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En la muerte del filósofo y profesor Antoni Domènech

La metáfora de la fraternidad republicano-democrática revolucionaria y su legado al socialismo contemporáneo

Fuentes: Rebelión

Conferencia del autor ofrecida en La Habana en febrero de 2010

De los tres grandes principios de la Revolución francesa -libertad, igualdad, fraternidad-, no sólo es el de fraternidad el menos estudiado y el más abandonado, sino que es también el más enigmático, filosóficamente hablando. Aunque se pueden ofrecer distintos conceptos de igualdad y de libertad, parece que esos distintos y aun aparentemente encontrados conceptos de la «igualdad» y de la «libertad» son susceptibles de aclaración y de explicación filosófica más o menos perfilada. En cambio, la «fraternidad» no sólo ha tenido un destino histórico-real accidentado, sino que la propia noción, el significado y el alcance de la misma, resultan prima facie vagarosos. Vale, pues, la pena empezar con una discusión filosófica del concepto.

1.- Palabras, expresiones metafóricas y metáforas conceptuales

A diferencia del concepto de la libertad y del concepto de la igualdad republicanas, el de fraternidad es una metáfora, una metáfora conceptual. Y como tal hay que empezar a analizarla.

Para comprender una metáfora conceptual cualquiera, es preciso percatarse de las partes de que ella se compone. El propósito cognitivo de una metáfora es tratar de entender una zona o ámbito de la realidad más o menos desconocido o remoto a nuestra experiencia -«abstracto»-a partir de otro dominio que nos resulta más conocido o familiar -«concreto»-, buscando o estableciendo correspondencias más o menos sistemáticas entre los elementos y las relaciones entre esos elementos en uno y otro ámbito. Llamamos dominio de partida a la «fuente» de la metáfora; y al ámbito de llegada, «meta» u objetivo de la metáfora.

Cuando para hablar de nuestra vejez nos referimos al «último trecho del camino», estamos, sepásmolo o no, utilizando una expresión metafórica anclada en la metáfora conceptual, según la cual el dominio de la vida personal (meta) es igual o comparable al dominio de los viajes (fuente): quien vive es un viajero, y su vida, un camino: con trechos, recodos, etapas, encrucijadas y destino final («llegó a la cumbre») o ausencia de él («ya no sabe adónde va»). También hay entonces en la vida posibles vehículos, los cuales pueden permitir acelerones y frenazos, comodidades mil y panas inopinadas, y aun accidentes con otros vehículos («choque de trenes en el consejo de administración») Y hay pertrechos de viaje, también: mochilas de la vida, equipajes varios, cantimploras utilísimas para atravesar trechos vitales desérticos, brújulas para orientarse («perdió la brújula»), etc.

Dos cosas conviene todavía advertir. La primera es que, aunque no suelen serlo, no es imposible que las metáforas sean reversibles, es decir, que tengan bidireccionalidad, que podamos, esto es, construir una metáfora inversa de otra, de modo que el dominio-fuente de la primera se convierta en el dominio-meta de la segunda, y viceversa. Eso es raro, porque, en general, la fuente de una metáfora está más cerca de la experiencia concreta, y su meta suele constituir un dominio más «abstracto» o difícilmente categorizable. Por eso hay muchas metáforas del pensamiento en términos de comida («nutrirse intelectualmente», «disponer de una teoría proteica», «buscar alimento espiritual»), pero no hay metáforas de la comida en términos de pensamiento. Sin embargo, no es imposible que eso ocurra, ni mucho menos. Pues hay dominios que -experiencia biográfica, profesional o de clase mediante- resultan más «concretos» para unos y más «abstractos» para otros. Cuando eso ocurre, hay que advertir que, aun sirviéndose de los mismos dominios y de las mismas expresiones metafóricas, la inversión direccional de fuente y meta las convierte en metáforas conceptualmente muy distintas. Tan distintas como distinto es el propósito de decir: «este carnicero es un verdadero cirujano» y el de afirmar: «este cirujano es un verdadero carnicero». (O, por otro ejemplo, como distinto es el propósito de decir: «este político es un verdadero empresario» y el de afirmar: «este empresario es un verdadero político».)

Y la segunda cosa que merece notarse es la siguiente: la categorización conceptual de los dominios (del dominio-fuente y del dominio-meta) puede estar culturalmente e históricamente indexada. La metáfiora conceptual que categoriza la mente humana en términos del funcionamiento de una máquina puede ser un buen ejemplo: la expresión metafórica «el funcionamiento de la mente» (o «el trabajo de la mente», o «el combustible de la mente») no puede querer decir lo mismo en un texto de comienzos del siglo XIX (en pleno auge de las máquinas de vapor alimentadas con carbón) y en un texto de comienzos del siglo XXI (en pleno auge de computadoras personales alimentadas con pilas de litio).

Así pues, en resolución, las metáforas no son palabras o términos, sino estructuras cognitivo-conceptuales normalmente (aunque no siempre) expresables en palabras («expresiones metafóricas»). Lejos de ser un recurso raro y muy refinado propio sólo de creadores literarios exquisitos, constituyen un instrumento cognitivo profundamente anclado en la psicología y en el habla populares (a tal extremo, que no nos damos ni cuenta). Y lejos de establecer relaciones más o menos accidentales y casuales entre dos dominios, las metáforas conceptuales suelen establecer relaciones sistemáticas entre los elementos de la fuente (independientemente categorizados) y los elementos del dominio-meta (discernidos y categorizados conforme a los de la fuente).

