Una historia de artesanías políticas, el trabajo paciente de siete años de obsesivas hormigas militantes en busca de la ampliación de derechos en Uruguay, marcadas por bloqueos y demoras, se aproxima ahora a su culminación. Han debido transcurrir décadas de agonías silenciadas, de súplicas que rebotaron contra los muros marmóreos del parlamento, y años recientes de cajoneos y chicanas bajo la férula de la coalición ultrarreaccionaria que gobernó el período pasado, para que recién ahora la eutanasia se asome a las puertas del Senado. Allí, donde el Frente Amplio (FA) cuenta hoy con mayoría propia, la correlación de fuerzas se inclina, por fin, hacia la dignidad.
1. “El tiempo humano frente al tiempo legislativo
Aun así, el tiempo legislativo, pesado y solemne, parece ignorar la fragilidad del tiempo humano: efímero, urgente, irremediable. Mientras la enfermedad devora cuerpos y la lucidez se despide entre sollozos apenas audibles, la política se demora en conceder lo que debería ser un derecho elemental. Uruguay, tantas veces pionero en conquistas civiles, se permitió el lujo de relegar el alivio último, como si la dignidad pudiera esperar su turno en la antesala de la muerte.
En 2019, un pequeño grupo de referentes de los derechos civiles y sociales -Isabel Villar, fundadora y directora durante tres décadas del suplemento feminista La República de las Mujeres, Margarita Percovich, Clara Fassner, Ítalo Bove, Alicia Fajardo y otros frenteamplistas- comenzó a trazar los primeros esbozos de un proyecto de ley hacia la muerte digna. Un año después, el entonces diputado Ope Pasquet sorprendió al presentar un proyecto propio, pese a militar en un Partido Colorado que hoy no es más que una caricatura grotesca de aquel impulsor de resguardos y libertades en tiempos de don Pepe Batlle. Mucho más aún desde que el último progresista, el hoy diputado Fernando Amado, se uniera a las filas frentistas. En ese espacio político no quedan más que defensores de la impunidad.
Como tantas veces, los proyectos frenteamplistas se gestan primero en la sociedad civil hasta que el FA decide finalmente asumirlos. Así, en 2021 emergió un proyecto más abarcador, que superaba el carácter meramente penalista del texto de Pasquet -limitado a despenalizar la responsabilidad médica- que colocaba en el centro el derecho soberano sobre el propio cuerpo. La ley que ahora llega al Senado es, al fin, la confluencia de proyectos divergentes, pero también la confluencia de memorias de sufrimiento y anhelos de libertad, destilados en un texto que mejora sustancialmente el esqueleto inicial de Pasquet.
2. Derecho, autonomía y dignidad
Este proyecto no abre simplemente una puerta jurídica. Consagra, en el lenguaje solemne de la ley, el derecho de cada persona a despedirse de la vida con la frente erguida y no bajo el látigo del dolor. El artículo 2 lo proclama sin ambages: todo mayor de edad, psíquicamente apto, que transite la etapa terminal de una enfermedad incurable o padezca sufrimientos insoportables, tiene derecho a solicitar la eutanasia para morir de manera apacible y digna. No es un permiso otorgado desde arriba, sino la afirmación de un derecho elemental en el umbral de la existencia. Se trata, en última instancia, de la cristalización de una autonomía largamente negada: una victoria del individuo sobre el tiempo legislativo que siempre llegó tarde, un acto de justicia contra la demora insoportablemente implacable del poder.
La progresividad se refuerza en cada detalle: la posibilidad de revocar la decisión en cualquier momento, sin trámite ni formalidad; la obligación de todo prestador de salud -incluso militar o policial- de asegurar la práctica; la objeción de conciencia limitada a las personas y jamás a las instituciones; la exención de responsabilidad para quienes asistan; y la creación de una Comisión Honoraria de Revisión que integra al Ministerio (MSP), la Universidad de la República, el Colegio Médico y la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo. Hasta la simbología se cuida: la muerte por eutanasia “será considerada natural”, aunque “se indicará la causa básica de la muerte y además se hará constar que la eutanasia fue su causa final” (art. 10) devolviendo al acto de morir su fulgor de elección legítima. Es, en suma, un texto que no solo despenaliza, sino que afirma derechos, reordena jerarquías entre paciente y sistema y cincela en el mármol institucional la convicción de que la dignidad no concluye sino con la vida misma.
