Muy circunspectamente, porque ya se sabe cuán exagerados podemos ser los humanos, podríamos conceder que la interpretación dada a cierta colección de hechos relacionados con los antiguos griegos hace admisible la afirmación de que tenían la inveterada costumbre de analizar todo cuanto concitara la curiosidad de su inquieto escrutinio intelectivo. (No podemos estar muy seguros […]
Muy circunspectamente, porque ya se sabe cuán exagerados podemos ser los humanos, podríamos conceder que la interpretación dada a cierta colección de hechos relacionados con los antiguos griegos hace admisible la afirmación de que tenían la inveterada costumbre de analizar todo cuanto concitara la curiosidad de su inquieto escrutinio intelectivo. (No podemos estar muy seguros de que otros pueblos antiguos no fueran igualmente curiosos, porque sus huellas fueron más delebles… Con todo, alguna razón ha de justificar la importancia de los griegos para el Occidente actual).
De hecho la palabra «análisis» es de origen griego (ἀνάλυσις), y la primera acepción que ofrece el diccionario de la RAE es «Distinción y separación de las partes de un todo hasta llegar a conocer sus principios o elementos«, como confirma el análisis de la raíz αναλυειν [soltar], proveniente de λυειν [aflojar, desanudar, desatar, desenganchar, etc.].
Esa costumbre analítica de los griegos antiguos tal vez proviniera del descubrimiento que hicieron los fenicios de la composición sonora de las sílabas que formaban las palabras en su lengua: en contra de lo que pensaban entonces los restantes habitantes de la zona, la unidad silábica de cada palabra podía descomponerse (analizarse) en sonidos más simples. Parece que a los griegos les gustó tanto ese descubrimiento que aceptaron una sucesión de letras aproximadamente similar a la fenicia y la llamaron con los nombres de sus dos primeros signos lingüísticos, «alfa-beta», en tanto los vecinos de la región que tuvieron un comportamiento filológico más cauto aún conservan sus conjuntos silábicos, contradictoriamente llamados también en español «alfabetos silábicos».
Con seguridad no lo hicieron solos, pero se acepta que aquellos griegos, apasionados con el procedimiento de desmenuzarlo todo, desarmaron mentalmente cuanta figura contemplaban y llegaron al plano, después a la recta y finalmente al punto. (Tras imaginar un camino compuesto de infinitas «nadas», enfrentaron la paradoja de «Aquiles y la tortuga».) El desguace conceptual llegó al punto que Demócrito de Abdera consideró prudente aventurar la existencia de un límite, algo que no se pudiera τεμνειν [cortar], esto es, que no pudiera ser τομοσ [cortado], es decir que fuera ατομοσ [indivisible]. (Difícilmente el discípulo de Leucipo pudiera imaginar la enorme trascendencia que tendrían sus «átomos» para la posteridad, aunque ella se haya encargado de descuartizarlos debidamente.)
Cuando los griegos (antiguos), fieles a sí, concentraron sus capacidades analíticas en la sociedad, implantaron cierto orden en el «esclavismo doméstico» imperante entonces en el mediterráneo «barrio» (del árabe hispánico bárri [exterior], y este del árabe clásico barrī [salvaje]), donde los campesinos eran alfareros, maestros de sus hijos, comerciantes y guerreros. (Las jefaturas y cargos eclesiásticos no eran parte de ese tradicional «multioficio arqueológico».) Los griegos encontraron más razonable que cada cual se especializara. A partir de ese instante surgieron los filósofos y los pedagogos profesionales, quienes -para horror ético de Sócrates, persona bastante cuerda y, consecuentemente, redomado defensor del copyleft– cobraban por enseñar. Los esclavos festivamente transitaron de «humanos desdichados sometidos a servidumbre» a la condición francamente no-humana de «aperos parlantes».
Tal aproximación a la solución de sus problemas ofreció a los griegos muchas ventajas utilitarias, por lo que los atenienses diseñaron un sistema político (vale decir, de decisión de asuntos concernientes a la polis) que permitiera a todas las personas opinar, e impidiera de paso las tiranías o los regímenes de una sola voz (según la raíz literal frigia o lidia del término τυραννθσ).
Aunque teóricamente, ante un asunto público, pudieran aparecer tantas variables de acción como opinantes tenga una población numerosa, eso nunca ocurre, porque las limitantes eventuales siempre reducen significativamente el universo de soluciones. Por ese motivo, es fácil suponer que, para validar sus fines, los atenienses se vieran fortuitamente politizados, o sea, unieran fuerzas en torno a una u otra propuesta. Con todo, sus alianzas políticas eran temporales, debido a la estructura de su propia sociedad, donde solo opinaban los ciudadanos (los restantes no eran personas). O sea, al ser la democracia ateniense en verdad el poder de una sola clase, los individuos se coligaban por temas.
