Parece que los poderes institucionales y otros sectores de influencia mediática están empezando a responder ante la actividad política española. Con «actividad política española» no me refiero a lo que sucede dentro de los límites de las instituciones. Me refiero más bien a lo que se organiza en la calle, lo que se discute en […]
Parece que los poderes institucionales y otros sectores de influencia mediática están empezando a responder ante la actividad política española. Con «actividad política española» no me refiero a lo que sucede dentro de los límites de las instituciones. Me refiero más bien a lo que se organiza en la calle, lo que se discute en los lugares de trabajo y lo que se opina en la sobremesa y en las redes sociales -opiniones matizadas y diversas que no pueden recogerse por completo en los medios de comunicación o en las tribunas más visibles.
En las últimas semanas, los focos mediáticos han magnificado dos gestos que representan en parte esta respuesta a la que me refiero: el de Beatriz Talegón y el de un par de actrices que intervinieron en la Gala de los Goya. Si algo tienen de particular estos dos gestos no es tanto el contenido que expresan. No en vano, la urgencia de una solución respecto del problema de los desahucios resulta ya indiscutiblemente evidente. El trabajo de la PAH y la visiblización mediática y espectacularizada del sufrimiento (que acaba cada vez más frecuentemente en suicidio) están constribuyendo de manera efectiva a una creciente sensiblización general. Aunque aún sin estos dos factores, la evidencia del problema resultaba ya patente: hay gente quedándose sin techo.
No obstante, si el problema constituye ya casi un lugar común, ¿qué tiene de especial que unos cuantos particulares se pronuncien al respecto? No es por tanto el contenido, sino precisamente el gesto y quienes lo personifican. Por un lado, una representante de un partido mayoritario, históricamente cómplice con el estado actual de cosas; por el otro, representates de un cierto establishment del mundo de la cultura, que goza de una acogida mediática implacable.
Quienes hacen gala del mayor de los optimismos, evaluados los costes de oportunidad de un momento como éste, reciben las palabras de Maribel Verdú, Candela Peña o Beatriz Talegón como una buena noticia que podría traer efectos palpables a corto plazo. Entienden que tales reacciones, procedentes de una cierta oficialidad política y cultural, son el efecto de lo que se hace en la calle. Estiman que, si la presión social sigue en auge, es posible que se llegue a una solución ante la cuestión de los deshaucios y ante otros tantos problemas.
Sin embargo, éste ejercicio de optimismo tiene que hacer frente a otras posiciones que han tenido también una cierta cuota mediática o que por lo menos se han hecho lo suficientemente visibles durante los últimos días. Ante los optimistas surgen esas otras voces que echaron a Talegón de la manifestación y que escuchan con desconfianza las palabras de Verdú. Este rechazo no pertenece, como han querido algunos, a «pequeños grupos radicales». No constituye tampoco un dato anecdótico. Antes bien, tal rechazo ha provocado un generoso debate que ha fragmentado a la opinión pública. Este repudio de la institucionalización de la resistencia arroja una incógnita que está lejos de ser resuelta.
Los analistas y opinadores profesionales, más o menos optimistas, han propuesto una serie de hipótesis que explicarían la disidencia, el rechazo parcial con el que se han encontrado estos gestos que institucionalizan la resistencia. El argumento más empleado, aunque quizás de modo implícito, es el del resentimiento. Ciertamente, la reacción tiene algo de esto cuando se desautoriza a Talegón con razones del tipo «tú, que vives a costa de un partido cómplice», «tú, que perteneces a una familia política»; o cuando se le echa en cara a Verdú «tú, que has hecho anuncios para planes hipotecarios», «tú, que inviertes capital en sanidad privada». Algunos opinadores optimistas han achatado estos ataques al calificar tal resentimiento como un resentimiento de clase.
Otra de las hipótesis que da cuenta del rechazo a la institucionalización de la resistencia apunta a la desconfianza histórica que inspiran tanto los partidos como el establishment cultural. El hecho de que tales personajes hayan estado incurriendo repetidamente en comportamientos contrarios a lo que a día de hoy dicen defender levanta suspicacias más que razonables. Y es que todo parecería apuntar a que, de fondo, el camino que están comenzando a tomar los poderes institucionales, oficiales, visibles, mediáticos, contantes y sonantes es el camino de la capitalización de la legitimidad de la nueva protesta social. La protesta social potenciada, cuando no nacida, y articulada por todo lo que viene sucediendo desde de mayo de 2011.
No obstante, parece que ni las diversas críticas ni los argumentos más o menos optimistas o conciliadores vertidos contra ellas, explican del todo por qué la gente en la calle, en los lugares de trabajo y en las sobremesas se resiste al surgimiento de nuevos líderes de opinión, de adalides mediáticos de la resistencia. Tal rechazo no puede ser reducido a falacias ad hominem y a otros perjuicios cognitivos, como no puede ser reducido tampoco a un estado de excitación pasional causado por un resentimiento de clase. A través de tales reducciones, el debate encubre un aspecto crucial: la institucionalización de la resistencia tomada por sí misma; el hecho de que el discurso de la calle, de los lugares de trabajo y de las sobremesas deje de ser patrimonio de tales contextos y dinámicas y sea expropiado, adaptado e instrumentalizado por los poderes, ya sean estos un partido político o la Academia de Cine. Por tanto, la pregunta hay que formularla más bien en relación al poder institucionalizado, a los grupos dominantes y visibles, a las élites. En la raíz del problema, nos encontramos con una inquietud mayoritaria, que viene de lejos y es cada vez más patente, relativa al propio funcionamiento de las élites y de los poderes institucionalizados.
Esta situación abre quizás un nuevo episodio que tiene muchos e importantes precedentes, como puede ser toda la labor de IU por acercar sus bases a los movimientos sociales o la llegada de la CUP al parlamento de Cataluña. Los diversos acercamientos entre los partidos y poderes institucionales y la actividad política popular, han sido hasta el momento pocos y poco visibles. Aún más impertérritos se han mostrado los dos grandes partidos que, salvo por gestos aislados, no han mostrado signos de autocrítica ni mucho menos gestos de proximidad con la política que se está haciendo fuera de las instituciones. (Cabe recordar aquel vídeo viral de algunos militantes de base del PSOE, que se disculpaban para finalmente pedir confianza a los electores, en un tono análogo al regio «Lo siento mucho, no volverá a ocurrir». Adelantaban quizás la estrategia electoral de su partido para un futuro cada vez más cercano).
Resulta más o menos previsible que los partidos políticos y otras élites continúen por este camino. Es una cuestión de supervivencia. Si no encarnan la creciente legitimación extra-institucional de la resistencia, están condenados a perder el grueso de sus votantes. Hacer generalidades en este punto es cuanto menos obsceno, no obstante, cabe pensar que una gran parte de la ciudadanía no espera ni está buscando la sustitución de una élite por otra. No se trata de mantener la relación y cambiar sus términos. Se demandan nuevas formas de intervenir políticamente que no pasen por la búsqueda de nuevos liderazgos, sino que transformen el funcionamiento del poder a todos los niveles. En esta clave tendremos quizás que leer el futuro de la política institucional.
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