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La isla de los pingüinos

Fuentes: El Viejo Topo

Nota de edición: Para su hilarante parodia, Anatole France ha elegido como protagonista a un animal gracioso y endomingado: los pingüinos. Pingüinos bautizados por error con dramáticas consecuencias. Aquí incluimos el prefacio de una novela que anticipa a Orwell.     Pese a la aparente diversidad de las distracciones que parecen atraerme, mi vida tiene un […]

Nota de edición: Para su hilarante parodia, Anatole France ha elegido como protagonista a un animal gracioso y endomingado: los pingüinos. Pingüinos bautizados por error con dramáticas consecuencias. Aquí incluimos el prefacio de una novela que anticipa a Orwell.  

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Pese a la aparente diversidad de las distracciones que parecen atraerme, mi vida tiene un único objetivo. Está dedicada por completo a la consecución de un gran propósito. Escribo la historia de los pingüinos. En ello trabajo asiduamente, sin que me desalienten frecuentes dificultades que a veces parecen insuperables.

Llevé a cabo excavaciones para descubrir los monumentos sepultados de este pueblo. Los primeros libros de los hombres fueron piedras. Estudié las piedras que pueden considerarse como los primitivos anales de los pingüinos. Escudriñé en las costas oceánicas un túmulo que no había sido profanado. Allí encontré, como resulta habitual, hachas de sílex, espadas de bronce, monedas romanas y una pieza de veinte centavos con la efigie de Luis Felipe I, rey de Francia.

Para el estudio del contexto histórico, la crónica de Johannes Talpa, un religioso del monasterio de Beargarden, me fue de suma utilidad. Allí me sacié con tal abundancia que no es posible hallar en la Alta Edad Media otra fuente de la historia pingüina que se le equipare.

Contamos con una mayor riqueza documental a partir del siglo xiii, pero eso no significa que seamos más afortunados. Resulta extremadamente difícil escribir la historia. Nunca se llega a saber exactamente cómo ocurrieron los hechos; y la incertidumbre del historiador se acrecienta con la abundancia de documentos. Cuando un hecho se conoce por un testimonio único, se admite sin mucha vacilación. Los dilemas comienzan cuando los acontecimientos son reportados por dos o más testigos cuyos testimonios resultan siempre contradictorios e inconciliables.

No cabe duda de que las razones científicas por las cuales se privilegia un testimonio respecto a otro a veces son muy poderosas. Pero nunca lo bastante como para sobreponerse a nuestras pasiones preferencias e intereses, ni a esa ligereza de espíritu común a todos los hombres serios, por lo que constantemente presentamos los hechos de manera interesada o superficial.

Manifesté a varios sabios arqueólogos y paleólogos de mi país y extranjeros las dificultades que enfrentaba para elaborar la historia de los pingüinos. Soporté su menosprecio. Me miraron dejando ver una sonrisa piadosa que parecía expresar: «¿Acaso somos nosotros quienes escribimos la historia? ¿Acaso intentamos extraer de un texto, de un documento, el menor trozo de vida o de verdad? Lo que hacemos es publicar los textos tal y como fueron escritos. Nos atenemos a la letra. La letra es lo único apreciable y definitivo. El espíritu no, pues las ideas no son más que fantasías. Hay que ser muy obtuso para escribir la historia: lo que se necesita es imaginación.»

Todo eso se podía apreciar en la mirada y la sonrisa de nuestros sabios paleógrafos y el encuentro con ellos me decepcionó profundamente. Un día, luego de una conversación con un eminente sigilógrafo, cuando me encontraba aun más abatido que de costumbre, súbitamente me pasó por la mente la reflexión siguiente: «Con todo, aún quedan historiadores; la estirpe no ha desaparecido totalmente. Todavía existen cinco o seis en la Academia de Ciencias Morales que no publican textos, sino que escriben la historia. Por lo que no dirán que hace falta ser obtuso para entregarse a ese tipo de trabajo.» Esta idea me estimuló.

A día siguiente me presenté en la casa de uno de ellos, un anciano sutil.

-Vengo, señor -le dije- a solicitar los consejos de su experiencia. Me esfuerzo sobremanera en la elaboración de una historia y no lo logro.

Me respondió alzando los hombros.

-¿Por qué, señor mío, preocuparse tanto por componer vuestra historia, cuando podéis copiar las más conocidas, como es costumbre? Si poséis una visión nueva, una idea original, si presentáis a los hombres y las cosas mostrando un aspecto inesperado, sorprenderéis al lector. Y al lector no le agrada ser sorprendido. Nunca busca en un texto histórico otra cosa que las tonterías que ya sabe. Si intentáis instruirlo, lo único que conseguiréis es humillarlo e incomodarlo. No intentéis esclarecerlo, porque gritará que está denigrando sus creencias.

