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La injuria como arma política

Fuentes: La Jornada

La infamia tiene una larga historia. Es producto de la falta de escrúpulos y la ignominia. Se alimenta de la vanidad y sirve para eliminar a los adversarios. Su utilización forma parte de redes de poder donde se combate por medio de la descalificación personal. Su práctica está extendida y afecta sin distinción a amigos […]

La infamia tiene una larga historia. Es producto de la falta de escrúpulos y la ignominia. Se alimenta de la vanidad y sirve para eliminar a los adversarios. Su utilización forma parte de redes de poder donde se combate por medio de la descalificación personal. Su práctica está extendida y afecta sin distinción a amigos y enemigos confesos. Es habitual tener que desmentir lo que otros urden para eliminar del camino a quienes consideran rivales o un peligro. Es tal la degradación que los tribunales rebosan de querellas por difamación. En España, por ejemplo, se lanzan acusaciones sin contrastar o verificar la información. Después del 11 de septiembre, el Partido Popular administra esta táctica para denigrar a personas bajo el supuesto de participar en conspiraciones contra sus militantes y dirigentes.

En los tiempos de guerra fría, estas armas para descalificar a los adversarios eran plato de todos los días. Por un bando se acusaba de comunistas y por otro se les tildaba de agentes de la CIA y contrarrevolucionarios. En el primero, la caza de brujas llevó a la silla eléctrica a los Rosenberg y abrió las puertas del suicidio político en Estados Unidos. En la Unión Soviética y los países del este la traición se fundamentaba en los pensamientos burgueses de sus militantes. La farsa más grande fueron los juicios contra y los fusilamientos del secretario general de los comunistas polacos. Sin olvidar el asesinato de Trotsky en México. Asimismo, en la izquierda occidental ser acusado de agente del imperialismo o la CIA era suficiente para perder la vida. Baste mencionar el caso de Roque Dalton en El Salvador y a su verdugo, el ex comandante Joaquín Villalobos.

No pocos cayeron en desgracia. El lema era claro: la difamación justifica la muerte y quiebra voluntades. Sembrar desconcierto y duda son buen material para talar el árbol que hace sombra. Resulta doloroso comprobar cómo un argumento tan vasto se transformó en un arma política, cuya capacidad de matar fue portentosa. Las descalificaciones se sucedieron en todos los frentes.

Una vez culminada la guerra fría, al menos formalmente, estas infamias han pasado a segundo plano. Otros adjetivos han ocupado su lugar y se convierten en un recurso bastardo de consecuencias imprevisibles. Ya no tiene sentido ser acusado de agente de la CIA o del KGB. Ahora basta con achacarles el sanbenito de traidores. No se ha evolucionado mucho en esta dirección. Simplemente se han modernizado las técnicas y los usos. Ahora, para poner en duda la honorabilidad y lograr la descalificación basta poner el mote y hacerlo circular. La ignominia es completa, se apunta en una dirección para hacer blanco en un doble objetivo.

En este ir y venir de acusaciones la difamación se construye bajo una alambicada estrategia para destruir todo cuanto pueda significar crítica y reflexión. No hablamos de disidentes, concepto ideado por el Departamento de Estado para definir a los conversos del comunismo y auparlos a la categoría de paladines de la libertad. El objeto de esta nueva trama mafiosa es otra y tiene como blanco a quienes sin renunciar a los principios y valores éticos ejercen su derecho de crítica. Son los casos de militares que no han cumplido órdenes de tortura o los miembros de organizaciones guerrilleras, político-militares comunistas o socialistas que han abandonado sus militancias sin dejarse arrastrar por los bienes materiales ofrecidos si se capitula.

En este sentido, diferenciamos las acciones abyectas de conversos de las muestras de dignidad que comprometen el honor y no se someten a los designios del poder. Muchos son los ejemplos en ambas direcciones y por ello no pondré nombres ni apellidos.

Arthur Schopenhauer escribió en un opúsculo casi olvidado, Dialéctica erística o el arte de tener razón, expuesta en 38 estratagemas, publicado cuatro años después de su muerte, en 1864, un buen manual para el debate político, así como para la injuria y la descalificación. En él advierte de sus intenciones. Se trata de urdir estratagemas para ganar siempre de forma lícita o ilícita. En un alarde de conocimiento y de práctica en el debate retórico y dialéctico nos adentra en la discusión encaminada a la destrucción del adversario. Descarnadamente expone sin mediaciones éticas cuáles deben ser los pasos a seguir para eliminar al enemigo. Armas habituales que hoy reconocemos en todo debate político son presentadas como conjunto ordenado de recetas victoriosas.

Llama la atención la diversidad de formas para descalificar y sembrar dudas sobre el buen hacer de los considerados enemigos. Un buen comienzo, para Schopenhauer, es apostillar sobre los argumentos del contrario: «esto es verdad en teoría, pero en la práctica es falso». También se puede recurrir, dirá, al clásico método de homologar una definición y «subsumirla bajo una categoría aborrecible con la que pueda tener alguna semejanza, con la que se le relaciona sin más: por ejemplo esto es maniqueísmo, idealismo, misticismo, etcérera, otra opción; si aún el adversario sigue vivo y se resiste, es declararse ‘irónicamente incompetente: lo que usted dice supera mi pobre capacidad de comprensión’. Pero hay dos que son mortales de necesidad a la hora de descalificar.

La primera, hacer uso ilegítimo de la deducción del oponente para inferir deducciones falsas que deforman los conceptos y permiten construir tesis que de ningún modo corresponden a la opinión manifestada fabricando afirmaciones absurdas y peligrosas. La segunda funciona como comodín y es la última de las 38 propuestas de Schopenhauer.

Tomemos buena nota: «cuando se advierte que el adversario es superior y se tienen las de perder, se procede ofensiva, grosera y ultrajantemente; es decir, se pasa del objeto de la discusión (puesto que ahí se ha perdido la partida) a la persona del adversario, a la que se ataca de cualquier manera… Esta regla es muy popular; como todo el mundo está capacitado para ponerla en práctica, se utiliza muy a menudo».

¿Hay antídoto para evitar ser infamado y sometido a calumnias? Schopenhauer encuentra la vacuna en Aristóteles: «No discutir con el primero que salga al paso, sino sólo con aquellos que conocemos y de los cuales sabemos que poseen una inteligencia suficiente como para no comportarse absurdamente y que se avergonzarían si así lo hiciesen».