2.- La expresión metafórica «fraternidad» y distintas metáforas conceptuales de la fraternidad

Las expresiones metafóricas que contienen la palabra «fraternidad» vinculan obviamente el ámbito privado del oikos, o de la domus, o de la «familia» en sentido histórico tradicional -«familia» viene etimológicamente de famulus, esclavo o criado sometido al poder arbitrario del pater familias– y el ámbito público de la koinonía politiké, de la res publica, o de la sociedad civil o política.

No hay una, sino varias metáforas conceptuales, completamente distintas y aun opuestas en su designio cognitivo y político, que se expresan con la palabra «fraternidad». Y es esencial comprender estas dos cosas.

La primera es que las distintas metáforas de la fraternidad forman parte de un amplio abanico de metáforas que conectan bidireccionalmente el ámbito privado de la «familia» y el ámbito público de la sociedad civil o política (el oikos y la koinonía politiké; la domus y la res publica; la «familia» y la vida civil y política). Cuando Aristóteles dice que, en el oikos, el cabeza de familia ha de gobernar a los esclavos despóticamente, a los niños monárquicamente y a las mujeres republicanamente, está utilizando una metáfora conceptual en la que la vida cívico-política pública (koinonía politiké) es el dominio-fuente, mientras que la vida familiar privada (oikos) es el dominio-meta. Cuando, en cambio, Aspasia, la dirigente del partido democrático de los pobres (de los thetes), dice que los ciudadanos de la República democrática de Atenas «son todos hermanos nacidos de una misma madre», está aparentemente sirviéndose de una metáfora conceptual muy distinta y de dirección inversa en la que se diría que el dominio-fuente es el oikos y el dominio-meta la vida política pública.1

La segunda cosa que hay que comprender es que incluso expresiones metafóricas que vinculan en la misma dirección estos dos dominios (vida familiar y vida política) pueden arraigar en metáforas conceptuales totalmente distintas. ¿Por qué? Pues porque la categorización de esos dominios está indexada culturalmente (vinculada a distintas aun si coetáneas experiencias de clase) e históricamente (no es lo mismo la «familia» amplia en sentido clásico que la «familia» nuclear posterior a la Revolución Industrial).

Por ejemplo: la metáfora aristotélica de que la mujer ha de ser gobernada republicanamente en el oikos, expresada en el contexto de una república como la democrático-plebeya de la Atenas clásica, en la que las mujeres gozaban de una amplia libertad de expresión política (isegoría) -muy mal vista, dicho sea de paso, por Platón o por Aristófanes, y no demasiado bien vista por el propio Aristóteles-, resultaría una metáfora prácticamente incomprensible para alguien que, como Pablo de Tarso cinco siglos después, prácticamente no conocía ya el significado de la libertad republican0-democrática clásica. Para el judío helenizado Pablo no cabía a las mujeres sino estar «sujetas al varón» y sufrir, además, silenciosamente ese sometimiento: «porque no permito a la mujer enseñar, ni tomar autoridad sobre el hombre, sino estar en silencio» (Tim. 2, 11-12).

Por motivos parecidos, y por regresar al otro ejemplo de dirección aparentemente inversa (es decir, que tomaría el oikos como dominio-fuente), la metáfora fraternal de Aspasia antes mencionada tampoco resultaría muy comprensible para la primera generación de cristianos que sentó las bases de la metafóra conceptual -¡tan distinta!- de la fraternidad cristiana. Para comprender la metáfora fraternal de Aspasia es esencial comprender que la democracia plebeya ateniense impugnó desde el comienzo la configuración institucional del oikos clásico. Los críticos reaccionariops de la democracia plebeya ática -Aristófanes, Platón- han hablado de la denocracia como un régimen subversivo del oikos, como un régimen de que da el poder a los esclavos (doulokratía); y hasta un crítico moderado como Aristóteles ha hablado de la democracia radical ática como de una gynaicokratía, un régimen en el que mandan las mujeres. Como nos enseñó hace muchos años el gran historiador económico austríaco Karl Polanyi, la libertad republicano-democrática antigua estaba en viva oposición institucional al oikos, a la gran hacienda familiar clásica:

«El demos fue la herencia de la tradición tribal de igualdad. La dicotomía entre demos y oligarquía fue fundamentalmente una continuación de la distinción arcaica entre la tribu y las haciendas señoriales que se desarrollaron fuera de los confines tribales.»2

La metáfora fraternal de Aspasia tenía un sentido inequívocamente democrático-emancipador. Por lo pronto, todos los atenienses son hijos de una sola madre, no de un solo «padre», y menos de un padre autoritario o despótico. Aspasia no acepta un oikos compuesto de esclavos sujetos a un amo, sino que entiende, al estilo típicamente democrático-plebeyo, la relación de hermandad en un sentido igualitario y liberador, subvertidor de las relaciones autoritarias y despóticas del oikos tradicional preefiáltico. Que todos los habitantes de Atenas fueran «hermanos nacidos de una sola madre» quería decir, para Aspasia, que no «son esclavos ni amos unos de otros, sino que la igualdad de nacimiento según naturaleza nos fuerza a buscar una igualdad política según ley, y a no ceder entre nosotros ante ninguna otra cosa sino ante la opinión de la virtud y de la sensatez».3

La visión de la domesticidad no puede ser más distinta en Pablo de Tarso: en Efes. (6, 5) exortó a los esclavos a obedecer a sus amos, «como a Cristo». Y congruentemente con esa visión, y en lo que constituye el primer uso cristiano de una expresión metafórica fraternal, Pedro (Primera Epístola, 1 Pedro, 2, 13-18) dejó dicho lo que sigue:

«Sed pues sujetos a toda ordenación humana por respeto a Dios: ya sea al rey, como a superior; ya a los gobernadores, como de él enviados para venganza de los malhechores, y para loor de los que hacen bien; porque ésta es la voluntad de Dios; como libres, y no teniendo la libertad por cobertura de malicia, sino como siervos de Dios; honrad a todos. Amad la fraternidad. Temed a Dios. Honrad al rey. Siervos, sed sujetos con todo temor a vuestros amos, no solamente a los buenos y humanos, sino también a los rigurosos.»