«Los historiadores se copian unos a otros. Así se ahorran esfuerzo y evitan parecer petulantes. Imítadlos y no seáis original. Un historiador original es objeto de recelo, desprecio y repulsa universales.

«¿Creéis, señor mío -añadió-, que yo sería considerado y habría recibido honores si hubiera incluido alguna novedad en mis libros de historia? ¿Y qué son las novedades sino inconveniencias?»

Se puso de pie. Le agradecí su amabilidad y me dirigí hacia la puerta. Reclamó nuevamente mi atención.

-Tan sólo una palabra. Si queréis que vuestro libro sea bien acogido, no desaprovechéis ninguna ocasión que os permita exaltar en él las virtudes sobre las que se asientan las sociedades: la devoción por la riqueza, los sentimientos piadosos y, especialmente, la resignación del pobre, que es el fundamento del orden. Afirmad que los orígenes de la propiedad, de la nobleza, del cuerpo policial, serán tratados en vuestra historia con todo el respeto que merecen esas instituciones. Haced saber que admitís lo sobrenatural cuando convenga. Sólo así obtendréis el reconocimiento de las personas decentes.

Medité acerca de estas juiciosas observaciones y me atuve a ellas lo más posible.

No pretendo ocuparme aquí de los pingüinos antes de su metamorfosis. Sólo me interesan a partir del momento en que dejan de formar parte de la zoología para entrar en la historia y en la teología. Fueron estos los pingüinos que el gran san Mael transformó en seres humanos. Pero es necesario explicar algo más al respecto, porque en nuestros días el término podría prestarse a confusiones.

En francés nombramos pingüino a un pájaro de las regiones árticas que pertenece a la familia de los alcidios y pájaro bobo al tipo de los esfenicidios que habitan en la región antártica. Así los diferencia, por ejemplo, el señor G. Lecointe cuando relata el viaje del «Bélgica»: «Entre todas las aves que pueblan el estrecho de Gerlache -dice- los pájaros bobos son ciertamente los más interesantes. En ocasiones se les designa impropiamente con el nombre de pingüinos del Sur.» El doctor J.-B. Charcot afirma, por el contrario, que los verdaderos y únicos pingüinos son los de la Antártida, a los que llamamos pájaros bobos, y argumenta para ello que recibieron de los holandeses, cuando hasta allí llegaron en 1598, el nombre de pingüinos, sin duda a causa de su grasa. Pero si los pájaros bobos se llaman pingüinos, ¿cómo se llamarán en lo adelante los pingüinos? El doctor J.-B. Charcot no nos lo dice y no aparenta inquietarse en lo absoluto por ello.

Está bien. Consintamos en que los pájaros bobos se conviertan en pingüinos o vuelvan a serlo. Por haberlos dado a conocer se adjudicó el derecho de nombrarlos. Pero que al menos permita a los pingüinos septentrionales seguir siendo pingüinos. Habrá entonces pingüinos del Sur y del Norte, los antárticos y los árticos, los alcidios o verdaderos pingüinos y los esfenicidios o antiguos pájaros bobos. Puede que esto confunda a los ornitólogos dedicados a describir y clasificar a los palmípedos que con seguridad se preguntarán si ciertamente un mismo nombre resulta conveniente a dos familias que se hallan cada una en uno de los polos y que difieren en varios aspectos, especialmente en lo que se refiere al pico, las aletas y las patas. En cuanto a mí concierne, me acomodo sin problemas a esta confusión. Entre mis pingüinos y los del señor J.-B Charcot, cualesquiera que sean las diferencias, las semejanzas resultan más numerosas y más significativas. Tanto éstos como aquéllos se hacen notar por su apariencia grave y plácida, cómica dignidad, confiada familiaridad, bonhomía socarrona, modales a la vez torpes y solemnes. Unos y otros son pacíficos, muy parleros, ávidos de espectáculos, interesados en los asuntos públicos y, tal vez, un tanto celosos de los puestos jerárquicos.

Mis hiperbóreos, a decir verdad, no tienen las aletas escamosas, sino cubiertas de un plumaje ralo; aunque sus patas están situadas algo más adelante que las de los meridionales, caminan de la misma forma, presentan el pecho erecto, la cabeza erguida, balancean el cuerpo con dignidad y en su pico sublime (os sublime) no reside la causa del error en el que cayó el apóstol cuando los tomó por hombres.

