En un mundo teóricamente más culto y preparado, al menos en el Occidente capitalista, llama vivamente la atención que el neoliberalismo esté sumiendo en la pobreza a amplias capas trabajadoras, incluso a la denominada de manera sociológica instrumental clase media, sin una oposición firme y resuelta de carácter sociopolítico, con casi total impunidad política, ideológica […]
En un mundo teóricamente más culto y preparado, al menos en el Occidente capitalista, llama vivamente la atención que el neoliberalismo esté sumiendo en la pobreza a amplias capas trabajadoras, incluso a la denominada de manera sociológica instrumental clase media, sin una oposición firme y resuelta de carácter sociopolítico, con casi total impunidad política, ideológica y moral o ética.
Las elites explotadoras se están llevando el gato al agua entre algunas algaradas y manifestaciones menores o ruidosas que no detienen el trasvase de riqueza a los poderosos mediante el desmantelamiento de los sistemas públicos de sanidad, educación y dependencias varias (vejez, discapacidades, paro, marginación, inmigrantes…) y el robo directo a través del aumento de la productividad laboral y el incremento exponencial de los márgenes de beneficio empresariales. La corrupción sucede a la clara luz del día con delincuentes financieros y políticos de nombre y apellidos concretos, mientras los desahucios, las muertes de enfermos crónicos y las imágenes de violencia extrema contra los inmigrantes en las fronteras son el pan cotidiano de nuestro menú habitual.
Extraña que el pueblo estire su sufrimiento pasivo de una forma tan entregada y silenciosa. El atentado de los grupos dominantes es más que flagrante. A pesar de ello, el régimen aguanta todos los embates manteniendo el tipo con una gallardía cínica descomunal. Es de sobra conocido que el orden establecido se mantiene a base de porra (militar y policial), ideología que sirva de parapeto filosófico a las castas hegemónicas y espectáculo evasivo (música pop, fútbol, eventos grandiosos, etc.).
No obstante, en pleno siglo XXI, con una ciudadanía con niveles culturales y educaciones más altos, sigue sonando rara la atonía social en que nos hallamos inmersos. Las manifestaciones son escasas y puntuales y solo el triunfo electoral de Syriza en Grecia puede inscribirse como un sobresalto (¿meramente estético?) de cierta entidad aún por evaluar para el sistema capitalista de corte neoliberal. Ahora bien, cambios profundos, singulares y masivos como los protagonizados en las últimas décadas en Venezuela, Bolivia y Ecuador no parecen ser hitos que tengan posibilidad de hacerse reales en Europa, EE.UU. y el resto de países del entorno OTAN o asimilados.
¿Por qué no surgen alternativas anticapitalistas o revolucionarias o de ruptura democrática en Occidente en una situación tan desesperada como la actual para las clases trabajadoras? Seguramente serían necesarias muchas respuestas complementarias para alcanzar una visión sintética del problema planteado. Aquí y ahora nos vamos a centrar con brevedad en tres conceptos clave a partir de los cuales se articula un orden socialmente determinado: tabú, miedo y dependencia.
Tabú
Son conceptos añejos, tabú antes que ninguno. Vienen diciendo los expertos y estudiosos académicos que el incesto y el asesinato son los tabúes por excelencia que han venido otorgando cohesión y respeto mutuo a las sociedades ancestrales hasta los albores de la modernidad. Saltarse ambas prohibiciones sagradas era tanto como transformarse en entes sub o antihumanos, alimañas que había que exterminar o encerrar hasta la muerte para librarse de su contagio pernicioso.
En la posmodernidad de nuestros días se proclama que la acérrima libertad individual ha superado todo tipo de condicionantes, mitos o tabúes. El vínculo entre el cualquierismo anónimo de Rancière y la multitud amorfa de Negri es el yo que nos abrasa a todos y quiere ser en cada instante de modo compulsivo y rabioso. La realidad que estamos padeciendo da al traste con estas filosofías sociologistas de nuevo cuño que únicamente registran superficialidades semánticas atractivas sin aportar ideas que vayan más allá de la inquietud zozobrante del momento en espiral que se desborda a sí mismo.
Más allá de las apariencias, el mundo continúa moviéndose pendularmente entre el orden y el caos, el orden capitalista hegemonizado por la explotación laboral y el caos que critica y pone en cuestión esta visión conservadora de la realidad contractual.
