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Apuntes sobre la vida confinada

La inmunización ante el otro

Fuentes: Rebelión

El mandato de quedarse en casa, repetido al unísono como si todas las personas estuvieran en condiciones de cumplirlo, ha potenciado el sistema de inmunización ante aquellos otros que carecen de hogar y, de forma más general, ante quienes no han estado en condiciones de respetar el mandato. Como en la película sueca “Fuerza mayor” (2014) dirigida por Ruben Östlund, la respuesta tendencial ante la pandemia fue, literalmente, salir corriendo. Ponerse a salvo, incluso si para ello tuviéramos que abandonar a los otros.

Entre el gesto de autoprotección y la articulación de una respuesta mínima transcurrieron varias semanas. Insistir en que no se estaba preparado en términos institucionales para esta emergencia es una obviedad; lo es menos el hecho de que tras la perplejidad inicial las respuestas prevalecientes sigan siendo mediatizadas, como si el acceso a las tecnologías de la comunicación y la información fuera universal. En efecto, aunque el teletrabajo recuerda un campo de posibilidades reales poco explorado, no puede sustituir el trabajo a pie de calle ni buena parte de la labor presencial de quienes participan en el tejido institucional público de una sociedad (sistema judicial, servicios sociales, educación escolar, asociaciones y fundaciones, etc.). Lo saben de forma dramática el personal sanitario, las trabajadoras del hogar, los jornaleros de campo y todas las personas que sostuvieron “actividades esenciales” para la propia supervivencia de la sociedad.

A diferencia de la película de Ruben Östlund, esos otros rara vez exigen explicaciones mirándonos de frente y ni siquiera nos hacen avergonzar ante un comportamiento de huida a medio camino entre el afán de supervivencia y la dificultad para afrontar el riesgo de otro modo. Amparados en el mandato, la imposibilidad de confinarse ha sido borrada de los medios masivos de comunicación. Convertido el repliegue social en imperativo legal, la calle pasó a ser espacio de riesgo y la población más vulnerable foco de sospecha permanente, haciendo más férreas las políticas de control de las que son objeto. La mentada “nueva normalidad” no parece contemplar la necesidad de reparación de quienes dejamos solos en medio de la avalancha de la pandemia.

Independientemente a la lectura global que pudiéramos hacer con respecto a la crisis económica, social y sanitaria desatada a partir del COVID-19, comenzando por el reposicionamiento de las grandes corporaciones en los mercados, por las estrategias crediticias de la banca mundial y por las políticas de control desplegadas por los estados-nación, uno de los efectos más reconocibles de la gestión política de esta crisis ha sido el refuerzo de la barrera insalvable entre “nosotros” (privilegiados que aceptaron de forma más o menos resignada medidas de carácter excepcional) y “ellos” (perjudicados que no tuvieron más remedio que sobrevivir en el espacio mismo del riesgo, bajo una presión policial no menos sofocante que el estado de alarma ha incrementado). En el relato del fin del mundo, a diferencia de la heroización del personal sanitario expuesto (que terminó encubriendo la precariedad de medios técnicos que ha padecido y el deterioro manifiesto del sistema público de salud), estos otros grupos no cuentan. Privados de vivienda, de ingresos y de la posibilidad de un trabajo digno –de forma frecuente como consecuencia de su situación administrativa irregular- ni siquiera han podido acceder al sistema de ayudas que se activó desde la administración pública.

Si bien la frontera simbólica entre “nosotros” y “ellos” no es novedosa ni privativa a esta situación de confinamiento masivo, uno de los efectos de la crisis ha sido la introducción subrepticia de una nueva arista en los discursos xenófobos, racistas y clasistas que se han potenciado durante el confinamiento: la referencia al otro como presunta amenaza sanitaria. Si en las últimas décadas los sujetos migrantes, solicitantes de asilo y refugiados han sido significados por esos discursos como amenaza laboral, securitaria y cultural, la nueva modulación que se plantea en este contexto es la referencia a ese otro como un riesgo para la propia vida. En efecto, el inventario de damnificados, que incluye a los sujetos empobrecidos, se ha ensanchado de forma proporcional a esta dimensión emergente de la presunta amenaza que “ellos” vendrían a encarnar para el imaginario dominante.

En esa ecuación discursiva, resulta indiferente inculpar a las víctimas. El hecho de que fueron ellos los que estuvieron en situación de mayor riesgo no constituye un escollo para esta posición. Le basta invertir la carga de la prueba. En vez de partir de la indefensión estructural que padecen ciertos grupos, los hace responsables de su situación de indefensión. Como en la novela de Lewis Carroll, los inocentes son los culpables, incluso si para esta inversión semejante discurso necesita omitir la evidencia de que el propio reparto del riesgo ha sido radicalmente desigual.