Debo reconocer que esta obra pertenece al género de la historia tradicional, de la que presenta el devenir de los acontecimientos cuyo recuerdo se ha conservado, y que indica, hasta dónde es posible, las causas y los efectos, lo que hace de ella más un arte que una ciencia. Se dice que esta forma de proceder ya no satisface a los espíritus que buscan la exactitud y que a la vieja Clío hoy la toman por embustera. Considero que en el futuro se podrá contar con una historia más precisa en lo que se refiere a las condiciones de vida y que nos enseñará lo que un pueblo, en una época determinada, produjo y consumió en el conjunto de sus actividades. Esta historia ya no será un arte, sino una ciencia, y aportará la exactitud de la que carece la anterior.

Pero para constituirse necesitará de una abundancia de estadísticas de la que aún no disponen todos los pueblos y particularmente los pingüinos. Es posible que las naciones modernas algún día provean los elementos para escribir una historia de este corte. En cuanto al pasado, temo que habrá que contentarse con un relato a la antigua usanza. El interés de tal relato siempre depende de la perspicacia y de la honestidad del narrador.

Como ha dicho un gran escritor de Alca, la vida de un pueblo es un entramado de crímenes, miserias y locuras. Algo similar ocurre con la Pingüinia y las demás naciones. Sin embargo, su historia proporciona fragmentos admirables que espero haber reflejado en toda su magnitud.

Los pingüinos fueron belicosos durante mucho tiempo. Uno de ellos, Jacobo el Filósofo, mostró su carácter en un breve cuadro de costumbres que aquí reproduzco, y que, no me cabe duda, no dejará de causar admiración.

«El sabio Graciano recorría la Pingüinia en tiempos de los últimos dracónidas. Cierto día atravesaba un fértil valle donde los cencerros de las vacas resonaban al aire libre y se acomodó en un banco al pie de un roble próximo a una cabaña. Sentada en el quicio de la puerta, una mujer amamantaba a una criatura, mientras un mozalbete jugaba con un perrazo y un anciano ciego, sentado al sol y con los labios entreabiertos, disfrutaba la luz del día.

«El dueño de la casa, un hombre joven y robusto, ofreció a Graciano pan y leche.

«Luego de haber ingerido ese rústico refrigerio, el filósofo marsuino dijo:

«-Amables habitantes de un hermoso país, os doy las gracias. Aquí todo respira júbilo, concordia y paz.

«Mientras esto decía, pasó un pastor que tocaba su gaita.

«-¡Qué melodía tan impetuosa! -expresó Graciano.

«-Es el himno de guerra contra los marsuinos -respondió el campesino. Aquí todo el mundo lo canta. Los niños lo aprenden antes de hablar. Todos somos buenos pingüinos.

«-¿No os lleváis bien con los marsuinos?

«-Los odiamos.

«-¿Cuál es la razón para que los odiéis así?

«-¿Y lo preguntáis? ¿No son los marsuinos nuestros vecinos más cercanos?

«-Así es.

«-Pues es por eso mismo que los pingüinos odiamos a los marsuinos.

«-¿Es esa una razón?

«-Claro está. Quien dice vecinos dice enemigos. Observad el campo que colinda con el mío. Pertenece al hombre al que más aborrezco en el mundo. Después de él mis peores enemigos son los que viven en la aldea que está en la otra vertiente del valle, al pie del bosque de abedules. En este estrecho valle, cerrado por todas partes, sólo existen esa aldea y la mía: son enemigas. Cuando nuestros mozalbetes se encuentran con los de enfrente siempre se injurian y se lían a golpes. ¡Y no queréis que los pingüinos sean enemigos de los marsuinos! ¿Desconocéis lo que es el patriotismo? En cuanto a mí, dos son los gritos que afloran a mis labios: «Vivan los pingüinos!» «¡Mueran los marsuinos!»

«Durante trece siglos, los pingüinos guerrearon con todos los pueblos del mundo con un ardor constante y diversa fortuna. Luego, en tan sólo unos años, le perdieron el gusto a lo que tanto les había agradado y dieron muestras de una muy marcada preferencia por la paz que expresaban con dignidad, no cabe duda, pero con una acentuada sinceridad. Sus generales se acomodaron sin dificultad a esta nueva situación. Todo su ejército: oficiales, suboficiales y soldados, reclutas y veteranos, la aceptaron gustosos. Sólo dos escritorzuelos, los ratones de biblioteca y otros mancos mentales hicieron patente su desconsuelo.

El mismo Jacobo el Filósofo compuso una suerte de relato moral en el que mostraba con comicidad y fuerza las diversas acciones de los hombres. En él incluyó numerosos episodios de la historia de su país. Hubo quien le preguntó por qué había escrito este remedo y qué beneficio consideraba que le rendía a la patria.