Quienes defienden la eutanasia parten de un axioma tan elemental como subversivo: nadie es dueño del cuerpo ajeno, ni el Estado, ni la Iglesia, ni la familia. El derecho a la vida no puede confundirse con la obligación de subsistir en la indignidad. Incluso bajo cuidados paliativos, el dolor puede persistir, y la medicina -convertida en industria de esperanzas y prolongaciones artificiales- suele pretender curar lo incurable: la propia muerte. De allí que se reclame la eutanasia como un derecho humano y un imperativo ético, como la última conquista de la autonomía en sociedades que ya aprendieron a legislar sobre el amor, la reproducción y la identidad, y que ahora se atreven a legislar sobre la despedida.
Del otro lado se alza un coro monocorde de objeciones, envuelto en un paternalismo que se aferra a su cetro. Se invoca el Código Penal como si una letra muerta pudiera decretar la eternidad del sufrimiento; se habla de ternura y acompañamiento espiritual como si fueran equivalentes a la libertad; y se llega incluso a infantilizar al paciente, sospechando de su capacidad para decidir sobre sí mismo. El ropaje amable de los cuidados paliativos encubre, no pocas veces, la voluntad de prolongar el tormento, como si la dignidad fuera un lujo prescindible. Quienes niegan la eutanasia temen que la medicina se “ensucie” con la muerte, cuando en verdad lo que haría sería reconciliarse con su límite. Prefieren un encarnizamiento terapéutico que convierte cuerpos en cárceles, antes que admitir que la soberanía del individuo alcanza hasta el último suspiro.
Resulta casi conmovedor -si no fuera trágico- escuchar a ciertos guardianes de la moral insistir en que “no hay muertes indignas”, como si los estertores prolongados, los cuerpos consumidos por la morfina y las mentes atrapadas en la penumbra no fueran la encarnación misma de la indignidad. En su retórica, la libertad se degrada en “libertinaje” (término que desde la discursividad de aquella moralina vitoriana de principios del siglo pasado no había vuelto a escuchar) y la compasión se convierte en complicidad con el dolor. Hablan de brindar cariño mientras decretan la prolongación de la agonía; predican la sacralidad de la vida mientras le niegan a esa misma vida el derecho a elegir su desenlace. En ese desfase, casi grotesco, la sociedad entera queda retratada: un pie en la modernidad que legisla sobre derechos inéditos y otro aún hundido en la superstición arcaica de que la muerte pertenece a los dioses y no a la humanidad.
Tal como advierte el filósofo Michel Onfray, en su crítica a los monoteísmos, estas religiones han elevado el sufrimiento a categoría de virtud, como si el dolor fuera un tránsito necesario hacia la redención. Esa moral de la tortura, que convierte la agonía en mérito, explica gran parte de la resistencia conservadora a la eutanasia. En cambio, una ética materialista y libertaria -la que Uruguay se dispone a consagrar en ley- entiende que aliviar el padecimiento no solo no es pecado, sino un gesto de justicia. Allí donde la religión glorifica la herida, la razón laica debe ofrecer bálsamo.
La demora de la Comisión de Salud del Senado del período precedente no fue mera dilación burocrática: fue una afrenta abierta a la dignidad. Durante más de un año, la mayoría parlamentaria ultraconservadora ignoró tanto la voluntad expresada en las encuestas -más del 80% de la ciudadanía y la mayoría del cuerpo médico- como el clamor de quienes atravesaban sufrimientos intolerables. Esa resistencia no fue neutralidad, sino complicidad; no fue demora, sino prolongación calculada del dolor ajeno por cálculo político o dogma espiritual. Fue, en definitiva, un desprecio de derechos fundamentales maquillado de prudencia.
Este proyecto se inscribe en la tradición más amplia y noble de los derechos humanos. La Declaración Universal proclama la dignidad intrínseca de todas las personas; el Pacto de San José consagra la integridad física y moral; la propia Constitución uruguaya reconoce libertades inherentes a la personalidad humana. A esa trama de derechos se suma ahora la facultad de decidir sobre el propio final, no como una dádiva del Estado, sino como la constatación de que la libertad debe escoltar a la vida hasta su último aliento.
Uruguay, tantas veces faro en conquistas civiles, aparece aquí dividido entre su mejor tradición y sus inercias más rancias. El debate sobre la eutanasia vuelve a colocarlo frente a su espejo: un país capaz de abolir la esclavitud tempranamente, de secularizar escuelas y cementerios, de legalizar el divorcio y el aborto, o legalizar el cannabis en el gobierno frentista del Pepe Mujica, pero también capaz de empantanarse durante años en comisiones que se resisten a legislar lo evidente. Mientras Holanda, Bélgica, España, Canadá o Nueva Zelanda -por citar solo algunos ejemplos, con sus diferencias y particularidades- ya reconocieron la eutanasia como un derecho, Uruguay recién ahora se atreve a transitar esa senda. No llega tarde a la historia, pero tampoco a tiempo: llega a su propio ritmo, entre avances pioneros y demoras tan dolorosas como la agonía. La ley de eutanasia, al fin, recupera esa senda humanitaria: reconocer que no hay muerte digna sin libertad de elegir cómo y cuándo despedirse, porque la dignidad, sin libertad hasta el último instante, se convierte en palabra vacía.
