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Noticias desde el trabajo inmaterial IV

La labor del intelectual y los premios Nobel de Literatura: Sartre, Pasternak y Günter Grass

Fuentes: Rebelión

Los Premios ensayísticos propuestos a los intelectuales actuales pretenden recuperar la tradición de las Academias de las Ciencias y las Artes europeas de los siglos XVIII y XIX. Loable resulta que se incentive la labor productiva del trabajo inmaterial, de una realización productiva que no cede ante el tiempo de la venalidad universal y que […]

Los Premios ensayísticos propuestos a los intelectuales actuales pretenden recuperar la tradición de las Academias de las Ciencias y las Artes europeas de los siglos XVIII y XIX. Loable resulta que se incentive la labor productiva del trabajo inmaterial, de una realización productiva que no cede ante el tiempo de la venalidad universal y que valora, no un episodio o dos de la biografía intelectual de una persona; sino la totalidad de un trabajo al que se consagra una vida entera.

En 1749 la Academia de Dijon planteaba un concurso de ensayo que respondiese a la pregunta: Si le rétablissement des sciences et des arts a contribué à épurer les moeurs? Y que ganaría un filósofo desconocido, amigo de Diderot, con un escrito anti-ilustrado que contenía toda una crítica de la civilización, titulado: Discours sur les sciences et les arts; su autor, un tal Jean Jacques Rousseau.

La Real Academia de las Ciencias y las Bellas Artes de Berlin, fundada en 1700, a partir de su reestructuración en 1744-46 ofrecía un premio anual de 50 ducados a los mejores trabajos científicos o literarios, que podían ser escritos en Alemán, Francés o Latín. Personajes como Lessing y Mendelssohn, Herder y Kant, D’Alembert y Condillac participaron con mayor o menor fortuna. Kant fue derrotado varias veces, mientras que Herder

Boris Pasternak

vencería con su ensayo Abhandlung über der Ursprung der Sprache (1772), respondiendo a una de las cuestiones de la Academia berlinesa.

Arthur Schopenhauer contaba con unos cincuenta años cuando obtuvo el premio de la Real Academia Noruega (1839) a quien mejor contestase a la pregunta planteada por la citada institución. Respondió con su famoso tratado Über die Wille in der Natur (publicado en 1836) reformado y presentado bajo el título Über die Freiheit des menschlichen Willens (1839) que fue muy justamente galardonado. Un año más tarde la Real Academia Danesa de las Ciencias no premia su escrito Über das Fundament der Moral (1840), pese a ser la única obra presentada a concurso, declarando el premio desierto. Tras el precedente de estas prestigiosas competiciones intelectuales ya en el siglo XX se instituirán los Premios Nobel, entre los que el de Literatura representará hasta nuestros días el premio al sabio por excelencia.

Frente a la competición destructiva del neoliberalismo actual el agonismo intelectual que han representado los concursos de ensayo de los últimos tres siglos en Occidente, lejos de la dogmática disputatio medieval, queda como muestra de la creatividad existente en un momento dado de la historia; no para corroborar un dogma o vender un sistema, sino sobre todo como muestra de innovación ante el reto de resolver nuevos problemas. La motivación más noble de la tarea intelectual es el deseo de resolver problemas vigentes y la voluntad de construir un mundo más justo, con el concurso de la razón y la inteligencia.

Siendo el premio más grande de los que se atribuyen a los intelectuales en el siglo pasado y en el presente, el Premio Nobel, eminentemente el de Literatura, tan sólo dos de los muchos grandes a los que les fue otorgado ese galardón lo rechazaron y, ambos, podemos decir, por razones ligadas al comunismo: nos referimos a Boris Pasternak, en 1958 y a Jean-Paul Sartre, en 1964.

A pesar de su abrumadora fama mundial hay que decir a favor de Sartre que éste, como Spinoza, mantuvo su vida sencilla, con pocas posesiones materiales y permaneció activamente comprometido con la mejora de la sociedad en que habitaba hasta el final de su vida. Y en cuanto a Boris Pasternak, el autor de la célebre novela Doctor Zhivago (1957) fue uno de los principales escritores de poesía de la Rusia soviética, sin que sus propias críticas al sistema en que habitaba y la proscripción de su famosa novela -que nos e publicaría en Rusia hasta 1987- le llevasen a dar nunca la espalda al proyecto comunista.