En la república romana sí había diferentes clases con participación ciudadana, porque las treinta curias que originalmente se asentaron en la ciudad, compuestas por los patres de las familias primitivas, formaron una clase aristocrática (los patricii) que reivindicó para sí -y obtuvo- numerosos privilegios. Como una sociedad no se compone únicamente de «jefes», Roma creció con el advenimiento de los qui gentem non habent [los que no poseen gens], brevemente, los plebeyos. En busca de reivindicaciones políticas, los plebeyos (integrados además por proletarii, los pobladores más pobres de Roma) se vieron obligados a unirse contra los patricios y a elegir un representante que hablara por todos: el tribuno de la plebe.
Las coaliciones políticas de la Roma republicana sí eran muy sólidas, porque representaban clases sociales bien definidas.
Como puede colegirse sin dificultades, los partidos políticos desaparecieron -o se hicieron invisibles- durante el imperio romano.
En la Edad Tenebrosa, mientras las mentes eran absorbidas plenamente por el misticismo cristiano, Occidente era fácilmente dominado por férreas monarquías: los difidentes, contestatarios y perturbadores políticos terminaban alimentando coloridas piras inquisitoriales.
Semejante contexto comenzó a cambiar con la llegada de la pujante burguesía al escenario político. Así, a finales del siglo XVII, la sociedad inglesa enfrentó un entorno general muy parecido al de la antigua república romana: los aristócratas, claros sustentadores de la monarquía, se agruparon en torno a los Tories, mientras la burguesía naciente, propulsora del parlamentarismo, formó los Whigs. Una vez más los partidos políticos representaron intereses de clases sociales, como era de esperar, porque para eso surgen espontáneamente, acuciados por las circunstancias.
El capitalismo introdujo en la arena política un sujeto social desconocido hasta entonces: los trabajadores asalariados.
II
No caben dudas que el capitalismo es un intento más por resolver el problema humano, proveniente -según se acepta- de nuestras capacidades autorreflexivas o autoconscientes, razón por la cual debemos encontrar un sentido a nuestras vidas, sin dejar de alimentar y proteger nuestros cuerpos, para no vernos obligados a permanecer sentados en espera de la inevitable -y no oculta- llegada de la muerte.
El llamado problema humano surgió, naturalmente, con nuestros primeros antepasados, cuando la supervivencia de la especie no era un hecho consumado. Para imponerse sobre el entorno y modificarlo a su conveniencia, las personas se socializaron, a fin de aprehenderlo y someterlo con su intelecto. Por mucho tiempo, bien se comprende, la posesión de excedentes materiales fue conditio sine qua non de viabilidad, por lo que la acumulación de bienes materiales -y de conocimientos, en menor grado de importancia social, según fuera su relación directa con la superación de dificultades- era la tarea principal del grupo social de referencia.
Obligados por las exigencias y rigores de la subsistencia, la conducta social de cumulación material se hizo socialmente compulsiva. Así, las clases en que se vieron divididos eventualmente los grupos sociales -no sobre la base de una inequidad ontológica de los seres humanos (no existe tal), sino como resultado de la discordancia entre la estrechez de la realización física concreta de la infinitud del continente material que nos rodea y la enormidad de las potencialidades humanas- han repetido por mucho tiempo ese comportamiento, en la creencia de que el disfrute clasista y parcelado de la abundancia permite a sus tributarios la solución automática e individual del problema humano.
La experiencia vivida por la humanidad demuestra la absurdidad de semejante hipótesis: siendo la solución del problema humano un asunto estrictamente individual (nadie puede dictar a otro cuál es el sentido de la existencia de ese otro), no existe un camino individual que conduzca a su solución. En otras palabras, o contamos todos con los recursos materiales (culturales, espirituales, cognitivos) que nos coloque en posición y disposición de encararlo y eventualmente resolverlo, o no lo consigue nadie totalmente: ser el propietario de un flamante BMW no ennoblece ni civiliza las calles que recorremos, solo «satisface» las apetencias de un ego muy constreñido (diríase, un eguitito), deforme y pernicioso.
El capitalismo hereda de los regímenes precedentes el enfoque del problema humano y la propuesta de solución, sin aportar variantes significativamente novedosas, salvo lo concerniente a la ampliación numérica -respecto a los sistemas sociales anteriores- de la clase privilegiada, las modificaciones formales que han introducido los frutos de la revolución científico-técnica en las perspectivas y aproximaciones puntuales a la realidad, y las vías de acceso a la clase dominante: ya no se requiere linaje ni gens, solamente dinero.
