¿Qué «doble moral» endilgamos a los administradores del circo político universal, auténticos señores de la guerra?… A mí me parece que son transparentes. Robert D. Kaplan, uno de los comensales de la Casa Negra, escribió en La anarquía que viene: «… muchos americanos creen que es posible proporcionar cierta protección a todos esos pueblos. En […]
¿Qué «doble moral» endilgamos a los administradores del circo político universal, auténticos señores de la guerra?… A mí me parece que son transparentes. Robert D. Kaplan, uno de los comensales de la Casa Negra, escribió en La anarquía que viene: «… muchos americanos creen que es posible proporcionar cierta protección a todos esos pueblos. En tal caso, me temo que tal vez tengamos que ser muy despiadados».
Estados Unidos, Israel… ¡la Unión Europea! Todos manipulan la agenda del terror y conducen la nave contra los «granujas». Kerry o Bush. Gane el uno, gane el otro, ninguno representa a We, the people..., y otras ideas raras de John Locke que detestan. Ante el mundo, Washington encarna el legado de los negreros alzados contra el «George» que los parió: Jorge III, rey medio loco que los cargaba de tributos para financiar sus guerras europeas.
La breve y edulcorada Constitución del pueblo más engañado del planeta suscita compasión. He was a fervorous patriot, dijo la guía en el museo de Filadelfia cuando pregunté por qué la rúbrica de John Hancock destaca en el centro del acta de independencia. Curiosa valoración del contrabandista más célebre de Boston, que firmó así por despecho hacia el Congreso, que confió a George Washington, y no a él, la jefatura del ejército sedicioso.
La lucha anticolonial de las 13 colonias americanas inflamó el espíritu medieval de muchos nobles europeos, deseosos de luchar por la «libertad». Acabaron dándole razón al conde sueco Axel von Fersten, quien en carta a su padre apuntó con decepción: «… el dinero es la idea contralora de todos sus actos (de los rebeldes), pues sólo se ocupan en cómo ganarlo; cada quien busca su provecho propio, nadie el de la generalidad».
Como Washington carecía de ejército profesional, contrató al barón Von Steuben, disciplinado oficial prusiano. Y el hombre estuvo a punto de renunciar porque le resultaba difícil persuadir a los «patriotas» de que no debían hacerle asco a compartir las tiendas de campaña con los negros. «¿Dios perdona a los soldados blancos bajo el mando de oficiales negros?», le preguntaban. «Ciento por ciento garantizado», respondía el atribulado prusiano.
Después se dividieron. Thomas Jefferson y los demócratas. Alexander Hamilton y los republicanos. Jefferson tocaba el violín y leía a Rousseau, mientras subastaba los hijos que tenía con sus esclavas. Hamilton apuntó en Federalist Papers: «Todas las comunidades se dividen en los pocos y los muchos. Los primeros son los ricos y de buena familia; los segundos son la masa del pueblo». De esta paja descendemos.
Alineados con el espíritu del destino manifiesto, John Kerry y George W. Bush coinciden en que las cosas del país se resuelven con más miedo e intimidación, y no afrontando la ataraxia de millones de lectores semianalfabetos de la Biblia, totalmente convencidos de ser el «pueblo elegido» y totalmente ajenos a las cavilaciones de Huckleberry Finn.
¿Europa podría tomar distancia del fundamentalismo yanqui? Lo intenta. Pero se lo impiden las enredadas manifestaciones de su cultura, y el dogma de que todo puede ser cartesianamente explicado. ¿Naciones Unidas? Allí sólo cuentan los estados con armas nucleares. ¿Rusia? Con Vladimir Putin, la patria de Chéjov regresó a los años de Iván El Terrible, con teléfono satelital.
Cuando oyen que el futuro de Occidente está en chino, los chinos ríen cual chinitos. «Nosotros -dicen- inventamos la pólvora, pero para utilizarla en fuegos artificiales». ¿Israel? Patrocinador de la serie televisiva Al Qaeda contra el mundo, Tel Aviv sólo piensa en hacer de Jerusalén la capital «única e indivisible» del Estado. Ariel Sharon despacha en la Casa Negra, donde Kaplan dicta sus conferencias: «… cuando los israelíes dicen ‘nunca más’, se refieren únicamente a los judíos: los demás pueblos deberán cuidar de sí mismos» (ídem ant.).
América Latina. Si con ojos de águila entornamos la mirada, vemos que uno por ciento de la población total (salvo Cuba) son políticos, politólogos, consultores políticos, estrategas políticos y predicadores de ética política: 5 millones de expertos que ignoran las disciplinas del hambre. Y luego se quejan del «populismo».
Junto a Franz Fanon, los pueblos del mundo han empezado a entender que «… entre el explotado y el poder se interpone una multitud de profesores de moral, de consejeros, de maestros desorientadores». El Corán y la Biblia abundan en máximas y sentencias. A mí me gusta la que dice: «Alá es el amigo de los que cumplen con su deber».