No pueden tener designios más distintos ambas metáforas: el de Aspasia es la defensa de la emancipación y la igual libertad, y se funda en una noción libertaria e igualitaria de hermandad «según naturaleza» (ex physis), normativamente opuesta al oikos más o menos despótico realmente existente. El designio de Pablo y Pedro es, en cambio, el de la apología de la dominación y de la servidumbre, del poder del amo sobre el esclavo, del rey sobre el súbdito y del varón sobre la mujer: «amar la fraternidad» es resignarse a la dominación y a todo poder arbitrario, como dimanantes de la voluntad de un Dios padre. Apelar a la «naturaleza» frente a lo existente no serviría aquí de nada, porque Pablo desarrolla un concepto privativo de ella, tremendamente influyente: la naturaleza toda, y la del hombre en particular, se corrompió con la Caída, y las instituciones de la dominación (doméstica y política, privada y pública) y de la propiedad privada son el castigo del pecado original.4 Para el derecho romano republicano, la esclavitud no era una institución de derecho natural (pues todos los hombres nacen libres), sino del ius gentium, del derecho de gentes. Para los ideólogos del primer cristianismo, en cambio, la esclavitud es una institución del derecho natural (naturalísima, podría decir, tras la Caída).

Hechas estas precisiones, podemos entrar ahora en la tradición política republicana moderna.

3.- El Estado moderno, los grandes poderes privados y la tolerancia

El Estado moderno se forjó en Europa tras un complejo proceso multisecular de expropiación forzosa de los poderes privados feudales y tardofeudales. Al final de ese proceso, la concentración de poder potencialmente violento en una esfera «pública» llegó a ser tan exitosa, que acabó monopolizando la capacidad para exigir legítimamente obediencia sobre un territorio dado. La tolerancia y la neutralidad modernas traen también su origen en ese largo proceso de expropiación de los poderes privados y de constitución de un poder público monopólico: al menos en Europa y en Iberoamérica, el logro de la tolerancia -o un adarme de ella-vino de la mano de la expropiación de las riquezas inmuebles de las iglesias y de la destrucción de la inveterada capacidad de éstas -y señaladamente, de la católica-, como potencias feudales privadas, para desafiar con éxito el derecho del Estado a determinar el bien público.

4.- Republicanismo, pre- y post-absolutista

Esta es, sin embargo, sólo una cara del proceso que alumbró al Estado burocrático moderno, ese complejo institucional, netamente separado del resto de la vida social (es decir, de la más o menos magra película de la sociedad civil, de un lado, y de la gran esfera institucional subcivil de la familia5, del otro), compuesto por una legión de funcionarios asalariados y jerárquicamente organizados. Habría podido ser de otro modo. Todavía en el siglo XV, para el republicanismo moderno incipiente estaba abierta la posibilidad de remodelar la vida política tardofeudal, no concentrando el poder político en manos de un príncipe absoluto (la solución que llevó a los Estados nacionales contemporáneos), sino reafirmando la revigorización en curso de la antigua tradición mediterránea de las póleis, de las repúblicas-ciudad independientes (Florencia, Luca, Venecia, ciudades libres flamencas y alemanas, etc.).6 Y en lo que hace a la necesidad de dominar públicamente, sometiéndolo de uno u otro modo al orden civil, el poder de la Iglesia Católica como gran potencia feudal privada, todavía estaba abierta en el siglo XV la posibilidad de socavarlo, no desde fuera, desde un Estado burocrático independizado de la vida civil, sino desde dentro: proponiendo, en la tradición de Okham recogida por el republicano Marsiglio de Padua (en su maravilloso tratado Defensor pacis, acaso la obra más importante de la filosofía política medieval), la reconversión de la Iglesia en asamblea democrática de fieles.7 Maquiavelo es importante en la tradición republicana moderna, porque está en esa encrucijada histórica, y la refleja y teoriza.

5.- Republicanismo post-absolutista

El republicanismo post-absolutista partió de la consolidación del absolutismo como un dato firme de la realidad histórico-política. No discutió ya más directamente el carácter tendencialmente monopólico del poder público moderno. Se limitó aparentemente a combatir la forma en que ese poder era ejercido por parte de príncipes y monarcas absolutistas. Los programas del republicanismo moderno, pre- y postabsolutista (de Marsiglio de Padua y Maquiavelo a Locke, Rousseau, Tom Paine, Kant y Robespierre), se presentaron sin apenas excepciones como una especie de palingénesis de la libertad republicana de los antiguos (particularmente de Roma y Esparta, y también, algunos -la extrema izquierda-, de Atenas). Pero en la influyente versión del post-absolutista Locke el punto básico era la insistencia en que el monarca no podía ser sino un agente fiduciario -un trustee– de la ciudadanía, y como tal, tenía que poder ser depuesto a voluntad de la ciudadanía, si traicionaba su confianza.