(Pasternak y Chukovsky en el Primer Congreso de escritores soviéticos, 1934)

Los motivos del rechazo de tan cuantioso y prestigioso premio por ambos son sujeto de conjeturas hermenéuticas sobre la conciencia del intelectual, luego añadiendo una más, al menos muy verosímil, a las interesadas especulaciones sobre la subjetividad de los grandes hombres al acometer dignas acciones; proponemos considerar que tal rechazo bien pudiera tener una íntima relación con los principios generales de un arte comunista. Al menos a aquel principio que dijese que no habría que respetar y considerar por igual al inventor de la dinamita e instigador del Premio, Alfred Nobel, que a los benefactores de la humanidad.

Se dice que fue por el arrepentimiento ante la destrucción que su invento más famoso provocó en la guerra que Alfred Nobel terminó donando en su testamento la riqueza proporcionada por la propiedad privada de la patente (para que con ello se instituyesen los premios que llevan su nombre en Literatura, Medicina, Física, Química y el de la Paz).

Al ser preguntado Sartre argumentó dos clases de razones para su rechazo del Nobel de Literatura, unas de naturaleza subjetiva y otras de naturaleza objetiva: «La razón subjetiva se desprende de mi concepción del intelectual, del escritor, que tiene que ser un realista crítico y rechazar toda institucionalización de su función (…). Diría incluso que si la literatura se institucionaliza, pues bien, forzosamente muere» (Jean-Paul Sartre, en: «Entrevista a Jean-Paul Sartre». Paris, octubre-noviembre de 1965, por Jorge Semprún. Cuadernos del Ruedo Ibérico, nº3). En Sartre la filosofía ha dejado de ser contemplativa y ha pasado a ser práctica, una literatura de compromiso con la transformación de la realidad. El intelectualismo consagrado a legitimar y sancionar el estado de cosas vigente de los pensadores integrados dócilmente en instituciones que premian sus sumisiones al sistema se contrapone a los insobornables e incorruptibles intelectuales libres, siempre en un difícil equilibrio entre la institucionalización y la marginación, cayendo en cuanto anomalías antes del lado de lo segundo que del lado de lo primero al romperse la negociación con la realidad existente a favor de las realidades por venir. Por eso en la misma entrevista en que aduce sus razones para rechazar el premio Nobel se compromete Sartre con la posición del socialista utópico, pese a la existencia real de la URSS, diciendo: «No creo que el socialismo exista hoy en parte alguna. Creo que hay países más adelantados que otros, porque han socializado sus medios de producción». Los motivos que hicieron que otros pensadores se retractasen de su pasado socialista para abrazar el

Jean-Paul Sartre

triunfo del capitalismo no afectaban a Sartre, cuyo compromiso no dependía de los avatares de los programas de encarnación del lógos comunista sobre la tierra, sino de la idea concebida y sostenida pese a los yerros, traiciones, conveniencias y derrotas, su compromiso era filosófico.

El carácter no contingente sino necesario del pensamiento y su praxis, en Sartre, no le convertía en ciego a los acontecimientos mundanos, sino que su verdadero realismo venía avalado por el hecho de permanecer atento a la promoción de lo posible antes que ha la consolidación de lo dado. Así, la razón objetiva que sostuvo el pensador francés para darse el lujo de dejar impreso en la Historia el ejemplo de propiciar un espaldarazo y una lección a la Academia sueca fue de lo más realista: «Consiste en que tal vez pueda aceptarse un premio internacional, pero sólo si lo es realmente. Es decir, si en una situación de tensión Este-Oeste, se atribuye tanto al Este como al Oeste, en función únicamente del valor de los escritores. Así ocurre con los premios Nobel científicos. Los premios Nobel científicos se atribuyen a rusos, a americanos, a checos, a hombres de cualquier país. Es un premio que sólo tiene en cuenta el aporte científico de tal o cual individuo. Pero, en literatura, no ocurre así. Sólo ha habido un premio soviético. Se trata de un gran escritor, Pasternak, que merecía ese premio desde hace veinte años. Pero, ¿cuándo se le da? En el preciso momento en que se quería crear dificultades al gobierno de su país. Se trata aquí, y así lo ha entendido todo el mundo, de una maniobra. No acuso a ningún miembro de la Academia Sueca de haber hecho una maniobra: son cosas que se producen casi objetivamente, ¿no es cierto? Pero considero que no es posible aceptar un premio que no es verdaderamente internacional, que es un premio del Oeste. Como para mí, precisamente, el verdadero problema reside en el enfrentamiento cultural del Este y del Oeste, la unidad en cierta medida contradictoria de ambas ideologías, su conflicto, su libre discusión, pienso que ese premio se dio de una manera que no me permitía aceptarlo, objetivamente» (Ibid.).