En esa brega colosal entre caos y orden, la sociedad precisa de vínculos fuertes para precipitar y sostener un estado compatible con la quietud social, una especie de ideario invisible que constituya la normalidad y sancione automáticamente la transgresión individual fáctica. Eso que prohíbe sin prohibir y de lo que jamás se habla es un tabú, una fuerza misteriosa no escrita en ningún canon que obliga a todos los miembros de una sociedad, comunidad o país.
No hay que realizar prospecciones demasiado complejas para encontrarse con los tabúes esenciales en las sociedades de nuestros días: lo común o comunismo y lo particular o propiedad privada. El comunismo es la palabra maldita por antonomasia y la propiedad privada puede mentarse pero nunca ha de criticarse pues de ella se deriva el catecismo capitalista de la libertad como religión laica y el egoísmo propio como objetivo utilitarista vital y proyectivo.
Resulta curioso observar como el origen y nexo fundamental de las comunidades humanas fue la cooperación ante las dificultades del presente y la vulnerabilidad intrínseca del ser humano, es decir, la vida en común y el apoyo recíproco en la caverna y las aldeas prehistóricas. La ciudad, la nación y ahora el universo global han tomado a la propiedad privada como elemento básico espurio, pero convirtiéndolo en tabú que no se puede censurar o poner en solfa para salvaguardarlo de la crítica radical histórica, política y filosófica.
Ambos tabúes operan de manera invisible en casi todos los discursos y debates sociales y políticos de la actualidad. Lewis Mumford catalogaba como «máquina invisible» o «gran máquina» a todo el complejo militar, laboral y burocrático que dictaba lo que había que hacer a cada instante en las sociedades humanas tras dejar atrás la caverna y la mítica aldea natal de reproducción conservadora de la vida cotidiana y de las tradiciones seculares. Esa maquinaria órganica y administrativa no tangible corresponde hoy a la suma de los tabúes, los miedos colectivos y las dependencias personales con el sistema estructural.
No se puede entender de otro modo el que en el mundo contemporáneo del Occidente opulento en educación y abundancia (mal distribuida, eso sí) de cosas y emociones no se rebele contra un régimen que pauperiza a la inmensa mayoría de sus habitantes mientras produce «guerras humanitarias» o esquilma las materias primas del resto del planeta sin oponer una resistencia pugnaz a las elites que hablan en nombre de «nuestra civilización» globalizada actual.
Los tabúes mentales que no se palpan ni son susceptibles de mirarse impiden que las ideas canalicen los hechos y den forma a los impulsos espontaéneos de descontento social. Donde existe un tabú enraizado en la tradición, las ideas son constantemente adulteradas en su verdad inicial. Reconocer que el ser humano posmoderno también es prisionero de sus propios tabúes es dar un paso muy importante y radical para romper con ellos o, al menos, convivir en cierta armonía que desactive su control sobre la libertad de soñar y crear individual y colectiva del habitante solitario y mendazmente autosuficiente del siglo XXI.
Resulta evidente que el tabú por sí solo no lo es todo. Esa «máquina invisible» que moldea nuestras actitudes, pensamientos y quehaceres también precisa de miedos paralizantes y dependencias no racionales para llevar a cabo su función de control social de las desviaciones graves que pueden descarrilarse del cauce de la normalidad y suponer un peligro inmediato para el orden establecido.
Miedos
Es muy difícil detectar en el trasiego habitual del día los miedos y dependencias que dictan el acontecer vital de uno mismo. Los miedos y las dependencias van calando como la gota de agua que perfora con paciencia una roca inexpugnable.
Los miedos van haciéndose mayores en la jungla de asfalto y en los territorios de intersección de la publicidad y el contacto social. El valor por excelencia de la posmodernidad es no dejarse nunca atrapar por el tiempo, que la vejez no alcance a besarnos con su triste, desvencijada e irreversible figura.
Ser joven es lo máximo y no dejar de serlo jamás el leit motiv del mundo en el que sobrevivimos los más. Ese miedo crea connivencias con un sistema que permanentemente está creando modas nuevas y tendencias irresistibles para compensar las grietas prematuras de nuestra piel expuesta a las inclemencias climatológicas adversas del desgaste inexorable del vivir. Eso por lo que se refiere al aspecto externo, pero igualmente para nuestra mente existen cosméticos ideológicos y cremas hidratantes que nos mantienen en línea con la última idea y el discurso más atrevido del espectáculo capitalista.