Algunos detractores agitan el espantajo manido de que la eutanasia podría volverse una condena para pobres, ancianos o personas con discapacidad. La falacia es evidente: el proyecto jamás incluye la vejez, la vulnerabilidad social ni la discapacidad como criterios de acceso. Únicamente la etapa terminal de una enfermedad incurable, con sufrimiento insoportable, habilita la solicitud. Lo demás es sembrar miedo donde deberían regir garantías. La pobreza mata en el abandono estatal, no en los hospitales; la marginación arranca vidas en los barrios olvidados, no en las salas donde se pide alivio. Convertir el derecho a decidir en amenaza para los débiles es un artificio retórico tan cruel como hipócrita, que usa a los vulnerables como escudo para negarles el derecho mismo que proclama defender.
La ley de eutanasia no surge en un vacío, sino que se inscribe en una senda ya trazada en Uruguay. Desde 2008, durante el primer gobierno del FA, la Ley de Derechos y Obligaciones de Pacientes y Usuarios reconoce la autonomía para aceptar o rechazar tratamientos, incluso para revocar consentimientos dados; establece el derecho a cuidados paliativos; y garantiza evitar la prolongación artificial de la vida cuando no hay perspectivas de mejora. La eutanasia aparece así no como ruptura, sino como el paso siguiente en la misma lógica de respeto por la voluntad de los llamados pacientes: ampliar el horizonte de la libertad en el umbral mismo de la muerte.
Algo análogo sucede con la Ley de Voluntad Anticipada, aprobada en 2009, que autoriza a cualquier persona a dejar asentado su rechazo a tratamientos médicos que prolonguen su vida en condiciones terminales. Si el ordenamiento jurídico ya admite que se pueda decir “no” al encarnizamiento terapéutico, ¿por qué negar ahora el derecho a decir “basta”, acompañado por un médico? La eutanasia no es otra cosa que la coherencia llevada hasta sus últimas consecuencias: dar continuidad a la palabra empeñada en vida, cuando la voz del paciente se extingue entre los suspiros de la agonía.
Los detractores de la eutanasia recurren a un repertorio discursivo que encaja con precisión en lo que Michel Foucault denominó biopolítica: el poder que se arroga la gestión de la vida y de los cuerpos, en nombre de una supuesta normalidad colectiva. Bajo el ropaje de la moral médica o religiosa, pretenden administrar la duración de la existencia como si la vida fuera un simple recurso productivo, reduciendo al enfermo terminal a pieza de engranaje en una maquinaria social que decide cuánto vale aún su aliento. La fórmula foucaultiana de “hacer vivir y dejar morir” resuena aquí con claridad: mientras el Estado protege y prolonga la vida de los cuerpos considerados útiles, deja morir -o más bien obliga a prolongar la agonía- a quienes no se ajustan a los parámetros de salud o productividad. Al negar el derecho a la eutanasia, se perpetúa el control sobre la vida biológica, imponiendo sufrimiento en nombre de una sacralidad abstracta. No se trata de salvar, sino de disciplinar; no de acompañar, sino de conservar el poder de decidir quién puede disponer de su cuerpo y quién no.
Frente a esa pretensión de administrar la existencia, la eutanasia aparece como un gesto de insurrección biopolítica radical: la reapropiación de lo único que en verdad pertenece al individuo, su propio cuerpo. Decidir el momento del final es quebrar el cerco del biopoder, arrancar un reducto de soberanía íntima en el territorio más vigilado por el Estado: la vida misma. Por eso incomoda tanto a los guardianes de la hipócrita moral finisecular y de la política: porque desafía el monopolio de decidir no solo cómo se vive, sino también cómo se muere.
Onfray recuerda, con razón, que el cuerpo es el primer territorio de emancipación. No hay libertad sin soberanía sobre la propia carne, y esa soberanía incluye también el derecho a decidir el instante del final. Negar la eutanasia equivale a perpetuar la persistente colonización religiosa sobre la vida biológica, imponer una tutela que infantiliza al ciudadano y lo priva de su autonomía última. Un Estado laico no puede legislar desde supersticiones: debe garantizar que cada cual pueda despedirse de la existencia sin cadenas ni tutelas que lo despojen de sí mismo.