Por su parte y en su momento, Boris Pasternak, había argumentado su rechazo de una manera algo más breve y concisa que el pensador francés, pero pudiera decirse que su rechazo venía avalado por idénticas razones. Lo que hizo fue enviar un telegrama a la Academia sueca cuatro días después de saber que le habían concedido el premio, declinando recibirlo ante la seguridad de que se pretendía con éste forzar su deserción y traición a la Rusia soviética: «Considerando el significado que esta recompensa tiene en la sociedad a la que yo pertenezco, debo rechazar tan inmerecido premio que me ha sido otorgado. Por favor, no reciban mi voluntario rechazo con disgusto». Y aunque declinó el premio la concesión del mismo por parte del capitalismo llegó a provocarle problemas en Rusia. Merced a iniciativas como la de un falso dibujo para el St.Louis Post-Dispatch (oct.1958), de William Henry Mauldin, dibujante y fotógrafo que, vaya casualidad, se había iniciado en la carrera política en 1956 con la intención de ser congresista en New York. En el dibujo (falso, pues Pasternak jamás fue detenido) aparecía el escritor en Siberia diciéndole a otro supuesto preso que su crimen era haber ganado el premio Nobel para la literatura y preguntándole por su falta. Con actuaciones como la antecedente la posición de Pasternak en su país quedó comprometida hasta su muerte por cáncer de pulmón en 1960.

(I won the Nobel Prize for literature. What was your crime?)
(Dibujo de Bill Mauldin St.Louis Post-Dispatch, oct.1958)

Obviamente, tanto Pasternak como Sartre sabían de los desastres de la guerra y del principal uso de la dinamita, así como sabían de donde provenía la soldada de ese galardón, como era utilizado el premio por Occidente con fines políticos ligados a los intereses del capitalismo y, además, sabían muy bien que no siempre lo habían concedido a quien realmente tuviese los mayores méritos para merecerlo.

El primer ruso en recibir el Nobel no había sido Tolstoi, sino que había sido un prosista, Ivan Bunin, ya en 1933, escritor cuyo mayor mérito era el de oponerse a los bolcheviques, cosa que se quiso equilibrar el año posterior al rechazo de Sartre, cuando se le concedió a Mijail Sholojov. Y si recientemente se lo han otorgado a Harold Pinter o con anterioridad a Saramago y a Dario Fo, ha sido realizando esos cálculos de «ahora se lo damos a un rebelde, mañana a un integrado y pasado a un reaccionario, para así tener contentos a todos». Con todo, al menos Pinter aprovechó el Nobel para poder decir, por dos veces, siendo invitado a hablar a los parlamentarios en la Cámara de los Comunes de Londres y especialmente a Tony Blair, que «El hedor de la hipocresía resulta asfixiante»; en relación a la política de los Estados Unidos e Inglaterra respecto a la guerra de Irak y a otras de las fechorías del imperialismo anglosajón.

Lo que es en el séptimo arte, en 1973, el actor Marlon Brando recibió el Oscar por El Padrino, pero se negó a aceptarlo aduciendo que Hollywood discriminaba a la población indígena, humillándola y tergiversando su historia en multitud de películas del oeste, cosa absolutamente cierta. Aunque Sartre y Brando eran ya muy adinerados cuando rechazaron Nobel y Oscar respectivamente, se pudieron permitir el gesto; de modo que el mayor héroe de los rechazos hacia la compra-venta de las obras y del arte por el capitalismo del siglo XX fue sin duda Pasternak, a quienes los capitalistas difaman cuando aseguran que rechazó el premio por temor a ser deportado.

Y no es que los escritores o los actores, como cualquier otro trabajador, no tengan derecho a vivir de su labor (o no se vean forzados a vender su fuerza de trabajo) pero, siendo ejemplares intelectual, moral y políticamente para los demás hombres, esto es, constituyendo sus gestos y obras modelos de la correlación entre teoría y praxis (de que exista algún vínculo entre lo que se dice, lo que se piensa y lo que se hace) es digno de atención considerar si sus actos y sus ideas están interrelacionados.

