Miguel Candel Sanmartín nació en Barcelona en 1945. Licenciado en Filosofía y Letras en 1967, doctor en Filosofía en 1976, fue profesor no numerario de Filosofía Antigua en la UB hasta 1977 y, posteriormente, profesor de griego (y filosofía) en el Instituto Puig Castellar de Santa Coloma de Gramenet (Barcelona) hasta 1988. Ha ejercido como […]
Miguel Candel Sanmartín nació en Barcelona en 1945. Licenciado en Filosofía y Letras en 1967, doctor en Filosofía en 1976, fue profesor no numerario de Filosofía Antigua en la UB hasta 1977 y, posteriormente, profesor de griego (y filosofía) en el Instituto Puig Castellar de Santa Coloma de Gramenet (Barcelona) hasta 1988.
Ha ejercido como traductor en la Secretaría de las Naciones Unidas (Nueva York), y en la ONUDI (Viena), así como en la Comisión Europea (Luxemburgo). Desde 1992 es profesor titular de Historia de la Filosofía en la UB.
Traductor de Aristóteles al catalán y castellano (Órganon, Acerca del cielo, Meteorológicos, De l’ànima), ha publicado en Montesinos: Metafísica de cercanías y Tiempo de eternidad .
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Nos habíamos quedado en este punto. Abres el prólogo del libro con un poema de Mario Benedetti: «Esa batalla». ¿Qué batalla es esa? ¿Te interesa la poesía de Benedetti?
Sí, me gusta la poesía de Benedetti, poeta muy representativo de la segunda mitad del siglo XX, capaz de expresar todas las angustias que la civilización contemporánea ha añadido a las que son patrimonio innato de la humanidad. La batalla aludida es la que consiste en intentar dar sentido a la vida, que de por sí carece de todo sentido que vaya más allá de ella misma: vivimos para vivir, como cualquier otro ser vivo; pero tenemos la capacidad de añadirle finalidades extra a esa rutina. De eso va la existencia específicamente humana.
¿Coincides con Heidegger en que la filosofía más profunda tiene mucho que ver con el lenguaje poético?
No hacía falta que lo dijera Heidegger. Ya lo había dicho Aristóteles. La poesía, al sugerir más que decir, permite justamente ir más allá de la versión anodina de las cosas que nos da el uso habitual del lenguaje. Pero ojo, si te quedas en la poesía, corres el riesgo de confundir la ficción con la realidad. Para que la semilla de la poesía de frutos filosóficos, la razón tiene que haber roturado el campo.
Afirmas que si el ser humano fuera inmortal, no existiría la filosofía. ¿Por qué? ¿No seguiríamos preguntándonos sobre el bien y el mal, sobre lo justo e injusto, sobre la equidad, sobre los límites del conocimiento, etc.?
Posiblemente. Pero esas cuestiones no tendrían el carácter acuciante que tienen en nuestra condición de seres con fecha de caducidad. Si dispusiéramos de un tiempo infinito para responder a esas preguntas, lo más probable es que no nos preocupáramos demasiado por buscarles respuesta. De hecho, «bien» y «mal» dejarían de tener sentido, porque nunca serían irreversibles y definitivos. Por eso, si le suponemos algún tipo de realidad a Dios, infinito y eterno, no le podremos aplicar esos ni otros adjetivos enfrentados como polos opuestos. En el infinito se disuelven los contrarios.
Afirmas también que una vida sin reflexión es una vida que no merece ser vivida. ¿Digo bien si deduzco de tu afirmación que toda civilización que impida una vida reflexiva a los seres humanos es, en tu opinión, una civilización contra la humanidad?
Dices muy bien. Y esto conecta con la respuesta a la pregunta sobre Benedetti. La metafísica puede parecer inane, uránica y escapista, pero tiene muchas más consecuencias prácticas de las que uno podría pensar a primera vista. Consecuencias que pueden ser buenas o malas, claro está, según el punto de partida que uno adopte. Pero la metafísica nunca es éticamente indiferente. Hay una metafísica detrás del nazismo, como la hay detrás del liberalismo y del marxismo. El ser no es propiamente un concepto vacío, sino un concepto rebosante que lo contiene todo, y el ser humano, por mucho que se esfuerce en no particularizar (esfuerzo, por otro lado, que raramente hace), inevitablemente acaba tomando de él una acepción particular u otra. La lucha (la «batalla» benedittiana) que eso plantea es doble: 1º) Reconocer y dejar claro que se ha tomado lo particular por lo universal. 2º) Discutir la pertinencia de la particularidad elegida frente a otras.
Me pasaste un archivo, «Epilepseis» es su nombre, con un conjunto de reflexiones tuyas, 55 en total, que, según creo, te fueron surgiendo a medida que ibas trabajando en el libro. Te pregunto sobre algunas de ellas si te parece. Empecemos por esta: «Un posible principio ético superador de la justicia (y de su inestable equilibrio, que tan fácilmente degenera en la espiral crimen-castigo-venganza-etc.) sería la máxima: «Imponte a ti mismo lo que no debes imponer a los demás». Si obramos así, ¿no seríamos injustos con nosotros mismos? Por lo demás, ¿cómo poder saber lo que no debemos imponer a los demás?
Es muy difícil ser injusto con uno mismo. En todo caso, imponerse a uno mismo algo que uno no tiene por qué imponer a los demás es como renunciar a un derecho. Y me parece obvio que tener un derecho implica poder renunciar a él; de lo contrario no sería un derecho, sino un deber. Mi uso del verbo ‘no deber’ en «lo que no debes imponer a los demás» equivale, como acabo de mostrar, a ‘no tener la obligación de’. Entendido así, es bien fácil saber qué es lo que no tenemos la obligación de imponer a los demás: ya se cuidan los demás de recordárnoslo.
