Uno creía que la razón de ser de la justicia consistía, precisamente, así hablemos del concepto o de su administración, en esa virtud, asegura el diccionario, «que inclina a dar a cada uno lo que le pertenece o corresponde». Aquello que debe hacerse «según el derecho o la razón». Y administrarla, insiste el diccionario, sólo […]
Uno creía que la razón de ser de la justicia consistía, precisamente, así hablemos del concepto o de su administración, en esa virtud, asegura el diccionario, «que inclina a dar a cada uno lo que le pertenece o corresponde». Aquello que debe hacerse «según el derecho o la razón». Y administrarla, insiste el diccionario, sólo requiere «aplicar las leyes y hacer cumplir las sentencias». La ley, y prometo no volver al diccionario, es «la norma o precepto, de obligado cumplimiento, que una autoridad establece para regular, obligar o prohibir una cosa, generalmente en consonancia con la justicia y la ética». Nótese que se habla de derecho, de ética, de razón… y sépase que todos los seres humanos somos iguales ante la ley.
Uno creía que en la consagración de todos los citados y hermosos conceptos, los jueces encargados de administrarlos y aplicar las leyes, se basaban en pruebas, en fundamentos. Uno creía que se examinaban las documentaciones presentadas, que se contrastaban los testimonios, que se comprobaban las coartadas, que el acusado tenía derecho a defenderse… y que para que todo ello fuera posible, disponía la justicia, además de los doctos saberes de sus eminencias, de los especialistas, técnicos y demás profesionales que pudieran requerir para no errar el fiel de su sentencia. Uno creía que, en verdad, era la Cenicienta la que perdió el zapato…
Ocurre que no, que acaso porque a ello respondan los nuevos tiempos, tan parecidos a los que olvidamos, los jueces, en lugar de apelar a aquellos trasnochados y caducos conceptos ya en desuso, y a socorrerse de presuntos peritos o expertos, consideran más ecuánime valerse de sus presentimientos, por supuesto infalibles, que de una supuesta prueba. Dejarse llevar de la inequívoca intuición en lugar de perder el tiempo verificando indicios, sirve igual a la causa y ahorra tiempo y recursos al Estado.
Las «sensaciones» de algunos jueces, por ejemplo, sirvieron recientemente para negar el derecho universal al voto a cientos de miles de vascos. Y no dudo de que, también, haya sido la certeza de una divina premonición la que ha sentenciado al candidato del Partido Popular que simuló amenazas de muerte, atentado incluido, en un esperpéntico montaje merecedor de todas las portadas y condenas, a 2.160 euros de multa.
En un país en el que un grito «políticamente incorrecto» puede suponerle a un joven dos años de cárcel, llama la atención, y la atención grita a la vergüenza, que el candidato popular haya salido tan graciosamente del incidente, sin causar, por cierto, ninguna alarma social y sin que sus vecinos, los mismos que debió desalojar la policía mientras investigaba la posible colocación de más bombas, hayan repudiado su presencia.
Claro que, donde esté una buena corazonada que se quite el mejor experticio, debió pensar el juez antes de ponerlo en libertad. Y nada más eficaz que una agradecida sensación a los postres para desechar las evidencias, dejarse llevar de un feliz presentimiento y evacuar un intuitivo arrebato.
Y como el movimiento se demuestra andando, pronto los jueces cambiarán sus honorables togas, birretes y puñetas, por atuendos acordes a sus fallos, como cucuruchos y capirotes; y en lugar de abogados que, a partir del caso, hagan posible el juicio, contarán con videntes que hagan del juicio un caso: chamanes, magos, espíritus civiles… Y en vez de ciencias lentas y tediosas, dispondrán de bolas de cristal, cartas de tarot y sombreros de copa.
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