La revelación del Premio Nobel de Literatura de 1999, Günter Grass, de su participación en las SS nazis al final de la Segunda Guerra Mundial, justo antes de sacar al mercado su Autobiografía en 2006, dice muy poco de lo oportuno de la enmienda en el momento de generar publicidad antes de sacar un libro al mercado y de lo inoportuno que hubiese sido el haberse pronunciado antes sobre tal acontecimiento biográfico; pues hubiera perdido con ello, probablemente, la oportunidad de ser nobelable y, desde luego, sin duda, el privilegio de ser condecorado como ciudadano de honor de una ciudad alemana. Ahora bien, al juzgar a Grass, como a cualquier otro, no puede tomarse un acontecimiento puntual de la juventud para evaluar toda una vida, como si ésta tuviese que presentarse absolutamente puritana y sin mancha alguna. El que critica de forma linchatoria no sólo tendría que hacerlo de una posición inmaculada, como Luciano Canfora ha dejado claro al escribir sobre el affaire Grass, sino que habría de ser superior intelectual y moralmente al condenado:

«Hace ya algunos años, en Italia se trató de linchar al estudioso que en junio de 1992 descubrió y publicó, habiendo hablado antes largamente con el propio Bobbio, la carta escrita por un Bobbio treintañero a Mussolini en julio de 1935 mediante la que realizaba una instrumental genuflexión política en beneficio de la propia posición académica. Por fortuna fue el mismo Bobbio quien dio la razón a su entrevistador y declaró culpable su propio silencio que había durado casi sesenta años. En aquella época hubo incluso quien desvarió sobre un complot encaminado a cerrarle a Bobbio el camino hacia el Quirinal. Y así va el mundo: moralismo de corriente alterna. Por no hablar del abismo que media entre la inmadura elección de un quinceañero en un país que se desmorona y que no ha recibido otra educación que la del régimen y la decisión fríamente adoptada, en tiempos por completo tranquilos, por un astuto académico. Revelación espontánea, la de Gunter Grass. No como la de Mitterand cuando sale a la luz su presencia activa en Vichy, de adulto, no de adolescente. Nadie le exigió entonces que dejase la presidencia. En conclusión, la improvisada persecución verbal urdida contra Günter Grass, si bien carece de fundamento moral alguno y es tan sólo una jugada cínica, sin embargo resulta muy reveladora respecto del clima de la actual Alemania. Una voz crítica, tradicionalmente no conformista, cual es la suya, molesta: y en consecuencia, todo argumento resulta útil para golpearla, incluso un sobresalto de hiperantifascismo de pura fachada» (Luciano Canfora El caso Günter Grass: antifascismo de fachada y moralismo de corriente alterna. Sin Permiso-Rebelión 24-9-2006).

Las vidas se evalúan en su conjunto, motivo de que no proceda la descalificación del todo en vista de una pequeña parte; si bien en contrario, un acto grande y heroico, beneficioso para la humanidad, bien puede redimir varios pequeños errores, fallos y maldades, puntuales. Los griegos decían precisamente a causa de las consideraciones antecedentes que de nadie podía decirse que había sido feliz hasta que no había agotado hasta el último de sus días. De ahí que sólo las leyendas de los santos se nos presentan como vidas inmaculadas en todos y cada uno de sus momentos y de sus actos.

Otra cosa muy distinta son las vidas que se han visto obligadas a transitar en la mentira, que han presentado siempre a los poderes vigentes en cada momento, conveniente pleitesía, adulación y justificación. Muchos se escudarán en la sofística como medio de presentar una máscara al poder para no ser presa de su violencia, pero al cabo del tiempo, si se usan demasiadas caretas, se acaba olvidando como habría de ser el propio rostro y desconociendo la propia cara. Por eso no conviene deslizarse por la vía del engaño. No porque se coja antes a un mentiroso que a un cojo sino porque de tanto mudar de faz, puédese ésta endurecer, como retrato de Dorian Grey y empezar con flexible careta para terminar siendo un caradura, esto es, de una catadura que a nadie guste probar.