En esas reflexiones que comentamos hablas algunas veces del punto de vista materialista. ¿Cómo definirías ese punto de vista materialista?
Lo entiendo como el punto de vista según el cual toda la realidad está «hecha de la misma pasta primordial», de manera que las cosas se diferencian sólo por las diferentes maneras como esa «pasta» está «moldeada». El Ser del que hablamos más arriba coincide, obviamente, con esa pasta primordial (que ni siquiera es «pastosa», pues carece de propiedades concretas o, más bien, las posee todas de manera que no podemos caracterizarla mediante ninguna propiedad en particular). De hecho, ni siquiera debería llamarse ‘materia’, término que sugiere pasividad, pues es obvio que el ser, la realidad, incluye también la actividad.
Déjame insistir. De ese Ser, de esta «pasta material» que no debería llamarse material por aquello de materia pasiva, ¿podemos señalar atributos en positivo? Por ejemplo, es eterna, es activa, la física de partículas traza interesantes modelos de aproximación, es increada…
Hay que empezar reconociendo que no podemos describir (ni concebir) nada sin recurrir a atributos, y atributos positivos (todo atributo negativo es, simplemente, la negación de uno positivo, de manera que presupone a éste). Eso es evidente. Admitido esto, conceptos tan generales como el mismo concepto de ‘Ser’ exigen, por su misma generalidad, que los atributos que se les asignen no se vean constreñidos por el uso práctico del lenguaje, exigen desbordar los límites del uso ordinario. Y los límites del uso ordinario sólo pueden desbordarse mediante la negación que antes mencionaba; en efecto, a la realidad, considerada en sí y en general, apenas podemos designarla con atributos que no estén formados por negación de otros, como algunos de los que mencionas: increada, eterna (es decir, intemporal, etc.). Eso es peligroso y ahí radica el peligro que corre la filosofía de convertirse en «bla, bla, bla» sin sentido. Pero no hay más remedio que correr ese riesgo si no queremos quedarnos en el otro «bla, bla, bla», el muy anodino del lenguaje cotidiano, ése que el uso no deja de desgastar y degradar hasta volvernos ciegos a la maravilla de la existencia, hasta hacernos caer en el aburrimiento (del que intentamos librarnos con la búsqueda constante y compulsiva de «novedades», sin darnos cuenta de que: a) nada nuevo bajo el sol, como dice la Biblia, y b) lo viejo es lo que ha permanecido, es decir, lo que tiene mucho ser acumulado y que, por tanto, tiene mucho que mostrar). Y ya que digo ‘aburrimiento’, me tomo la libertad de proponer un término ligeramente diferente para designar su forma extrema, ésa que nos hace caer en la atonía mental más absoluta: el «aburramiento».
Me apunto el palabro.
Volviendo a la cuestión inicial: lo de ir más allá del uso trivial del lenguaje, ése que sirve para designar cosas concretas (que algunos creen que es el único uso legítimo), es algo que hacemos continuamente incluso en el más anodino de los contextos: en efecto, todo término de nuestro lenguaje es susceptible de uso «común» o «universal»; de no ser así, tendríamos que disponer de una reserva infinita de palabras para aplicar, a cada objeto, caso y situación, una palabra diferente de las demás, pues no hay dos objetos en el espacio-tiempo, ni por tanto dos casos ni dos situaciones, que sean idénticos. El proceso de abstracción, inherente a todo uso del lenguaje, consiste en liberar el significado de las palabras de las ataduras de lo concreto e individual. Como digo en mi opúsculo «Metafísica de cercanías», sin términos universales (de hecho, lo son prácticamente todos), no podríamos decir hoy día, por ejemplo, que un actor o actriz son bellos, porque ese adjetivo habría quedado hace siglos en propiedad de personajes como Ganímedes o Helena de Troya. Por tanto, no es la metafísica la que tiene la exclusiva del uso abstracto del lenguaje: lo único que hace es subir unos peldaños más que el lenguaje ordinario, e incluso que el científico, por la escalera de la abstracción (con riesgo, claro está, de pegarse un batacazo).
Doy una referencia. El libro que acabas de citar, Metafísica de cercanías, se publicó en la colección «Biblioteca de divulgación temática» de Montesinos. Añado, en tu ataque (¿justificado?) de inmodestia, que entonces yo era el director de la colección. Con disculpas.
Otra reflexión del archivo que me enviaste: «Se podría interpretar la física de Aristóteles con el aforismo: «la materia no se mueve; la materia es movimiento». ¿Y qué ganancia obtenemos con ese cambio de formulación? Si la materia es movimiento, ¿podemos afirmar sin contradecirnos que no se mueve?
Si se entiende la materia en el sentido que acabo de decir, como algo indiferente a la oposición actividad-pasividad, porque las incluye a ambas, no hay ninguna dificultad. La frase que citas pretende simplemente incluir el movimiento (también podríamos incluir el reposo) en el ser mismo de la materia, no atribuir el movimiento a la materia como algo accidental, que se añade a una realidad ya constituida. Exagero algo la posición de Aristóteles, pero es cierto que él define la naturaleza como «principio de movimiento y reposo» y la materia como lo que da a la naturaleza ese carácter.
Otro descanso, necesito cargar mis baterías. ¿Te parece?
Me parece.
Nota de edición:
Primera parte de esta entrevista: Entrevista a Miguel Candel sobre Ser y no ser. Crítica de la razón narcisista (I). «El narcisismo, aparte de una aberración conceptual, es una de las enfermedades sociales más graves que padecemos» http://www.rebelion.org/noticia.php?id=246375
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