-Uno muy grande -respondió el filósofo. No más vean sus actos expuestos así, al desnudo y despojados de todas las lisonjas, los pingüinos podrán extraer un juicio más certero de ellos y en lo adelante serán más juiciosos.

Habría querido no omitir nada en esta historia de todo aquello que puede interesar a los artistas. En ella podrán hallar un capítulo dedicado a la pintura pingüina en la Edad Media, y si este capítulo no está tan completo como habría deseado, la culpa no es mía, como podrán comprobar al leer el terrible relato con el cual concluyo este prefacio.

En el mes de junio del pasado año, tuve la idea de consultar acerca de los orígenes y el desarrollo del arte pingüino al ya fallecido Fulgencio Tapir, el sabio autor de los Anales universales de la pintura, la escultura y la arquitectura.

Cuando entré a su despacho, tuve ante mí, sumida en un espantoso montón de papeles, la figura de un hombre de corta estatura y una avanzada miopía, cuyos párpados batían constantemente tras sus gafas doradas.

Para suplir el defecto de sus ojos, su prolongada nariz móvil, dotada de un tacto exquisito, exploraba el mundo sensible. Valiéndose de este órgano, Fulgencio Tapir entraba en contacto con el arte y la belleza. En Francia resulta habitual que los críticos musicales sean sordos y ciegos los críticos de arte. Esto les permite la interiorización necesaria para el desarrollo de las ideas estéticas. ¿Creéis que si dispusiera de ojos hábiles para percibir las formas y los colores en los que se cobija la misteriosa naturaleza, Fulgencio Tapir se habría elevado, sobre una montaña de documentos impresos y manuscritos, hasta la cumbre del espiritualismo y habría concebido esa vigorosa teoría en la que convergen las artes de todos los países y de todas las épocas en el Instituto de Francia, su fin supremo?

Las paredes del despacho, desde el piso hasta el techo, estaban tapiadas por carpetas rebosantes, abultados legajos, cajas repletas de innumerables fichas, que yo contemplaba con una mezcla de admiración y terror, pensando que aquellas cataratas de la erudición podían despeñarse en cualquier momento.

-Maestro -dije con voz emocionada- recurro a vuestra bondad y saber, ambos inagotables. ¿Estaríais dispuesto a guiarme en mis arduas investigaciones sobre los orígenes del arte pingüino?

-Caballero -me respondió el maestro-, poseo todo el arte, ¿me entendéis? Todo el arte en fichas clasificadas alfabéticamente y por materias. Para mí constituye un deber poner a vuestra disposición todo lo que concierne a los pingüinos. Subid esa escalerilla y sacad la caja que veis allá arriba. En ella encontraréis todo lo que necesitáis.

Obedecí temblando. Pero, no había acabado de abrir la maldita caja, cuando unas fichas azules se salieron de ella y, resbalando entre mis dedos, comenzaron a esparcirse por el aire. Casi de inmediato, por simpatía, las cajas vecinas se abrieron y de ellas salieron a borbotones chorros de fichas rosadas, verdes y blancas. Unas tras otras, de todas las cajas comenzaron a esparcirse fichas de diversos colores acompañadas del murmullo que se escucha en abril proveniente de las cascadas que se deslizan por el flanco de las montañas. En un minuto cubrió el piso una espesa capa de papel que no cesaba de aumentar de segundo en segundo. Hundido hasta las rodillas, Fulgencio Tapir, con las narices alertas, observaba el cataclismo. Reconoció la causa de aquel desastre y palideció espantado.

-¡Cuánto arte! -dijo como en un gemido.

Lo llamé, me incliné para ayudarlo a subir por la escalerilla para que se salvara de la inundación. Pero ya era demasiado tarde. Agobiado, desesperado, en un estado lamentable, pues ya había perdido su gorra de terciopelo y sus gafas de oro, intentaba en vano luchar contra aquella marea que le llegaba a las axilas. De pronto, una tromba espantosa de fichas se elevó y lo envolvió en un torbellino gigantesco. Entonces vi, durante un segundo, en medio del remolino, el cráneo liso del sabio y sus manitas gordas. Después el abismo volvió a cerrarse y el diluvio continuó por un momento, a lo que siguió el silencio y la inmovilidad. Amenazado con ser tragado también con mi escalera, escapé saliendo por el cristal más alto del ventanal.

Quiberon, 1º de septiembre de 1907

G. Lecointe, En el país de los mancos. Bruselas, 1904, en 8º.

J.-B. Charcot, Diario de la expedición antártica francesa. París, 1905, en 8º.

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Fuente: https://www.elviejotopo.com/topoexpress/la-isla-de-los-pinguinos/