Sobre el affaire Grass se preguntaba y respondía el infatigable Vargas Llosa durante el verano pasado en el que se destapó el asunto: «¿Afecta lo ocurrido a la obra literaria de Günter Grass? En absoluto (…). ¿Y sus pronunciamientos políticos y cívicos que ocupan una buena parte de su obra ensayística y periodística? Perderán algo de su pugnacidad, sin duda, sus fulminaciones contra los alemanes que no se atrevían a encararse con su propio pasado ni reconocían sus culpas en las devastaciones y horrores que produjeron Hitler y el nazismo, y se refugiaban en la amnesia y el silencio hipócrita en vez de redimirse con una genuina autocrítica. Pero, que quien estas ideas predicaba con tanta energía tuviera rabo de paja, pues él escondía también algún muerto en el armario, no significa en modo alguno que aquellas ideas fueran equivocadas ni injustas». Indicando que en la sociedad del espectáculo en la que vivimos pronto se olvidará ese hecho pero que en la historia de las letras no sería olvidado El tambor de hojalata, la mejor obra del escritor alemán. Y aunque las ideas de Vargas Llosa no sean necesariamente falsas por ser él un hombre tan de paja neoliberal, en el conjunto de su itinerario político-literario no cabe duda de que, a diferencia de lo que dice el hispanoperuano sobre la literatura -que sólo es una labor de entretenimiento de las masas aburridas y tediosas- estamos entre los que consideramos, muy al contrario, que toda labor artística y de pensamiento que no está respaldada por la propia biografía y encaminada a la mejora de uno mismo y de la humanidad en su conjunto es, en cierto modo y en cierto grado, manifiestamente fraudulenta.

¿Pasó ya el tiempo del intelectual comprometido? ¿Desapareció de la faz de la tierra el guía artístico, la vanguardia del intelecto, el ejemplo viviente de su propia obra? Nietzsche lo señaló al pedirle absoluta coherencia al Richard: «¿Cuál de vosotros está dispuesto a renunciar al poder porque sabe y experimenta que el poder es malo?» (Nietzsche Richard Wagner en Bayreuth, 11). El músico no iba a renunciar a la gloria en aras de la redención, incumpliendo sus propios postulados. Discutible resulta si aceptar el homenaje que merecía en Bayreuth pudiera considerarse un episodio de traición al proyecto común con el filósofo. Ahí están su música, sus escritos y sus actos.

Frente al poder del señor de los anillos se yergue la necesidad de que por la sangre del poeta épico corra algo de la epopeya formándose así su carácter, su ética íntima (êthos), de modo que pueda considerársele como un artista auténtico y no como un vendido. De ahí que Heidegger al hablar de la doctrina platónica de la verdad y del mito de la caverna nos indicase que educación (paideia), formación, estudio y verdad (alétheia), estaban esencialmente vinculados antes de la modernidad. Sin embargo hoy en día difícilmente se encontraría a alguien que rechazase el millón de euros a que asciende el Premio de la Dinamita y a los contratos que supone para la compra-venta de su obra como mercancía. Y no sólo por la cuantía económica del asunto sino porque también implica para el autor el conocimiento por el público de su trabajo, la posibilidad de que llegue a manos de los demás el regalo que se les ha confeccionado concienzudamente.

Así, lejos del dinero y del poder vemos que autenticidad y responsabilidad, en lugar de éticas antitéticas seguirán formando parte de la labor del intelectual que pretenda merecer respeto, credibilidad y dignidad suficientes como para ser emuladas y atendidas por las generaciones futuras. A este respecto no importa tanto el bando en el que se milita o la adhesión ideológica que se otorga como la coherencia con la que se lleva esa acción a cabo. Cuando Diógenes Laercio escribió las vidas de los filósofos ilustres lo hizo porque la antigüedad las consideraba como ejemplares y dignas de emulación.

De todos sabido que entre algunos premios a los intelectuales a veces se tercia el tongo mediante la intervención del tendero editorial, sobre todo cuando los fastos se celebran en tierras capitalistas. Así susurran siempre las malas lenguas en los ambientes intelectuales, esos en los que todo el mundo habla mal de todo el mundo y en los que, entre mentirosa baba de basilisco y rastrero insulto del bestiario, se dice de vez en cuando alguna verdad, como que, por ejemplo, entre los famosos premios Anagrama de Ensayo, siempre será mejor el finalista que el premiado.

Lejos sin embargo de la intención de éstas líneas el juzgar sobre la idoneidad de ningún premiado en ningún certamen que celebre las aportaciones de la inteligencia al planeta y del talento a la humanidad, sino a lo sumo se critica a los jueces, y aun así no habrían de contestar éstos a quien desde tan abajo les condenase. Ya que, como indicaba Rousseau en una de sus controversias, sólo se está forzado o compelido a responder ante el más sabio o el de mayor autoridad, nunca a los ignorantes:

«He de responderle, ya que usted mismo me fuerza a ello. Si sólo hubiera atacado mi libro, le habría dejado decir cuanto quisiera; pero se mete usted también con mi persona y, cuanto mayor es su autoridad entre los hombres, menos puedo callar ante su voluntad de deshonrarme» (J.J.Rousseau Escritos polémicos. Editorial Técnos. Madrid 1994. «Carta de J.J.Rousseau a Christophe de Beaumont. Arzobispo de París, Duque de San Clodoaldo, Par de Francia, Comendador de la Orden del Espíritu Santo, Director de la Sorbona, etc» [18 de noviembre de 1762]).