Es importante observar, aunque sea de pasada, que no dejaba de resultar un tanto oximorónica la elaboración de Locke. Pues la de fideicomiso y fideicomitente es precisamente una institución del derecho civil republicano romano que trata de regular las relaciones entre dos personas jurídicas (privadas) cuando hay una asimetría informativa, potencialmente peligrosa para la parte comitente, entre la persona que encarga una acción (el comitente) y la (o las que) acepta(n) la tarea de llevarla a cabo (el comisionado). En el incipiente derecho público romano, la traslación de ese instituto del derecho civil (privado) a la comprensión y aun a la regulación de las relaciones públicas entre los ciudadanos (como fideicomitentes) y los cargos políticos (como fideicomisos) no presentaba mayores problemas, porque el aparato institucional mismo de la República (¡incluido el fiscus!) era concebido, mediante una portentosa fictio iuris, como un ciudadano libre (privado) más, en pie de igualdad civil con el resto de los ciudadanos privados libres. En cambio, las monarquías europeas del siglo XVII habían desarrollado ya un derecho público en sentido moderno, irreductible al derecho civil privado romano y derivado en buena medida de la tradición jurídica germánica.8 Por eso la construcción política normativa de Locke tuvo que parecer en su momento de una audacia tan inaudita como extraña.

No hay, pues, que sorprenderse mucho de que, en la ulterior y más radicalizada versión que hace Rousseau del problema de Locke (quien, fiel al pacto que instituyó a la monarquía hanoveriana, y para posterior escándalo de Kant, todavía reservaba para el monarca un misterioso poder «federativo» -guerra y política exterior- civilmente incareable), el pueblo mismo -el conjunto de ciudadanos libres- sea el soberano, y todos sus representantes no sean ya concebidos sino como puros agentes fiduciarios del mismo, deponibles o revocables sin más que la voluntad de ese pueblo soberano fideicomitente, como debe de ocurrir en toda relación fideicomitente-fideicomiso normal en el derecho civil privado.

En el republicanismo incipientemente contemporáneo (y en las dos cristalizaciones institucionales del mismo históricamente más cumplidas: las Revoluciones norteamericana y francesa), no se ataca, pues, de frente, el monopolio de la violencia por parte del poder público, pero se rechaza de un modo radical la incareabilidad popular o civil de ese poder, tan característica de las monarquías y principados absolutistas europeos modernos. Se invierte el ideologema absolutista hobbesiano: veritas, non auctoritas, facit legem. Pero si la «verdad» (fautora del derecho) ha de estar por encima de la «autoridad», no puede consentirse área alguna de discrecionalidad al Estado, ni siquiera el «poder federativo» que todavía Locke reservaba al monarca: el poder no puede ejercerse arbitrariamente en ningún caso, y la manera más expedita de despojar de arbitrariedad a un poder tan enorme, tan concentrado, como el del Estado moderno, es concibiendo institucionalmente a sus detentadores y servidores como meros agentes fiduciarios, deponibles a voluntad, del conjunto de los ciudadanos libres e iguales, es decir, de la sociedad civil toda.9

Otra forma de decir lo mismo es que el republicanismo moderno post-absolutista tampoco renunció a civilizar al Estado.10

6.- Democracia y sociedad civil

Pero sociedad civil no es, sin más, «sociedad» o «conjunto de la población». Sociedad civil es sólo el conjunto asociado de los ciudadanos. Y la ciudadanía puede ser un bien escaso, y aun muy escaso. En la tradición republicana (tanto antigua como moderna) sólo son ciudadanos, es decir, individuos libres, dotados de igual capacidad para realizar actos y negocios jurídicos (sui iuris, individuos de derecho propio), quienes no dependen de otro para vivir. Eso excluía, por supuesto, a los esclavos y a los sujetos a distintos grados de servidumbre, pero también a los asalariados -«esclavos a tiempo parcial» (Aristóteles)-, a los niños, a las mujeres, y las más veces, también a los extranjeros (es decir, al conjunto de los sujetos -sujeto quiere decir «sometido»- de derecho ajeno, los alieni iuris11). Es decir: eso excluía de la sociedad civil (encargada en principio por la teoría normativa republicana de controlar fiduciariamente el ejercicio del poder político) al grueso de la población. La democracia moderna -como la antigua de Ephialtes y Pericles- arrancó como un intento de ensanchar la sociedad civil, de incorporar a más y más gentes al ámbito de los libres e iguales. Ese intento tuvo distintos grados de radicalidad: Jefferson se acordó de las poblaciones pobres ya libres, pero ignoró a los esclavos (él mismo tenía esclavos) y despreció a los esclavos a tiempo parcial (los obreros asalariados, que en la América de su tiempo se conocían como «mecánicos»).

7.- Democracia fraternal

Robespierre y el ala plebeya de los jacobinos franceses llegaron más lejos que nadie: hasta a los esclavos de las colonias francesas; hasta a los asalariados, esclavos a tiempo parcial sometidos «a tiempo parcial» a un «patrón»; y al final de sus días, hasta a las mujeres, inveteradamente sujetas a la dominación patriarcal-patrimonial. La famosa fraternité jacobina expresaba precisamente eso: la necesidad de emancipar de la dominación patriarcal-patrimonial al conjunto de las «clases domésticas», de incorporar a la sociedad civil, hermanándolas en ella, al grueso de las clases sociales subalternas, sometidas a una inveterada loi de famille subcivil (Montesquieu) que, por lo mismo que las mantenía fuera de la vida civil, las excluía también de cualquier posibilidad remota de control de la vida política supracivil.

