Cuando estalló la crisis económica del capitalismo en 2007, cuando se evidenció que la desregulación económica no era ese cuento de hadas que explican en los departamentos de economía de las universidades más prestigiosas, la izquierda transformadora pensó que había llegado su momento, que de forma espontánea la población exigiría un mayor control público (y […]
Cuando estalló la crisis económica del capitalismo en 2007, cuando se evidenció que la desregulación económica no era ese cuento de hadas que explican en los departamentos de economía de las universidades más prestigiosas, la izquierda transformadora pensó que había llegado su momento, que de forma espontánea la población exigiría un mayor control público (y democrático) de los procesos económicos y en eso llegó el nacionalismo. El nacionalismo de los países más ricos de Europa que no querían asumir la deuda de los más pobres, el nacionalismo de los catalanes hartos de recibir de España menos de lo que aportan, el nacionalismo de los españoles que consideran que las reivindicaciones catalanas constituyen un acto de deslealtad. La historia no es nueva, basta recordar el ascenso del nacionalismo en el periodo de entre guerras.
La crisis en Catalunya fue acompañada por el tedioso desenlace del proceso de reforma del Estatut de Autonomía que catapultó el soberanismo catalán hasta cuotas que habrían resultado inverosímiles tan solo un decenio atrás. La centralidad que ha ido ocupando la cuestión nacional en el debate político del país y del resto del Estado no es casual y ha sido utilizado acertadamente por las distintas burguesías como cortina de humo ante las agresiones al estado del bienestar que han ido cometiendo sin ningún tipo de confrontación de por medio o, peor aún, con una lealtad que se resume en el tópico de que Catalunya ya ha hecho sus deberes; ¿los deberes para quién? Todo esto es cierto pero, sin embargo, acertaba el joven Marx cuando decía que interpretar el mundo no es suficiente sino que es necesario transformarlo, y la izquierda transformadora catalana (también la española pero ese es otro debate) se ha limitado a dar explicaciones a esa realidad dando rienda suelta a la derecha para hegemonizar la movilización ciudadana.
Ante la recurrente pregunta de si respaldaría un eventual proceso independentista en Catalunya, la izquierda transformadora se ha limitado a contestar mecánicamente, que la respuesta a la dichosa pregunta dependía de quién dirigiera ese proceso y de sus objetivos, situándose, de facto, fuera de la sociedad. La izquierda ha repetido machaconamente que solo apoyaría aquellos procesos soberanistas que llevaran aparejados un proyecto social ambicioso que dé respuesta a las necesidades de una ciudadanía agonizante ante los estragos de la crisis económica y de su gestión por parte de los gobiernos. Como casi siempre, la izquierda acierta en la respuesta pero no en la pregunta, puesto que, al fin y al cabo, lo que preocupa a los y las catalanes y, especialmente, a las clases populares no es qué apoyaría la izquierda ante un eventual escenario sino cuáles son sus propuestas. Como en la fábula del rey desnudo, la izquierda catalana ha perdido la capacidad de dirigir políticamente el país y, visto lo visto, parece que nadie se lo haya dicho.
La izquierda tiene que asumir su posición subalterna en el proceso de construcción nacional catalana del mismo modo que lo hizo el pujolismo en el tardofranquismo [1] con unos resultados de sobras conocidos. No se trata pues de disuadir a la población de apoyar un proceso de secesión dirigido por la burguesía catalana (eso, desgraciadamente para los que nos definimos de izquierdas, ya no está en sus manos) sino de participar en dicho proceso y de confrontar con la derecha dentro del mismo para evitar que el discurso convergente sea el único existente y que sus creencias se eleven a la categoría de norma o, para decirla a la manera de Gramsci, de sentido común.
Ahora bien, para lograr una participación fructífera en el movimiento soberanista, para que la confrontación ideológica con la derecha nacionalista sea efectiva, para que el Estado resultante dé respuestas a los problemas de la inmensa mayoría de los y las catalanas; la izquierda transformadora debe tejer complicidades con las demás tradiciones de la izquierda hasta situar un programa y una agenda común. Nos jugamos mucho con ello.
Nota:
[1] Cuenta Toni Salado en su último artículo que Jordi Pujol se dirigió al histórico dirigente del PSUC Guti con las siguientes palabras: «Guti, no et pensis que sòc tonto. Jo ja sé que rera l’Assemblea de Catalunya i «Llibertat, Amnistia i Estatut d’Autonomia» esteu els comunistes!. Però això i el tema de «Catalunya, un sol poble», a nosaltres també ens interessa per construir Catalunya un cop estiguem en democràcia…»
Antoni-Ítalo Moragas Sánchez es matemático y doctorando en Economía en el Instituto Europeo Universitario.
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