3. El debate cultural y sus actores
En el fragor del debate surgieron dos agrupamientos que cristalizaron la disputa más allá de los muros parlamentarios. “Empatía Uruguay” encarnó la vertiente progresista y plural, integrada por ciudadanos comunes, activistas feministas y militantes de distintos partidos. Su nombre, lejos de ser casual, evoca la virtud que la política suele olvidar: ponerse en el lugar del otro. Allí donde la retórica conservadora busca controlar cuerpos y alargar agonías, Empatía propone acompañar la libertad hasta el final. No es un frenteamplismo disfrazado, sino un mosaico social que entiende que la eutanasia, más que una concesión legal, es la culminación de un trayecto histórico de ampliación de derechos (https://www.empatia.uy/).
Del lado opuesto de la historia se instaló “Prudencia Uruguay”, autoproclamada defensora de los más vulnerables, pero cuyo estilo recuerda al viejo manual ultraderechista: manipulador, humillante, plagado de fundaciones de fachada y de un arsenal retórico destinado a sembrar miedo. Alegan confusión, discriminación, carencia de paliativos y ausencia de evaluaciones psicológicas, pero en esa aparente preocupación se trasluce el núcleo de la biopolítica foucaultiana: el afán por gestionar la vida y la muerte desde arriba, desconfiando de la capacidad del sujeto para decidir sobre su propio cuerpo. Su sello más ominoso es la firma de Guido Manini Ríos, ex general y senador, encubridor de torturadores y genocidas, que convierte a Prudencia en un frente ideológico coherente con la tradición de impunidad. La “prudencia” es, en realidad, la máscara de un paternalismo autoritario que infantiliza a los enfermos padecientes y prolonga la agonía como si fuera una forma de protección (https://www.prudenciauy.org.uy/).
Ambos grupos, nacidos del mismo debate, son más que lobbies circunstanciales: resultan espejos enfrentados de dos proyectos de país. Empatía encarna la tradición uruguaya de libertades civiles, la que alguna vez supo secularizar escuelas y cementerios; Prudencia representa la nostalgia del tutelaje, la sombra de un Estado que pretende seguir erigiéndose en guardián de las conciencias. El Senado legislará, pero el campo de batalla cultural se extiende en la sociedad: entre quienes quieren hacer de la dignidad un derecho universal y quienes insisten en administrarla como si fuera un privilegio.
Un Parlamento que se precie de moderno, laico y republicano no puede rebajarse a discutir dogmas religiosos. Personalmente respeto la fe y la conciencia de cada creyente, en la intimidad de su fuero, pero jamás como política de Estado. Quienes se opongan al aborto, que asuman todos los embarazos que su vida sexual les depare; quienes rechacen la eutanasia, que prolonguen su agonía hasta donde sus cuerpos resistan. Pero no corresponde que la ley se arrodille ni ante infantilismos ni ante supercherías. La dignidad ciudadana exige instituciones seculares, no púlpitos disfrazados de parlamentarismo.
En esta hora decisiva cabe rendir homenaje a quienes, con constancia obstinada y ternura combativa, abrieron camino: las y los integrantes del movimiento por la Muerte Asistida Digna de Uruguay (MADU), Ítalo Bove, Alicia Fajardo, Clara Fassler e Isabel Villar. Ellos, que supieron transformar la intemperie del dolor en trinchera y la pérdida en horizonte de dignidad, los verdaderos artífices de este derecho. Saludarlos es saludar la memoria de quienes partieron y la esperanza de quienes aún esperan.
Que su lucha quede inscrita como un canto a la libertad última: la de elegir el instante final, con la frente erguida, sin las cadenas ni las tutelas que pretenden imponer los mismos que, con idéntico dogma, siguen oponiéndose al aborto, acaso quienes también glorifican la ley de caducidad que deja impunes a torturadores y genocidas. Frente a quienes prolongan la agonía en nombre de la fe, del miedo o de ambos, esta ley recupera la dignidad de un pueblo que supo abolir esclavitudes y secularizar conciencias. Proyectos y perseverancias militantes como este deberían despertar a la ciudadanía frente a una derecha neofascista que germinó hace tiempo en el pequeño país y que incluso gobernó el último quinquenio, trabando conquistas sociales o, peor aún, revirtiéndolas.
Por eso este triunfo debe resonar como advertencia y como promesa: “Nunca Más” cadenas sobre los cuerpos. “Nunca Más” dogmas sobre la vida.
Emilio Cafassi, Profesor Titular e Investigador de la Universidad de Buenos Aires. [email protected]
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