Uno de los graves problemas de la izquierda tiene que ver con lo mal que gestiona las habitaciones cerradas. Las habitaciones cerradas son inseparables de la práctica política, tanto en la más abierta de las organizaciones, como -desde luego- en el trabajo en la clandestinidad. En las últimas décadas la izquierda se ha visto obligada […]
Uno de los graves problemas de la izquierda tiene que ver con lo mal que gestiona las habitaciones cerradas. Las habitaciones cerradas son inseparables de la práctica política, tanto en la más abierta de las organizaciones, como -desde luego- en el trabajo en la clandestinidad. En las últimas décadas la izquierda se ha visto obligada a trabajar en habitaciones cada vez más pequeñas en las que cabía cada vez menos gente.
Uno de los graves problemas de la izquierda es que trabaja con grandes planes y grandes principios. Los grandes planes y los grandes principios son imprescindibles cuando se trata de plantear una política transformadora que, como dice la Internacional, cambie de base el mundo. Pero cuando se lee el mundo exterior a partir de grandes planes y grandes principios suele ocurrir que se diluye en ellos la personalidad individual, a la que sólo se reconoce la voluntad de anularse a sí misma en el regazo de la Historia. Pendiente de los grandes planes y los grandes principios, la izquierda ha condescendido pocas veces a tomar en consideración -por ejemplo- el carácter y sus misterios, o sencillamente el cansancio, exigiendo grandes gestas y grandes sacrificios. En las condiciones adversas en las que ha trabajado históricamente la izquierda, las grandes gestas y los grandes sacrificios han sido muchas veces necesarios, pero no deja de ser contradictorio que esos grandes planes y esos grandes principios, orientados a reivindicar a la humanidad común, cursi y chapucera, frente a los ricos y los poderosos, haya acabado reclamando, como su condición misma, la producción previa de un héroe muy masculino, duro, severo, valiente, sin flaquezas, tan dispuesto al sacrificio como legitimado a exigir el sacrificio ajeno. En ese mundo de grandes planes y grandes principios que reclama la impersonalidad de las grandes gestas y los grandes sacrificios lo único personal que puede introducirse es la traición. Entre el héroe y el traidor -donde se sitúa la mayor parte de la gente- no hay nada y no se consiente nada: ni errores ni hormonas ni edipos ni duelos. El héroe debe ser admirado; el traidor eliminado.
La gran paradoja antropológica de la izquierda es ésta de que -en las condiciones más adversas, es verdad- ha defendido grandes planes y grandes principios en habitaciones pequeñas con gente necesariamente pequeña forjada con intermedios sentimientos pequeños. Se invoca la Humanidad y su Felicidad en lugares pequeños, células pequeñas, pequeñas conspiraciones de salón, asambleas pequeñas, donde las decisiones las toman humanos pequeños y concretos, ni héroes ni traidores, con sus sufrimientos pequeños y concretos. Cuanto más pequeña es una habitación y más concretos son los humanos que en ella deliberan más deberían tenerse en cuenta los móviles extrapolíticos y afectivos de nuestras decisiones y más cuidadosos y pacientes deberíamos ser (virtudes poco heroicas, cierto) con nuestros compañeros. Los héroes sin flaquezas estarán siempre dispuestos a sacrificar la vida asaltando el palacio de Invierno, pero no a sacrificar su fuerza asaltando su propia cabeza.
Ocurre más bien lo contrario. Como estamos defendiendo grandes planes y grandes principios, y nuestra medida es la «lucha de clases» (o la salvación del mundo o al menos de España), toda pequeña disonancia de carácter es interpretada como hostilidad política. Frente al adverso mundo exterior y a los disonantes traidores internos constituimos un «dentro» en el que la camaradería, reducida al sentimentalismo autorreferencial, se diferencia poco del sectarismo. Nos vamos cargando de razón y vaciando de mundo; y vaciándonos tanto más de mundo cuanto más nos cargamos de razón: como en un frontón, sólo devolvemos las pelotas que nosotros mismos hemos lanzado. Frente a ese «dentro» los disonantes, los que se quedan y se creen «fuera», forman a su vez un «dentro» igualmente cargado de razón e igualmente vacío de mundo. De este modo, dos o tres o cuatro o cien «dentros», unos frente a otros, se van cargando respectivamente de razón y despojando recíprocamente de mundo y así la izquierda, «dentro» contra «dentro», no-mundo contra no-mundo, se acaba autodestruyendo en paralelo a un «fuera» -el mundo mismo que queremos cambiar- que nos teme o nos desprecia. El hecho de que esas habitaciones cerradas y pequeñas sean hoy virtuales -listas de whatsapp o chats de facebook- sólo facilita este proceso de ensimismamiento pseudorracional y extramundano en el que la frontera amigo/enemigo siempre deja fuera la realidad misma.
¿Estamos condenados una vez más a la autodestrucción? ¿Qué podemos hacer? Si las habitaciones cerradas son necesarias incluso en la más abierta de las organizaciones, es necesario establecer siempre un «fuera» que no pueda convertirse en «dentro», que permanezca siempre exterior a esta constelación de interiores enfrentados. Un «fuera» así es lo que en epistemología se llama un «criterio». Ese «criterio», en efecto, sólo puede ser la «gente»; es decir, planes pequeños, ideas pequeñas y espacios grandes y abiertos. Mientras nuestra política siga definiéndose en el enfrentamiento de unos «dentros» contra otros y considere, además, que la Humanidad lejana autoriza a maltratar a los amigos, no haremos otra cosa que alimentar la misantropía, el más poderoso argumento contrarrevolucionario. Si hay algo que la gente no perdona de la vieja izquierda -más aún que su apoltronamiento ideológico y organizativo- es el puritanismo, la arrogancia intelectual, la impaciencia, la indelicadeza, la descortesía, la falta de cuidado y el heroísmo abstracto. Descarguemos la razón; contraigamos mundo.
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