En un panfleto contrarrevolucionario anónimo publicado en Alemania en 1799 se recoge perfectamente el significado común y corriente en la Europa de la época de la democracia fraternal:

«La vida civil no puede existir sin trabajos manuales bajos, a encargarse de los cuales sólo puede llevar la pobreza y la incapacidad para las cosas superiores. Si las numerosísimas ocupaciones, tan sucias a menudo, no encontraran manos activas, las clases superiores se irían a pique. Hacer a los hombres iguales por arriba, es imposible. Introducir la igualdad entre los hombres, sólo puede hacerse denigrando a los hombres superiores. (…) En el fondo, la fantaseada fraternidad es una bufonada huera, y para el estamento inferior, en modo alguno un medio de promover su bienestar (Wohlfahrt) personal. Quien no alivia mis necesidades, quien no calma mi hambre, ése sólo se burla de mí, y no me hace más feliz. Quien a mi necesidad instila, encima, orgullo, añade a mi pobreza necedad, y acrece mi sufrimiento. ¿O acaso no subsiste la diferencia entre Amo y Siervo cuando un hombre togado ordena guillotinar a otros, mientras los demás deben conformarse con matar pollos? Padre e hijo no pueden ser hermanos. Con esta cofraternidad civil (bürgerliche Mitbrüderschaft) nadie es verdaderamente socorrido, nada mejora, pero el orden y la subordinación se ven dañados.»12

Así pues, en resolución, la democracia republicana moderna fue, con distintos grados de radicalidad, un intento de universalizar la libertad republicana, de ensanchar el círculo de los libres e iguales, de principiar la civilización de la sociedad aboliendo la loi politique supracivil del Estado burocrático moderno heredado de las monarquías absolutas europeas; y en su versión más radical -la de la fraternidad jacobina-, de abolir también toda loi de famille, de disolver, sometiéndolas a la loi civil, todas las zonas sociales de vigencia de cualquier despotismo «privado» patriarcal-patrimonial.

El anónimo panfleto citado muestra que a esa universalización pancivilizatoria de la libertad republicana reclamada por el «cuarto estado» europeo «infectado» de robespierrismo, los autores reaccionarios sólo podían ya oponer con cierta eficacia un bienestarismo paternalista: siempre habrá Patronos y Siervos, padre e hijo nunca podrán ser hermanos, y el «hijo» (el trabajador dependiente) cubrirá mejor sus necesidades, pondrá mejor remedio a su privación material, si se acoge resignadamente a la autoridad y a la discreción del «padre-patrón».

El sueño democrático-republicano por excelencia de finales del XVIII y comienzos del XIX fue, en los dos lados del Atlántico, una sociedad basada en la pequeña propiedad agraria más o menos universalmente distribuida (Jefferson). O, en su defecto, anticipando genialmente los efectos destructores y expropiadores de la dinámica capitalista (a la que llamó «economía política tiránica»), la exigencia de Robespierre de un derecho de existencia social públicamente garantizado, o aun de una renta material incondicionalmente asignada a todos los ciudadanos por el solo hecho de serlo (Tom Paine), lo que ahora llamaríamos renta básica garantizada o ingreso universal de ciudadanía.13 La libertad política o republicana era eso, y nada menos que eso: no tener que pedir cotidianamente permiso a nadie para poder subsistir.14 La democracia republicana tradicional era, desde tiempos inveterados, la promesa de que tampoco los pobres libres tendrían que pedir permiso a nadie para existir socialmente. Y la democracia fraternal republicana de impronta europea era la promesa, aún más radical, de que también los pobres no-libres -los esclavos propiamente dichos, y los nuevos esclavos «a tiempo parcial» (asalariados), los pueblos colonizados y las mujeres-, sujetos a una ancestral loi de famille subcivil, se emanciparían, accediendo de pleno derecho a la vida civil de los plenamente libres e iguales (recíprocamente libres).

8.- Socialismo

El socialismo del movimiento obrero europeo decimonónico se entendió a sí mismo, desde la constitución de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), o I Internacional, en 1864 como continuación por otros medios, y en condiciones económicas y sociales muy cambiadas, de la tradición revolucionaria de la democracia fraternal.

Después del fracaso de la II República francesa de 1848 -la llamada República «fraternal»-, los socialistas políticos consideraron con buenas razones que, en la era de la industrialización, no era ya viable el viejo programa democrático-fraternal revolucionario de una sociedad civil fundada sobre todo en la universalización de la libertad republicana por la vía de universalizar la propiedad privada; para ellos no se trataba tanto de una inundación democrática de la sociedad civil republicana clásica, cuanto de la creación de una vida civil no cimentada ya en la apropiación privada de las bases de existencia, sino, como dijo Marx, basada en un «sistema republicano de asociación de productores libres e iguales». Es decir, en un sistema de apropiación en común, libre e igualitaria, de las bases materiales de existencia de los individuos. Marx y Engels -y aun Bakunin, que compartió, entusiasta, con ellos el programa inicial de la AIT- nunca perdieron de vista la conexión de ese ideal socialista con el viejo ideal republicano-democrático fraternal.

En el programa fundacional del Partido Socialista Obrero francés, redactado por el propio Marx en 1881, se declara: «que los productores sólo pueden ser libres, si se hallan en posesión de los medios de producción. Que sólo hay dos formas en que pueden pertenecerles esos medios: la forma individual, que nunca fue una forma universal, y que, por causa del desarrollo industrial, tiende más y mas a ser eliminada; y la forma colectiva, cuyos elementos materiales e intelectuales son creados por el mismo desarrollo de la sociedad capitalista.»

La base social de la democracia revolucionaria fraternal como movimiento político fue el «cuarto estado», un démos relativamente heterogéneo, compuesto por todos quienes vivían por sus manos en los albores de la revolución industrial: artesanos, pequeños comerciantes, aparceros, campesinos acasillados, jornaleros, aprendices, oficiales, población urbana asalariada y desposeídos varios, y en varios grados, por las terribles dentelladas del «molino de Satán» (Polanyi). Segmentados verticalmente por su ubicación subcivil doméstica en la vida social del Antiguo Régimen, muchos aspiraban a emanciparse del yugo patriarcal tardoseñorial hermanándose horizontalmente como libres, como adultos, en una sociedad civil de libres e iguales fundada en la universalización de la pequeña propiedad privada sostenida en el trabajo personal. Esos estratos se venían sintiendo amenazados por la voraz dinámica desposesora y expropiatoria del capitalismo incipiente, y oponían a la «economía política tiránica» de éste su propia y ancestral «economía política popular» (Robespierre).

