angustiosa, casi patológica de un Dios misericordioso, que comienza con el problema cómo él, pecador, puede mostrarse justo ante el tribunal de Dios. Aun cuando conceptos como «pecador», «Dios», «juicio» (o las fórmulas «sola fide», «sola gratia», «solus Christus») en este contexto (y en general) nos dijeran algo que no concierne a nuestro círculo de temas, todo lo más conducirían a la demostración de que allí sólo se opera con lo desconocido, que allí se enseña al mundo y a él mismo, al inmensamente cautivo de su delirio pecaminoso, al a menudo visitado por un demonio, que una X debe ser una U, algo indemostrable, pero que para muchos constituye sin embargo su «mayor mérito, el que queda» (Tannenberg!).

Naturalmente que tampoco nos preocupa la «famosa» teoría de Lutero de los dos reinos expuesta en 1523 en su escrito «De la autoridad mundana«, un artificio teológico tan viejo como burdo (casi demasiado tosco como para seguir nombrándolo), su diferenciar riguroso entre régimen espiritual y mundano, entre «asuntos divinos y temas políticos» pero también entre otras relaciones de dependencia del cristianismo que se hallan indisolublemente unidas, coordinadas entre sí. Estas confrontaciones dualistas mutatis mutandis, es decir situándolas en su tiempo, se dan ya en el Antiguo Testamento, en Pablo, en Agustín, aquí se enmarca la doctrina del medioevo de las dos espadas. Y esta distinción, que no es una separación, se da también en los ámbitos del «homo interior» y el «exterior». Y lo mismo en Agustín que en Lutero es «fuerte e incondicional» pero a la vez invisible e «inestable y fluctuante» (H. Bornkamm), es decir fantástico para teólogos en donde se exige revolotear en su alrededor, un terreno ideal, interpretable de muy distinta manera dependiendo de la circunstancia y oportunidad. Cuando entre los fascistas y no por casualidad encontró acomodo el concepto de la teoría de los dos reinos los luteranos alemanes rechazaron, basándose en ella, oponerse a Hitler, sin embargo los cristianos noruegos y daneses su rechazo lo fundamentaron precisamente en la teoría de los dos reinos. En USA con ayuda de la teoría de los dos reinos se defendió tanto la esclavitud como la lucha por la libertad de la black community, de la comunidad negra.

Lo que a nosotros nos interesa es únicamente el aspecto criminal, es decir el aspecto predominante, capital en la inmundicia sangrienta de la historia sin reducción alguna. Y aquí nos centramos en cuatro puntos fundamentales, en la satanización demagógico-agitadora por parte de Lutero de los campesinos, de los «herejes», de las brujas y de los judíos. Cada acontecimiento resulta igualmente inhumano y atroz, pero quizá el más fatal por las consecuencias históricas sea la represión de los más pobres.

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