El capitalismo neoliberal niega la posibilidad de alternativas. Esta es una verdad de Perogrullo. La experiencia vivida en una gran parte de las naciones de nuestra América (muchas de ellas convulsionadas por protestas populares) demuestra que su aplicación está dirigida a fortalecer los grandes capitales, especialmente foráneos, frente a lo cual no sólo quedan desguarnecidos los intereses colectivos sino también los capitales nacionales, en el caso que no se subordinen a aquellos. Dentro de este orden de ideas, se observa el surgimiento de un nuevo eje de desigualdad, con un proletariado nómada expuesto a todo tipo de explotación y penurias, cuya situación se agrava, principalmente, a las puertas de Europa y Estados Unidos, impidiéndoseles sistemáticamente su ingreso; sin excluir lo que viene ocurriendo en el sur de nuestra América con una migración venezolana constantemente acosada por sectores chovinistas que la inculpan de los males sociales y económicos presentes, desde hace mucho tiempo, en sus respectivos países. A toda esta realidad se agrega el alto grado de extractivismo y de contaminación sufrido por la naturaleza en diferentes latitudes, con exiguas e ineficaces medidas aplicadas para reducirlo en función de la preservación de todo género de vida existente en la Tierra; cosa que ha provocado el asesinato de dirigentes campesinos, indígenas y ecologistas que luchan por proteger el entorno natural de la voracidad de terratenientes y empresarios, afanados en solo incrementar sus grandes capitales.
Dicho de otro modo, como lo señalara Karl Marx, «el capitalismo tiende a destruir sus dos fuentes de riqueza: la naturaleza y los seres humanos». En consecuencia, la irracionalidad luciferina del capitalismo ha conducido a la raza humana -si no se resuelve en un corto tiempo con suficiente sentido de prioridad- a un progresivo estado de destrucción, cuya causa y sintomatología comienzan a ser percibidos a nivel mundial. Esto les ha permitido comprender a numerosas personas, por ejemplo, que la crisis financiera y la crisis migratoria que agitan al mundo contemporáneo se hallan intrínsecamente relacionadas. No son hechos aislados. Esta percepción les incita a organizarse de manera alternativa y a buscar nuevos modos de entender la política y la economía, lo que es visto -como es habitual- como una seria amenaza por los sectores dominantes tradicionales, enlazados en una inseparable red de poder político y de poder económico que se extiende por encima de cualquier precepto preexistente de respeto a la vida, a la democracia y a la soberanía nacional, en una especie de dictadura supranacional o imperio del capital, cuyas decisiones e intereses nos afectan a todos.
Sobre esa base, no se puede soslayar que la realidad económica neoliberal de los últimos tiempos puso en evidencia la inexistencia de la mano invisible del mercado con que los economistas justificaran la usura, las desigualdades y la explotación sin cesar de los trabajadores que caracterizan al capitalismo. Hoy está más claro que nunca que tal mano invisible no es tan invisible como se pregonó desde hace muchos siglos atrás. Ella pertenece (sin disimulo alguno) a los grandes conglomerados que rigen el sistema capitalista global y a las clases gobernantes que lo respaldan, con sus medidas, conflictos bélicos y legislaciones, en desmedro de los derechos y de los intereses de la mayoría. Por ello, no deben causar extrañeza alguna las convulsiones sociales que tienen lugar en disímiles países. Como tampoco las guerras que desangran pueblos enteros en diferentes latitudes del planeta; impulsadas, en su mayor parte, por Estados Unidos y sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, a lo que se agregan las políticas de ajuste estructural impuestas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Todo ello forma una contrarrevolución programada, cuya resultado visible es una pauperización masiva de la humanidad, obligando a quienes la integran a adoptar un enfoque esencialista que les hace prescindir de todo sentido de solidaridad al mismo tiempo que son sobreexplotados (sin derechos) por los propietarios de los grandes capitales.