Pero la base social del socialismo como movimiento político, a partir de la segunda mitad del XIX, fue ya la clase obrera masivamente concentrada en los distritos industriales. En el textito programático de Marx recién citado, que es una declaración explícita de que el socialismo moderno se funda en los tradicionales valores de libertad universal de la democracia fraternal republicana, se ve también que para los socialistas de esa época fueron centrales dos previsiones de tendencia.

Primera previsión. La revolución industrial y el vigoroso desarrollo de la cultura económica capitalista que la siguió trajo consigo la progresiva disolución del antiguo démos preindustrial, y a cambio, el crecimiento exponencial de uno de sus componentes: los trabajadores urbanos asalariados (los nuevos «esclavos a tiempo parcial»). La dinámica capitalista no sólo era acumulativa; era también expropiatoria: tendía a desposeer a millones y millones de personas de sus bases tradicionales de existencia social. Esa tendencia observada iba a continuar en el futuro: el viejo «cuarto estado» iba camino de una colmada, y sociológicamente homogeneizante, proletarización industrial.

Segunda previsión. Así como el surgimiento del Estado moderno había sido la culminación de un proceso secular de expropiación y monopolización pública de los medios privados de ejercer la violencia (física y espiritual); así también el desarrollo de la cultura económica capitalista era un proceso acelerado de expropiación de los medios privados individuales de producir, y por consecuencia, de creciente concentración y centralización de la propiedad de esos medios. Convicción rectora de los socialistas de finales del XIX era que esa tendencia centralizadora y concentradora de la propiedad de los medios de producir haría técnicamente inmanejable la vida económica productiva moderna, a no ser que cambiaran radicalmente las viejas formas de producir fundadas en la apropiación privada burguesa descentralizada tradicional de los recursos productivos y de las decisiones de inversión. La concentración y la centralización capitalistas tenían que verse también, pues, como tendencias históricas favorecedoras de un nuevo modo social -socialista- de producir, fundado en la «asociación republicana de productores libres e iguales» que se apropian en común de los medios de existencia social, resolviendo de un modo políticamente democrático y económicamente eficiente los innumerables problemas de agencia que plantea una producción crecientemente social.15

9.- Tres posibilidades socialistas

Con el desarrollo de las monarquías absolutas se fueron centralizando y concentrando los medios de coerción física y espiritual, expropiando de los mismos a las potencias feudales privadas y socavando así la capacidad de éstas para desafiar a su arbitrio la esfera pública de los intereses civiles comunes. A diferencia del republicanismo pre-absolutista, el republicanismo post-absolutista no puso directamente en cuestión ese proceso histórico de concentración monopólica, sino que su empeño consistió entonces en socializar, en civilizar hasta disolverlo en la loi civil, el burocrático aparato administrador de ese monopolio.

Con el desarrollo del capitalismo industrial parecía estar dándose un proceso, más o menos paralelo, de expropiación de los medios privados de producir (la visión del último Max Weber). Aceptada la analogía, el movimiento obrero socialista tenía tres posibles caminos de acción:

a) Buscar un paralelo fácil -permítaseme la broma- con el republicanismo moderno post-absolutista: esperar más o menos pacientemente a que la situación estuviera industrialmente madura para un socialismo capaz de «expropiar a los capitalistas expropiadores»; tomar posiciones y preparar y organizar a los trabajadores para ese momento; y apoyar entretanto a toda costa los procesos de concentración y centralización de la economía tiránica del capitalismo, despreocupándose con mejor o peor conciencia de los daños que ese proceso causaba en las bases de existencia social de centenares de millones de personas condenadas a la «proletarización» en Europa y, más cruel y drásticamente aún, en los pueblos sometidos colonialmente. Es la vía «progresista» que acabó transitando una buena parte de la socialdemocracia ortodoxamente marxista de la II Internacional obrera.

b) Buscar un paralelo -sigo la broma- con el republicanismo pre-absolutista, resistirse a los procesos de concentración y centralización. Lo que quiere decir: centrar el grueso de la política anticapitalista del movimiento socialista en la lucha contra los procesos de expropiación y desposesión. La vía de muchos anticapitalistas «románticos» y de algunas variantes del socialismo, sobre todo libertario.

c) Combinar los dos esquemas republicanos de acción política. Y en ese sentido podía entenderse el programa de acción de la I Internacional obrera diseñado por Marx y Engels y aplaudido por Bakunin: no esperar a una hipotética «proletarización» homogeneizadora de las viejas capas populares del «cuarto estado» europeo, sino convertir a la nueva clase obrera asalariada generada por la industrialización capitalista en el núcleo motor y organizador del conjunto del démos dañado y socavado por los procesos de expropiación y desposesión grancapitalistas en las metrópolis y en las colonias. No sólo en los valores de base; también, en buena medida, en la táctica política era ese socialismo de la I Internacional heredero directo de la democracia fraternal republicana (más precisamente, del grito de Robespierre: «que perezcan las colonias, antes que los principios»).