A pesar de que la vida humana, incluso la vida social, es muy anterior a la existencia del dinero, el capitalismo está condenado a monetizar todo cuanto comprende en su seno: entes individuales, procesos, relaciones humanas, fenómenos, ideas, obras, teorías, artículos, objetos, actos, empeños, todo, absolutamente todo. Esa es su naturaleza íntima, y de eso depende su perdurabilidad y desenvolvimiento, porque parte de la hipótesis de que la principal fuerza motriz de las sociedades es la codicia. Los corolarios de semejante presupuesto son que las personas viven para poseer y que alcanzan la felicidad en el exceso.
El conjunto de todas esas «traducciones» monetarias forma una suerte de «universo virtual» que pende sobre las existencias de las personas. Bajo semejante cúpula, los seres humanos se mueven sin apartar sus ojos del «techo», para comprobar cuánto les reporta (o resta) cada movida. En ese «espacio de extravíos mercantiles» adquieren sentido enunciados tan absurdos como los de la siguiente colección: «toda persona tiene su precio»; «el dinero lo compra todo»; «el dinero no es lo más importante de la vida, pero sin él la vida no vale nada»; «sin dinero no se puede vivir», etc.
La lógica interna de una sociedad agudamente dividida en clases, como las que forja el capitalismo, hace pues del partidismo pro-capitalista -la agrupación clasista de individuos que luchan por prebendas económicas y sociales, bajo perspectivas políticas- una necesidad de su estabilidad y viabilidad: como demuestran las experiencias de las dictaduras y autocracias, no se puede extorsionar un cuantioso grupo de personas, constantemente y por un período prolongado de tiempo, sin evitar que proteste, se resista y finalmente se subleve.
Otra de las muchas aberraciones del capitalismo es su artificioso sistema jurídico. En él se «autentica» no a las personas humanas concretas, sino a la virtualidad de sus relaciones: después de transformarlo todo en mercancía y despojar a los seres humanos de sus derechos más elementales, divide la prístina y sencilla libertad de ser, por ejemplo, y convierte las «libertades» así obtenidas de fundamento iniciático para cualquier propósito en meta social. El simple acto natural, inevitable e ingenuo de decir lo que uno piensa, por ejemplo, se trastoca en «un derecho», lo cual significa en propiedad que hay alguna preocupación o sospecha acerca de lo que se dice.
Las personas plenamente supeditadas a la ideología dominante (las que aceptan la unicidad y validez de las aproximaciones clasistas a la solución del problema humano), en lucha por obtener la mayor cantidad de prebendas posibles, buscan unirse no solo sobre la base de la clase de pertenencia, sino siguiendo determinados patrones distintivos. Así, hay partidos étnicos, ideológicos, por afinidades religiosas, por esferas de trabajo, por intereses culturales, etc.
Esa atomización social -además de convertirse, como todo, en una mercancía- constituye un poderoso instrumento de dominación de los estratos dominantes.
Como se infiere sin dificultades, el propósito de los partidos políticos pro-capitalistas del capitalismo no rebasa el objetivo de obtener posiciones más favorables respecto a los engranajes sociales de distribución de los bienes materiales socialmente producidos, en beneficio de las clases que representan. Tan semejantes entre sí, tan artificial resulta a veces el proceso de su formación, que existen naciones de criollo sentido del humor en que se acude a los colores como elemento diferenciador: hay partidos colorados, blancos, etc. (Nadie es tan parecido a un republicano como un demócrata, reza el conocido proverbio estadounidense.)
III
De acuerdo a lo dicho, los partidos políticos pro-capitalistas ven en la nación un botín por el que hay que contender. Los líderes de los partidos, con el apoyo de los mecanismos de propaganda partidista, tratan de demostrar a la población, con fines electorales, que sus respectivos programas, mejor que ningún otro, concilia el objetivo de engrosar las arcas nacionales (hacer más suculento el botín) y de repartir los dividendos -lo más equitativamente «posible»- entre todos los miembros de la sociedad. Para cumplir con el fin de enriquecer la nación, promueven diferentes políticas de estimulación de las producciones, de relaciones internacionales y comerciales, de alianzas inter-partidos, de impuestos aduanales, etc. En realidad, la principal preocupación no declarada de estos partidos es la de satisfacer, del modo exigido, las demandas de los grupos detentadores del poder real de la clase dominante (con la excusa de que se trata de los elementos activos de la sociedad, de los ciudadanos más prominentes, de las clases vivas, y otras afirmaciones del mismo corte), sin olvidar privilegiar con cargos gubernamentales y estatales, en lo posible, a los miembros encumbrados de su propio partido, excluidos de la categoría de los poderosos económicos. En otras palabras, los partidos contienden por el botín; si lo engordan es para hacerlo más substancioso… No hay que olvidar que siempre existe una vía para salir de aprietos cuando las elites políticas han robado tanto que incumplen con los poderosos económicos: aumentar la explotación de los más pobres
En virtud de la «realidad» (legalmente deformada) antes mencionada, los asalariados también se organizan para participar en los procesos de cambios sociales. No obstante, mientras una parte de los asalariados y desposeídos (la menos desarrollada culturalmente) acepta los axiomas rectores del capitalismo respecto al problema humano, y busca consecuentemente reformar en su beneficio los mecanismos de acceso y distribución de las riquezas materiales creadas por su sociedad, otra parte rechaza esas premisas y persigue superar dialécticamente al capitalismo, mediante su previa destrucción.