En la economía moral del sujeto confinado, ese otro a la intemperie encarna el fantasma de la amenaza, la posibilidad del contagio y los males de la irresponsabilidad. Que esos otros hayan sido instrumentalizados económicamente para sostener ciertos privilegios de clase, participando en la cadena de suministros en condiciones paupérrimas, es consecuencia de esa misma frontera simbólica que exime al “nosotros” de las penurias que “ellos” sufren. Nueva oportunidad perdida: antes que buscar erosionar la desigualdad radical que produce esa frontera, mediante procesos de regularización extraordinaria, las deportaciones han continuado su curso indiferente y el trato discriminatorio hacia estos colectivos se ha agravado. El reconocimiento jurídico del otro como sujeto de derecho -y no meramente como fuerza productiva más o menos desechable- ha sido nuevamente postergado, haciendo previsible un giro más restrictivo todavía en materia de políticas migratorias y de asilo.

El refuerzo del sistema inmunológico ante presuntos “cuerpos extraños” ha consolidado el desentendimiento en curso con respecto a sus condiciones de vida y al ejercicio efectivo de sus derechos. Más allá de las retóricas de solidaridad que han sobrevivido arrinconadas en medio de un consumismo individualista desenfrenado, la divisoria no ha cesado de consolidarse: la «responsabilidad» ha sido asignada a quienes han aceptado en la práctica el confinamiento. La contrapartida no puede ser otra que la sospecha no tan tácita a quienes no han estado en condiciones de cumplir el mandato. Mediante esta asignación, las propias responsabilidades de estado –comenzando por las políticas austericidas y los procesos de privatización que ha impulsado, incluyendo la externalización parcial del sistema sanitario y de las residencias de la tercera edad- han sido minimizadas, así como las responsabilidades de un sistema económico basado en la concentración de capital privado y en la destrucción sistemática de los entornos naturales. Planteada la brecha entre una “ciudadanía responsable” y una (no) “ciudadanía” bajo sospecha que, presuntamente, habría quebrantado el estado de alarma y puesto en riesgo la salud colectiva, la consigna repetida como una fórmula mediática no ha dejado de tener efectos performativos, comenzando por cierta discrecionalidad policial y la confusión endémica entre quienes se han saltado el confinamiento desde la imprudencia o la impaciencia y quienes no han tenido posibilidades materiales siquiera para cumplirlo.

Apenas sabemos lo que esta situación sin precedentes de un confinamiento masivo implicará a largo plazo. La hipótesis de un comunismo venidero o de una reconfiguración del sistema mundial no parecen más que anticipaciones de política-ficción. Lo que parece seguir su curso es el proceso de inmunización ante el otro (ese otro de mil rostros) que abre la pregunta acerca de su estatus. La respuesta no se ha hecho esperar: su tratamiento como sujetos de riesgo y como objetos de control prioritario. No es difícil advertir que esta figura del otro como supuesta amenaza sanitaria incita al despliegue de medidas de “autoprotección”, desde el reclamo derechista de privilegiar a la población nacional hasta la probable implantación de una política de fronteras que introduzca como pauta la segmentación de esos otros según su “nivel de riesgo” sanitario (añadido, desde luego, a otros patrones selectivos). El cierre temporal de fronteras muestra a las claras que, en el contexto de una pandemia, la propia movilidad humana se ha constituido en algo radicalmente problemático para los estados. Aun cuando la reapertura de fronteras es un hecho, ligado ante todo a la industria del turismo y a la apuesta por una reactivación económica, las nuevas restricciones a la libertad de circulación entre países podrían prolongarse más allá de una medida temporal de excepción.

No es improbable que nuevos requisitos de acceso –incluyendo la obligación de disponer de un “pasaporte inmunológico” o la exigencia de acreditar el estado de nuestra salud- reconfiguren el derecho a la movilidad y lo administren según diferentes perfiles de riesgo. Aun si eludimos el ejercicio de anticipar las consecuencias de estas políticas que refuerzan el control de fronteras, ¿no estamos en la antesala de una creciente restricción de los flujos migratorios basada en una política abiertamente selectiva por parte de los estados-nación? ¿Qué nuevas exigencias se esbozan en este horizonte donde el otro es simbolizado como amenaza sanitaria? ¿Qué políticas de circulación de los cuerpos se potenciarán en los años venideros, teniendo en cuenta que esos otros ya padecen la jaula de las jerarquías raciales, sexuales y de clase? La inmunización ante estos otros estigmatizados abre camino al desentendimiento absoluto con respecto a su situación vital. ¿Qué es la “nueva normalidad” sino este aprendizaje de distanciamiento obediente al doble mandato del acopio consumista y del confinamiento ante el otro?

La normalidad instituida no es nada diferente a la naturalización de diversas formas de desigualdad. El pasaje a la “nueva normalidad” bien podría ser una forma de hacer de esa desigualdad una realidad acrecentada, a salvo del escrutinio crítico. Puestos a una distancia insalvable de los otros, incluso si la hostilidad es modulada por la caridad, lo que se difumina es nuestra corresponsabilidad colectiva en la construcción de una sociedad de la segregación. El menosprecio por esos otros (instrumentalizados a la vez que deplorados), pero más en general, la radical separación propugnada por el estado de alarma entre un “nosotros” protegido y un “ellos” riesgoso, podría estar creando condiciones propicias para legitimar socialmente un nuevo estadio de barbarie.