10.- El futuro del socialismo republicano

Ciento cuarenta y tantos años después de la I Internacional muchas cosas han cambiado, ocioso es decirlo. Pero si algún socialismo anticapitalista ha de tener futuro, será el que sea capaz de poner a la altura de los tiempos el programa pancivilizatorio de la democracia revolucionaria fraterna, el que consiga sostener con mayor resolución y realismo los cinco frentes de la vieja lucha:

1) Contra el despotismo de un Estado incontrolable fiduciariamente por la ciudadanía, es decir, contra la loi politique heredada de las monarquías absolutas. (Hay que prevenirse aquí no sólo de las tentaciones estatistas totalitarias que pervirtieron a buena parte del socialismo en la franja central del siglo XX, sino también del nihilismo antidemocrático de cierta izquierda académica hoy en boga que, voluntariamente ciega al hecho de que hay una amplio gradiente de posibilidades en el control democrático fiduciario del poder político -no es lo mismo la IVª República francesa que la Vª, menos democrática; no es lo mismo la IIª República española que la actual monarquía parlamentaria, menos democrática-, ha decidido que todo es «estado de excepción permanente».)16

2) Contra el despotismo de unos patronos incontrolables fiduciariamente por los trabajadores, por los consumidores y por el conjunto de la ciudadanía (la empresa capitalista moderna hereda en condiciones modernísimas el viejo despotismo de una ancestral loi de famille).

3) Contra el despotismo doméstico dentro de lo que ahora entendemos propiamente por «familia» (la potestad arbitraria del varón sobre la mujer y aun los niños).

4) Contra la descivilización de la propia sociedad civil que se produce por consecuencia de la aparición, en el contexto de mercados ferozmente oligopolizados, de una economía tiránica alimentada por grandes poderes privados, financieros y no financieros, substraídos al orden civil común de los libres e iguales, enfeudados en nuevos privilegios plutocráticos, y por lo mismo, más y más capaces de desafiar a las repúblicas, de socavar la tolerancia moderna y de disputar con éxito a los poderes públicos su derecho inalienable a determinar el interés público.

5) Contra el nacionalismo y contra el imperialismo, ha de reivindicarse la idea ilustrada de la República Cosmopolita, de la que fue heredero directo el internacionalismo del movimiento obrero socialista. Nadie la dejó mejor enunciada que el joven revolucionario Schlegel, nostálgico de Robespierre en 1796:

«La idea de una República Cosmopolita tiene validez práctica y es de característica importancia. […] Hasta ahora se hablaba sólo del Republicanismo parcial de un Estado y un pueblo determinado. Pero sólo a través de un Republicanismo universal puede llegar a cumplirse el imperativo político. Este concepto no es, pues, fantaseo de soñador, sino tan necesaria prácticamente como el imperativo político. Sus componentes son:

– Politización de todas las naciones;

– Republicanismo de todos los politizados,

– Fraternidad de todos los republicanos,

– La autonomía de cada uno de los Estados, y la isonomía de todos.» 17

Notas:

1 Para las mujeres, los esclavos y los pobres, el dominio «concretamente» experimentado era el del oikos; para los varones e intelectuales de viso, como Aristóteles, en cambio, el oikos resultaba más «abstracto» y lejano. Distintas experiencias de clase.

2 Karl Polanyi, El sustento del hombre, trad. cast. de Ester Gómez Parro, Madrid, Capitán Swing, 2009, pág. 271. Y concretamente sobre Atenas: «La máquina democrática estaba limitada por los propietarios de las grandes haciendas que practicaban la costumbre de invitar a sus vecinos y a los hambrientos a comidas gratuitas. Cimón, el líder aristocrñático, fue famoso por este tipo de hospitalidad política. Pericles, su oponente democrático, para establecer el equilibrio, fomentó el hábito de acudir al mercado e hizo que a todos los ciudadanos se les diera una pequeña paga diaria por sus servicios públicos con la que pudiesen ir todos los días a comprar su comida al mercado» (págs. 217-218).

3 Platón, Menéxeno, 238d.

4 Cfr. A. Domènech, De la ética a la política, Barcelona, Crítica, 1989, cap. II. También: A. Domènech, «Cristianismo y libertad republicana: un poco de historia sacra y un poco de historia profana», en La balsa de la medusa, Nº 51-52 (1999), págs. 3-48.

5 En el sentido clásico, que todavía conservaba el Tesoro de la lengua castellana de Covarrubias (1611): Familia: «En común significación vale la gente que un señor sustenta dentro de su casa, de donde tomó el nombre de padre de familias; díxose del nombre latino familia. Cerca de los antiguos se escribía con E, famelia; y se entendía sólo los siervos (…). Y debajo de esta palabra familia se entiende el señor y su muger, y los demás que tiene de su mando, como hijos, criados, esclavos…»

6 O huyendo. Huir del poder estatal constituido (la famosa secessio plebis de la Roma antigua) era, para los no siervos, una posibilidad abierta en Europa hasta la cristalización de las monarquías absolutas, como se ve en los estupendos versículos de las coplas de Gómez Manrique (Exclamación y querella de gobernación, hacia 1480): «En un pueblo donde moro/ al nesçio fazen alcallde/ (…) Los cuerdos fuyr devrían/ de do locos mandan más,/ que quando los çiegos guían/ ¡guay de los que van detrás!».

7 De hecho, y por una de las ironías más crueles de la historia universal de los conceptos políticos, la palabra misma con que se autobautizó la Iglesia primitiva, eklesia, refería directamente en griego a la experiencia de las póleis democráticas de la época clásica: eklesia era precisamente la institución de la asamblea popular. Para el significado político de que la Iglesia se apropiara de ese término -vitando ya para los bienpensantes en la época de las monarquías postalejandrinas, y no digamos tras la sumisión de la Hélade a Roma-, cfr. A. Domènech, «Cristianismo y libertad republicana: un poco de historia sacra y un poco de historia profana», en La balsa de la medusa, Nº 51-52 (1999), págs. 3-48.