Sólo una persona con peso y autoridad igual o semejante a quienes grandes y medianas cosas han escrito tiene legitimidad para poder emitir un juicio sobre las mismas y no por mor de un respeto de anacrónicas jerarquías sino por una evidencia actual. La maledicencia es un gran deporte en el mundo egotista y narcisista del capital y del espectáculo, televisión y parlamento dan el mal ejemplo, algo que emponzoña más a quien vomita que a quien recibe. Para toda la pútrida baba de basiliscos, mientras lo sean, ha de valer lo que Sócrates dijo en una ocasión: no hay que extrañarse de que los asnos rebuznen o de que suelten frecuentemente una coz. Tampoco hemos de extrañarnos si nosotros rebuznamos o coceamos, pero extraño e inaceptable es que nos rebuzne el sabio.

Afortunadamente, tanto para los que somos ignorantes como para los que son sabios, el ser humano, en virtud de su plasticidad, es tanto capaz de descender hasta el asno como de ascender hacia el dios. De nosotros depende en buena parte que la tendencia a lo primero no sea lo que prime en nuestra existencia y de que enderecemos las energías en la dirección de lo noble, justo, bello, bueno y verdadero en lugar de hacia sus contrarios. Pero todo esto ¿para qué? ¿Cuál es el objetivo de esbozar unas Migajas filosóficas?

El meta y el premio de seguir el ejemplo de los grandes y olvidarse de lo pequeño es alcanzar la propiedad colectiva de las ciencias y las artes, la declaración como patrimonio de la humanidad de todas las proezas de la razón, así como lograr que el cultivo de las artes y las ciencias queden garantizadas a todos por la protección y fomento libre de quienes se consagran a ellas.

Después de mucho enfermizamente criticar, al final de la inestable juventud, muchos se dan cuenta de que más noble y fructífero es el halago de las buenas obras que el resentimiento hacia las malas, que lo grande y hermoso sólo puede surgir de la plenitud y no de las carencias, de las virtudes y no de las frustraciones; que quienes vienen después habrán de recorrer los caminos que otros recorrieron antes para procurar ser mejores que los que les precedieron y devolver con creces lo bueno que se ha recibido.

Quizás alguien pudiera pensar que Sartre y Pasternak son mejores que Günter Grass -en todos los sentidos que la palabra griega «aristós» pueda alcanzar- pues avanzaron más aún en el camino hacia la ejemplaridad y la verdad, pero Grass es igualmente un gigante, al que estar agradecidos. Luego quizás sólo podemos decir que los primeros son mayores ejemplos para los venideros que el segundo, siendo los tres ejemplares, afirmación de simple opinión que reconoce que no cuenta con la vara de medir ni de juzgar en general; sino tan sólo con la presunción de que lo semejante engendra a lo semejante.

Resulta ante ellos ridícula una sociedad como la nuestra, la de la masa de borregos del capitalismo consumista, en la que cualquier «idiotes» -en el sentido etimológico de la palabra griega, que indica tan sólo a cualquier particular- se cree con derecho a juzgar a quienes no lo son. El motivo es que en el mundo de la adoración del becerro de oro ya no se juzga como ciudadano ante el tribunal de la razón sino como cliente ante el tribunal del consumidor, una muestra más y una demostración palpable de que el lugar de la política lo ha ocupado el mercado. Una alteración con funestas consecuencias en todos los órdenes de la existencia.

Llega entonces el tiempo de la epojé, de la suspensión del juicio, y, con ésta, el convencimiento, rememorando tiempos mejores, de que el mayor premio del cultivo de las artes y las ciencias no puede ser el dinero ni la gloria, el poder o los placeres, sino el convertirse en un hombre mejor y promover la conversión de otros en mejores hombres. Así habrá que seguir, socráticamente, kierkegaardianamente y marxianamente, hasta que la humanidad, nuestra humanidad, alcance su plenitud y elimine su desgracia.