Para conseguir que las pócimas mágicas del sistema nos penetren hasta la médula, el miedo a abandonar la juventud ha de ser visceral y atosigante. En todo momento, hemos de horrorizarnos ante el espejo de la actualidad cambiante si no hemos adecuado o renovado el look propio a lo que ahoramismo se está llevando y que periclitará en un santiamén sin previo aviso de caducidad. Ser joven porque sí y de manera antinatural es un miedo que cala los huesos y ahorma la voluntad (como las dietas de adelgazamiento o las terapias freudianas) en un sinfín eterno. Es el mayor miedo del mundo posmoderno de hoy en día. Parece tan inocuo que suele escapar al análisis y racionalización seria de los discursos oficiales o alternativos académicos y políticos.
Junto al temor ya mencionado, otros dos miedos suplementarios serían la soledad en compañía anónima de la masa y la enfermedad incapacitante que ataca el castillo del yo vacilante por sorpresa.
La soledad es un clásico miedo que en otras épocas daba como cosecha exquisiteces como la poesía, la literatura o el ensayo del sabio que hacía de la distancia un motivo peculiar de amor al prójimo. Mucha gente se retiraba a la soledad para darse tiempo y hacer acopio de fuerzas para darse mejor a la colectividad que acogía su discurrir doméstico.
Hoy, esa soledad doctrinal, terapéutica o filosófica resultaría de todo punto imposible de llevar a cabo. La soledad actual es la peor de todas: se siente en compañía del prójimo, rodeado de millones de soledades inhabilitadas funcional y orgánicamente para comunicarse entre sí. Es la soledad que hoy se denomina bajo nombres dispares y sofisticados cuando no paradójicos: trayectoria profesional, éxito, realización personal o relato autogestionado de índole privada.
Es una soledad que rinde beneficios suculentos a la farmacología psicológica gracias a sus miles de síntomas que deben ser atajados de por vida: neurosis, alteraciones psíquicas nimias, brotes neurológicos de mismisidad… Las acepciones de este miedo patologizado adrede son numerosas y cambiantes cada dos por tres.
La enfermedad mortal o incapacitante es la película que nos rodea en silencio como un miedo monstruoso al que solemos dar la callada como respuesta. Nos muestra la vulnerabilidad suprema de nuestro ser, al tiempo que nos recuerda la sevicia moral del régimen capitalista.
No podernos valer por nosotros mismos y precisar del otro, del semejante, puede ser la derrota más amarga que nos depare el destino, más aún en una sociedad donde la solidaridad no es un valor en alza. Convertirnos en una rémora ocasiona mundos paralelos y psicológicos de presión muy poderosos y estresantes. Tener conciencia de nuestra inutilidad laboral y social en una sociedad mercantilizada a tope (extensible a las emociones y los sentimientos), nos crea a priori un relato plagado de fantasías negativas y regresivas.
Muchas energías se pierden, según avanzan la vejez o las neurosis particulares, en contrarrestar los efectos nocivos del miedo a la enfermedad que late y bulle dentro de nuestro ideario personal. Los miedos paralizan y embotan la capacidad racional de pensar y de relacionarse con el mundo de modo más o menos racional, empático y creativo.
Dependencia
Llegamos, por último, a la cueva de la dependencia. Nuestra querencia con el presente resulta especialmente enfermiza. La época que nos ha tocado vivir se caracteriza fundamentalmente por una exagerada dependencia del presente, del instante volátil o dicho de otra manera del futuro permanente.
Nos da pánico quedarnos rezagados, ver el trasero al tiempo que transcurre. De tanto ansiar el presente (lo que escapa y fluye sin posibilidad de fijarlo ni en nada ni en todo), nos hemos embarcado sin boleto de ida ni regreso en un imposible metafísico: el futuro permanente, lo que jamás producirá ni tendrá historia consistente.
Esa dependencia de transparencias versátiles se materializa en horas de trabajo y en crédito (dinero) que se agota en comprar quantos de presente de consumo individual e inmediato. Tanto presente insustancial nos impele a girar y girar en un tiovivo circular a velocidad de vértigo del que salimos disparados por enésima vez hacia el trabajo que nos permita atesorar un nuevo crédito con el que adquirir falsos momentos de presente huidizo.
El capitalismo impera porque le sujeta una «máquina invisible» de formidables tabúes, miedos y dependencias mutuas, grupales y colectivas. Por el momento, esa «gran máquina» impide que el sistema caiga por su propio peso. Las dependencias, los miedos y los tabúes están para lo que están: para incentivar la cohesión ideológica y apuntalar la cooperación social. Son elementos intangibles que permiten un autocontrol político mediante vinculaciones sibilinas entre sus diferentes y excluyentes intereses y discursos de clase.
Mientras la «máquina invisible» goce de salud, el contrato capitalista seguirá vigente, más vital y pujante que nunca.
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