Entre las escenas urbanas más dolorosas pero eternamente toleradas por todos, tenemos aquella de niños y niñas que gatean, juegan, comen y dan sus primeros pasos junto a los escapes de humo de los carros, sobre los charcos, al filo de las aceras, sobre las tapas de alcantarilla, acariciando heridas y hocicos de perritos vagabundos, […]
Entre las escenas urbanas más dolorosas pero eternamente toleradas por todos, tenemos aquella de niños y niñas que gatean, juegan, comen y dan sus primeros pasos junto a los escapes de humo de los carros, sobre los charcos, al filo de las aceras, sobre las tapas de alcantarilla, acariciando heridas y hocicos de perritos vagabundos, poniendo sus diminutas manos en medio de nuestras apuradas pisadas y llevándose a la boca todo tipo de basura, bajo el sol o la lluvia, haciendo tareas escolares en el suelo, riendo o llorando hasta que les llega el sueño y son acomodados en el cajón de las manzanas para dormir en medio de la más insalubre bulla de la ciudad, en nuestras denominadas ferias agropecuarias itinerantes.
Para entender problemas como este siempre intentamos ir al origen de los hechos, pero eso no ha ayudado en este caso, sin embargo hemos empezado por analizar que la producción alimentaria tiene dos fases, la primera es el trabajo de la tierra y la segunda es la venta en las ciudades. En la primera fase participa toda la familia, cada miembro cumpliendo un rol natural de acuerdo a su edad en un lugar de tierra fértil, surco, agua y vegetación. En la segunda fase las costumbres rurales de la faena familiar no funcionan, los niños no cumplen ningún rol y es muy difícil encontrar complementariedad entre el espacio físico y la actividad humana, porque en la ciudad las personas están obligadas a acomodarse a los espacios físicos como puedan y generalmente son espacios inhumanos tanto para vivir como para trabajar: oficinas saturadas, edificios oscuros y fríos, ventanillas estresantes, kioskos improvisados, calles angostas llenas de comercio forzado, todo esto en un contexto de contaminación visual y acústica insostenible.
A este tipo de espacios llegan las mujeres del campo para vender sus productos trayendo hasta dos o más niños donde los hermanitos mayores son depositarios de una responsabilidad no acorde a su edad ya que a los 6 u 8 años deben cuidar a niños de 2 ó 3 años, además de cargar en sus pequeñas espaldas a bebés envueltos en aguayos. Sin duda esta situación es considerada como de maltrato infantil, que ha provocado siempre culpar y reprochar a las mujeres por no poner a resguardo a sus hijos, pero poco se analiza la complejidad del problema y la responsabilidad colectiva que existe sobre la inseguridad infantil itinerante.
El segundo recurso que parece muy fácil es pedir que intervenga la Defensoría de la Niñez y la Adolescencia, sin embargo esto solo ocurre si se hace una denuncia, tras la cual las acusadas y condenadas serían las madres que podrían incluso perder a sus hijos que tendrían que ser llevados a orfanatos dependientes del Estado.
Por otro lado y como ejemplo de un avance interesante que nos permita analizar los cambios que se pueden lograr, tenemos el caso de las funcionarias públicas en La Paz que tienen permitido instalar a sus bebés en cunitas al lado de su escritorio para poder cumplir con la lactancia. Esto viabiliza el ejercicio de los derechos laborales femeninos, solo que ningún espacio de trabajo en la ciudad es adecuado para un niño, sin embargo poniendo las alternativas existentes en una balanza, el hecho de que la madre está obligada a trabajar para mantener a sus hijos solamente genera un amplio muestrario de tolerancias y resignaciones empantanadas.
Este tipo de reflexiones han estado alimentando nuevas teorías como la economía del cuidado, donde encontramos que el cuidado de la infancia es una actividad productiva que dinamiza la economía nacional porque posibilita que sus madres puedan trabajar y tenemos que más de la mitad de la población que trabaja generando bienes económicos lo hace porque tiene niños y niñas que mantener.
Otra razón importante para que el cuidado sea parte de la economía generadora y no de la que consume recursos, es que los niños cuidados con responsabilidad tienen más posibilidades de ser felices y potenciar sus mejores capacidades y aptitudes no de simple sobrevivencia, sino de una vida con calidad integral y dignidad. Además el cuidado deja de ser un gasto social cuando reconocemos que entre otras cosas, revierte los indicadores negativos de desnutrición y deserción escolar.
Ahora bien, retomando el caso de la infancia en las ferias agropecuarias, existen niños que permanecen entre 4 y 10 horas por día junto a sus madres y muchos de ellos a muy corta edad ya venden los productos usando con destreza balanzas y romanillas, voceando la oferta con su agudo altavoz natural y regateando el precio con los compradores, lo cual los incorpora activamente en el mercado de trabajo en condiciones absolutamente injustas. Desde luego que es positivo que un niño desarrolle habilidades a corta edad, pero no es aceptable tanta precariedad que solo propicia diversas vulnerabilidades.
No se trata de aplicar el facilismo tecnicista de prohibir la presencia de niños y niñas en las ferias y mercados, sino de fomentar las estrategias de proximidad entre las dimensiones familia-trabajo, con condiciones apropiadas para los niños de manera complementaria para producir vida y no solo un aparato económico frío, desprovisto de humanidad.
Tampoco podemos pretender que en una sociedad como la nuestra, los hombres se hagan cargo del trabajo para que las mujeres se queden en la casa a cuidar a los niños (o viceversa), esto no es posible porque no todos los padres viven con la madre de sus hijos y la tutela eminentemente femenina de una fracción importante de los núcleos sociales se reparte entre madres y abuelas.
Por todos estos motivos, si seguimos pensando que es una la sociedad familiar y otra distinta la sociedad trabajadora, las distancias intergeneracionales continuarán ampliándose. Por eso en cierto sentido, las mujeres agropecuarias que llevan consigo a sus niños a las ferias urbanas, trasuntan una especie de resistencia familiar al estar juntos a pesar de las adversidades, porque la separación es el modo desarticulador de la fuerza familiar productiva con que nace y se conforma el hogar campesino, que de todas maneras se ha visto separado de los padres porque ellos migran fluidamente para diversificar la economía familiar o estirar los nexos campo-ciudad a través del negocio del transporte donde algunos hombres tratan de recomponer en algo la relación paternal viajando en compañía de sus adolescentes varones.
Aunque nos cueste comprenderlo, no son los niños y las niñas quienes están mal ubicados en las ferias y mercados urbanos, son nuestras formas de vivir en la ciudad las que no articulan la familia con el trabajo, por lo tanto necesitamos transformar los hábitos de uso del espacio, el tiempo y las necesidades organizativas de lo público, lo privado, lo cotidiano, lo íntimo, lo productivo, los servicios y los flujos, así como lo grande y lo pequeño sin separarlos ni romperlos, sino armonizarlos.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.