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La ira de los justos

Fuentes: Argenpress

Es ya una monótona rutina el observar en los noticieros cotidianos el aumento constante de la delincuencia común, de los dramas y homicidios familiares y de los actos de terrorismo a lo ancho y largo del planeta. Ante éstos llamados «fenómenos sociales» la reacción inmediata de los medios de información y de la opinión pública […]


Es ya una monótona rutina el observar en los noticieros cotidianos el aumento constante de la delincuencia común, de los dramas y homicidios familiares y de los actos de terrorismo a lo ancho y largo del planeta.

Ante éstos llamados «fenómenos sociales» la reacción inmediata de los medios de información y de la opinión pública es de apresurarse a condenar a priori los actos de violencia extrema, tanto en lo social como en lo familiar.

Sin embargo, si bien es cierto que la violencia social, y mas aún el terrorismo -obviamente condenable-, son a veces a causa de fanatismos políticos o religiosos, y que los dramas familiares son a veces a causa de los clásicos «tríos», no es menos cierto que en ambos casos son también frecuentemente causados por desesperadas penurias económicas que conducen a extremos demenciales.

Sin pretender aquí eufemisar ni hacer la apología de la violencia, se puede deducir que ésos gestos violentos son casi siempre la consecuencia lógica de un orden económico injusto que obliga a las eufemísticamente llamadas «clases menos favorecidas» a la mendicidad, al robo, a la prostitución, al homicidio e incluso al suicidio, especialmente en horas de crisis financiera como la actual.

Y es que las masas proletarias sienten en carne viva que el paradigma capitalista no es ni moral ni políticamente correcto, que la libertad es un sarcasmo cuando se es esclavo de la necesidad, que la democracia es una mentira cuando se tiene el derecho de votar pero se es excluido de una vida digna de un ser humano, que la justicia es una afrenta cuando las jerarquías financieras se reservan el derecho de hacer trampas, y en fin, que la fraternidad universal es solo una utopía cuando la batalla por la vida es una guerra sin tregua y sin cuartel por la sobrevivencia cotidiana.

Si para los magnates del «marketing» el fin del lucro justifica sus medios inescrupulosos, ¿cómo entonces negarle a sus víctimas siquiera el derecho al pataleo? ¿Y quién es más de culpar: el que por desesperación elimina su familia para evitarle la miseria perpetua, o el miserable depredador capitalista que no vacilaría en exterminar la humanidad para aumentar y perpetuar su capital? ¿Es la ira de los oprimidos un pecado capital… o contra el capital? ¿Y es que acaso ése genocidio silencioso perpetrado por los magnates depredadores es sólo un pecado venial por ser más sutil e incluso convencional en éste «orden establecido» que llamamos «democracia»?

¿Cómo entonces pedir cordura al famélico hecho fiera, acosado por la necesidad y por la jauría social, enfurecido hasta la demencia por su impotencia ante la ley del más fuerte, establecida como único medio de subsistencia en ésta barbarie convencional que tan ostentosamente llamamos «civilización?

Ante tanta injusticia, ¿no es entonces justa, o al menos comprensible, la ira de los justos?

Exceptuando al terrorismo Estatal, al gansteril, al militar y paramilitar, y al de los fanatismos religiosos, se puede considerar al extremismo de los oprimidos como la revancha desesperada de los derrotados, como la subversión de los subyugados, como el último recurso de los sin recurso, como la alternativa final de los que no han tenido ninguna.

Es por eso que los que han perdido ya su fe en los cielos vacíos y su esperanza en nuestra bien llamada «democracia judeo-cristiana, ya no temen la ira de los dioses ni de los tiranos: las desafían y las sustituyen, adoptando la indolencia de los dioses y la insolencia de los tiranos. Ellos son el Luzbel indisciplinado o subversivo que tiene la osadía de rebelarse contra la omnipotencia de los todopoderosos. Y es por eso que son satanizados por las catedrales y sinagogas y condenados por los capitolios y por los medios de información oficialistas, portavoces de las plutocracias.

Es evidente que la ira de los justos talvez no sea «legal» ante la ley, pero sí es legítima; sus gestos violentos talvez no sean justificables, pero sí son comprensibles. Es la desesperación ante su impotencia, el instinto de conservación y el amor excesivo por la justicia es el que los hace injustos y violentos. Porque ellos saben que resignarse con religiosa humildad ante los despotismos no es sólo un acto de cobardía y de masoquismo, sino de complicidad con sus propios verdugos: los tiranos y los déspotas. Y por otro lado, en materia de luchas sociales reivindicativas, es preferible ser considerado excesivo que nulo.

De ahí que, cuando en nuestra somnolencia ante la solidaridad, o en nuestra nula combatividad social nos dispongamos a condenar o a lapidar a priori a ésos «belicosos» o «activistas excesivos», debemos reflexionar un instante y hacer un honesto examen de conciencia… antes de arrojarles la primera piedra.