8 Para la impronta germánica del derecho público moderno, sigue siendo imprescindible el verdadero monumento a la erudición histórica decimonónica que son los cuatro gruesos volúmenes del Deutsche Genossenschaftsrecht de Otto Gierke. Para la importancia de estas technicalities jurídicas para la comprensión de la filosofía política moderna, cfr. A.Domènech, El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista, Barcelona, Crítica, 2004, particularmente, capts. I-IV.

9 Minister quiere decir servidor, siervo. Ello es así porque, en la relación fideicomitente/fideicomiso, el derecho civil romano, considerando que esa relación era peligrosísima para el fideicomitente (que quedaba siempre a merced del fideicomiso), daba todo tipo de prerrogativas al comitente sobre el comisionado o los comisionados, casi al punto de poder tratarlos como a esclavos. (De hecho, hubo muchos «esclavos públicos», literalmente, haciendo labores burocráticas, tanto bajo la República, como bajo el Imperio.) No será tal vez ocioso observar que la palabra «ministro» estaba tan desprestigiada ya, sin embargo, al terminar la I Guerra Mundial, que los gobiernos revolucionarios obreros en Rusia (1917) y en Alemania (noviembre de 1918) prefirieron recordar que los gobernantes, de acuerdo con la tradición republicana, son puros fideicomisos del pueblo, y llamaron a los ministros de esos gobiernos, no «ministros», sino «comisarios» del pueblo. Que «comisario» esté ahora tan desprestigiado como «ministro», si no más, quizá esté detrás de la nueva preferencia léxica de Evo Morales, que acaba de declarar que los gobernantes deben ser «esclavos del pueblo», acaso para expresar de forma nueva el mismo, antiquísimo, desideratum republicano.

10 La aparentemente misteriosa afirmación del Hegel maduro de que «América [EEUU] es un pueblo sin Estado», declara, en tono de censura, lo que su republicanismo juvenil habría celebrado en tono de alabanza, a saber: que un pueblo constituido como República no tiene Estado (en el antiguo sentido europeo tradicional del término). La misma idea está en el joven Marx, pero no para cualquier República, sino sólo para una República democrática (está pensando en Robespierre y en la I República francesa): «Los franceses modernos han entendido esto así: que en la verdadera democracia el Estado político perece. Lo cual es correcto, en el sentido de que, como Estado político, como constitución, no vale para todos» (MEW, Vol. I, pág. 338.)

11 Recordar algo tan sencillo como que la «alienación» (en Hegel y en Marx) viene de la condición jurídica del alieni iuris, tal vez ahorre a los jóvenes buena e indigesta copia de páginas de impenetrable metafísica «marxista» tan charlatana como pretenciosa.

12 El anónimo («Über die Notwendigkeit einer ständischen Differezierung der Menschen» -Sobre la necesidad de una diferenciación estamental de los hombres) se reproduce en la antología de textos compilada por Jörn Garber, Kritik der Revolution. Theorien des deutschen Frühconservatismus 1790-1810 , Vol. I: Dokumentation , Kronberg, Scriptor Verlag, 1976, págs. 223-231 (y la cita corresponde a la página 231). Agradezco a María Julia Bertomeu, sagaz especialista en esta época del debate filosófico-político, que me llamara la atención sobre este texto.

13 Ya desde el mismo título, en su útil introducción a la propuesta de una renta básica garantizada para toda la ciudadanía, se acuerda Daniel Raventós de estos ilustres ancestros: El derecho de existencia, Ariel, Barcelona, 1999.

14 «La libertad consiste menos en hacer según dicte la propia voluntad, que en no estar sometido a la de otro; y también consiste en no someter la voluntad de otro a la nuestra», dice Rousseau las Lettres de la Montagne. Y no era una innovación: en realidad, es la única idea seria de libertad que conoció la cultura europea desde el mediterráneo antiguo. También está en el Quijote: «La libertad, Sancho, es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos (…) ¡venturoso aquél a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!».

15 Para el socialismo como problema de agencia fiduciaria, cfr. A. Domènech, El eclipse de la fraternidad, op. cit., capítulo V.

16 Tal vez creyendo que las teorías políticas normativas son como guantes que, vueltos del revés, puede uno enfundarlos indistintamente en la mano derecha o en la mano izquierda, muchos teóricos políticos sedicentemente de izquierda han «recuperado» la teoría político-jurídica del Kronjurist del nacionalsocialismo alemán, Carl Schmitt, y el feroz ataque de éste a la democracia en los años 20 y 30, consistente, en substancia, en tratar de mostrar que tampoco la democracia podía prescindir de la dialéctica amigo/enemigo, que tampoco la democracia podía, al final, prescindir del «estado de excepción». Para Carl Schmitt -exiliado tras la derrota militar del nazismo en la España de Franco, y maestro de toda una generación de juristas franquistas- no había diferencias en este punto entre el Estado de Franco y la II República española, como no las había entre la República de Weimar y el III Reich de Hitler. Waltter Benjamin dijo una vez -en pleno avance arrollador del nazismo y el fascismo en Europa- que la tradición de los oprimidos les había acostumbrado a vivir en un estado de excepción permanente. No es infrecuente encontrarse hoy con groseros manoseos de ese genial aforismo (bien fechado), puestos al servicio de un repelente y confusionario nihilismo antidemocrático neoschmittiano.

17 Friedrich Schlegel, «Versuch über den Republikanismus» (1796), KA, Vol. VII (pp. 11-25), pág. 13 y pág. 22.). Schlegel ropagaba, pues, lo que Meinecke habría de llamar después «cosmopolitismo democrático-iusnaturalista» (naturrechtlich-demokratischen Kosmopolitismus») en su obra clásica Weltbürgertum und Nationalstaat (Munich, Oldenburg Verlag, 1911).