Cada día que pasa uno si ente que no puede ser peor, que más allá de estos límites imprecisos entre el miedo y el desasosiego, solo queda la revuelta que no llega, porque la sedición interna está ya saciada de descontentos. Pero uno mira más allá de sus límites más inmediatos y se avergüenza del […]
Cada día que pasa uno si ente que no puede ser peor, que más allá de estos límites imprecisos entre el miedo y el desasosiego, solo queda la revuelta que no llega, porque la sedición interna está ya saciada de descontentos. Pero uno mira más allá de sus límites más inmediatos y se avergüenza del tedio reinante revestido de compasión y hasta de nueva piedad solidaria. La vida, las vidas empeoran sin pedir permiso, las biografías cortocircuitadas enferman y se desplazan plomizas cabizbajo por la calle. Los relatos entristecen y se someten a la más brutal resignación, se doblegan al inmerecimiento de unos guardianes del Estado en estado de corrupción permanente. Cada día la vida se retuerce más y más. Por sus aristas más finas, por sus demarcaciones menos consistentes. Las familias, la ciudadanía y las personas ya no son las mismas. No se reconocen en el pasado perfecto porque el futuro se ha volatizado mientras otros hacen el agosto en pleno invierno. Y éstos, con nombres y apellidos, famosos, reconocidos, con poder, caminan impunes ante tanta matanza. Nunca un Estado había estado tan secuestrado por la ignominia, el descrédito, la vergüenza, la corrupción, la mentira, la falsedad, la degradación y la infamia. Y todo ello santificado por un gobierno que vive y desea vivir lejos de sus votantes y no votantes. Un Estado secuestrado por la implacable ceguera de su propia incapacidad para corregir el rumbo hacia una bancarrota social inminente.
Y mientras, la gente que uno observa por la calle pareciera que, sabiendo esto, aceptando esta inevitabilidad alguna sin compasión, vuelve al refugio tangible de sus seguridades más inmediatas, a su casa, su hogar, su familia, sus pasiones, sus amores, sus ocios y sus socios inmediatos, los amigos, las compañeras de trabajo o hasta sus coadjutores. En ese territorio privado encuentra el sosiego ante tanto desosiego. Por eso Rajoy nos quiere en casa. No solo para contabilizarnos inactivos ante el frente social que tanto teme, sino para dominarnos desde la reclusión invicta del dominio privado. Porque aquí nos sometemos a la implacable venganza contra nosotros mismos. Aquí, entre las paredes atestadas de deslices, nos culpabilizamos ante nuestro propio destino. La calle se ha quedado vaciada de poder. Sí, hay 37.000 manifestaciones al año, una prueba técnica de la movilización, pero aún así parece que eso no garantiza la revuelta. Porque ésta necesita otros territorios aún por explorar. No me digan ni hablen de nuevos líderes, de nuevos discursos ni de nuevas estrategias. Todo está dicho. Parece que lo nuevo o por inventar no llega. O si llega, no encuentra eco ni recoveco donde depositar tamaña esperanza.
Nunca como en estos días las diatribas y sentencias verbales contra la política del PP y el actual estado de malestar social que nos invade, han sido tan duras, tan claras, tan incisivas. Si ustedes quieren pueden ver por activa y pasiva donde está el núcleo duro, la médula infecciosa de tanto cáncer social, el agujero apestoso de las cloacas que nos esperan, de los sepultureros que esperan su turno. Y también pueden saber los nombres de los escualos que esperan ahí, a nuestro lado, para afilar sus mandíbulas protactiles. Todo está a la vista. Y lo que no está tampoco afecta al estado de rotación de esta España a la deriva. Porque actúa si o si. Sin pudor, sin decencia. Y aún así, navegando a sotavento, resulta difícil llegar a puerto. Porque la navegación es de altura. Volver a casa no es un buen consejo, pero en la calle, a diario, pareciera que el título del libro de José Luis Pardo, Nunca fue tan hermosa la basura , adquiriera sentido y saciara nuestro desconcierto.
No es fácil, y quizás no sea ni siquiera justo, nombrar el desastre y escapar por la tangente del nihilismo crítico. Lo sé. Pero creo que lo que está por llegar se está fraguando en algún lugar intangible. Aún es pronto para sentirlo. Pero está en la rotación incesante de los agujeros negros de millones de desesperados. En esos espacios que cuesta identificar, en lugares todavía sin nombre pero reconocidos. En los efectos secundarios de tanto trabajo precario, de la pobreza soterrada y contenida, de la precariedad contada y cantada, de la exclusión estigmatizada, de la estabilidad incierta, del desempleo inmediato, del ERE amenazante, de la vida contingente, del miedo al presente. En esos lugares en construcción que la historia luego reconoce como procesos revolucionarios. Solo falta una mecha. Y ésta puede ser hasta un poema.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.