Ante las realidades expuestas, la pregunta que uno sensatamente podría hacerse es: ¿tendrán que contender siempre los seres humanos entre sí?, ¿somos inevitablemente incompatibles? La respuesta también parece obvia: si las diferencias de clases dan lugar a los partidos políticos (curioso y sutil modo de «reforzar» legalmente ante el imaginario de las personas las diferencias de clase y la «igualdad» de los individuos humanos ante la ley), solo las sociedades sin clases carecerán de facciones políticas.
En el capitalismo el monopartidismo acarrea el fascismo, es decir, un estado político de imposición forzada y permanente, erigido sobre la base de diferencias fenoménicas o ideológicas humanas. Esto es así porque el fin descarnado del capitalismo es conseguir que la clase dominante -y únicamente ella- disfrute del exceso material conducente a la «felicidad», comprendida como «realización plena de las potencialidades existenciales de sus miembros». Solo la fuerza desmedida puede acallar las inevitables revueltas sociales que provocan semejante despojo.
Sin embargo -como revela la práctica de América Latina de los últimos años, en particular-, una polarización extrema de fuerzas sociales como la descrita no se sostiene indefinidamente.
La única tarea que se plantea a cualquier partido que elija la edificación de una sociedad socialista, esto es, de una sociedad horizontalmente estructurada, profundamente antropocentrada, liberadora de las fuerzas sociales, que garantice en colectividad, solidariamente, la satisfacción de las crecientes necesidades básicas de los seres humanos a fin de permitir que estos definan individualmente el sentido de sus existencias, es justamente la edificación de semejante sociedad, por lo que la única exigencia principista que debe hacerse a quienes aspiren a ingresar en sus filas es que comprendan cabalmente la tarea, la acepten y dediquen todas sus fuerzas a trabajar por ella. Cualquier otra agrupación política que surja en el seno de una sociedad que cuente con semejante partido, si aspira a la viabilidad y permanencia, deberá explicar muy bien cuáles podrían ser sus fines que, siendo diferentes a los enunciados, fueran mejores que ellos.
Cuando una sociedad ha apostado por semejantes objetivos, el multipartidismo es un estorbo, una estructura ineficiente: equivale a tener varias puertas para una única entrada a un mismo sitio.
Quienes se oponen al monopartidismo enarbolan su temor al caudillismo, a la tiranía, a la autocracia. Ese peligro existe naturalmente, pero su elusión no pasa por el pluripartidismo, porque esos males sociales no son derivables del monopartidismo, sino de las sociedades brutalmente jerarquizadas, una de cuyas primeras medidas es precisamente la ilegalización de los partidos políticos y la prohibición del parlamentarismo.
Por el contrario, si algo ha enseñado fehacientemente la historia es que el multipartidismo de los países capitalistas no es en lo absoluto garante de la democracia que pregona, sino conculcación enmascarada de los derechos de las mayorías. En las sociedades capitalistas nadie duda del funcionamiento del multipartidismo, porque todo el mundo sabe que funciona tal como puede hacerlo: silenciando a los «más con menos», invisibilizando a los desposeídos, acaudillando a los poderosos de siempre.
En las sociedades con empeños socialistas, enunciadas las metas, las cuantiosas desavenencias que pueden surgir y surgen se relacionan con la idoneidad u optimidad de modos, vías, etapas, medios, etc. para su consecución más expedita o mejor, de acuerdo a cualquier otro criterio. Esas polémicas más que inevitables son imprescindibles, luego el monopartidismo no equivale a su oclusión: por el contrario, usado adecuadamente, constituye premisa de su potenciación, al dar voz a quienes nunca la han tenido.
Consecuentemente, la autocracia y el voluntarismo son fenómenos atribuibles a la existencia de débiles estructuras de control social y a un bajo nivel ideológico-cultural de la sociedad, respecto a las exigencias históricas.
Quienes se disponen a edificar una sociedad socialista no deben temer al monopartidismo. Deben evitar (como en cualquier sociedad) una concepción partidista equivocada, las estructuras burocráticas inútiles, la supresión del acceso a la información socialmente útil (no a la crónica roja, o a las revistas del corazón, a los chismes de «los famosos» ni a los titulares de la farándula), el surgimiento de desigualdades sociales, la corrupción, el nepotismo, el sectarismo, los cismas internos referidos a los fines, y -sobre todo- el multipartidismo.