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La mirada burguesa

Fuentes: Rebelión

A BG y CB Podrás rebajarte a formas inferiores, al nivel de las bestias, y podrásal mismo tiempo resurgir de entre ellas, amparado en el juicio de tu alma, alzándote entre los seres divinos y los espíritus superiores Pico de la Mirandola La burguesía, desde su constitución simbólica como clase social y su desde constitución […]

A BG y CB

Podrás rebajarte a formas inferiores, al nivel de las bestias, y podrás
al mismo tiempo resurgir de entre ellas, amparado en el juicio
de tu alma, alzándote entre los seres divinos y los espíritus superiores

Pico de la Mirandola

La burguesía, desde su constitución simbólica como clase social y su desde constitución (real/material) como clase dominante consolidada gracias a las variantes reaccionarias surgidas de la revolución francesa, ha construido un mundo de ilusiones tecnológicas y papel-moneda; capiteles y frisos de Delfos, cubiertos para el pescado y créditos; explotación de lo considerado inferior y elegancia natural; infusiones, exposiciones universales, derridianas tortillas que se deconstruyen (a sí mismas) y colonialismo (imperialismo) con su legislación comparada y su tráfico de esclavos correspondiente. Esta forma (burguesa) de definir y explicar el mundo conlleva, como no podía ser de otra forma, una manera de ver, de mirar: un punto de vista definitivo y causal sobre la realidad (delimitada por su propia percepción de lo existente). Este punto de vista es un lugar solitario, elevado y tranquilo (sic), un claro del bosque dominado por el silencio (por utilizar -no sin cierta ironía- metáforas burguesas hijas del literario pensar de Heidegger o Zambrano), desde el cual, el aire que se respira es más puro, las casas que se ven a los lejos son más confortables, las vacas suizas o normandas pastan en concordia con la naturaleza y una reflexión liviana (sofisticada) sobre el volumen de un vestido pintado por Tiziano o Rembrant permite entrar -sin más peaje que el reconocimiento por la comunidad que participa de esos ritos- en el paraíso del buen gusto, en el territorio de la denominada cultura.

Esta cultura burguesa, de larga tradición y difusión escolar, universitaria y mediática, se podría definir, sin pretensiones de totalidad y visto su actual (cada vez más escaso) valor de cambio, como un juego de reciprocidades y referencias, de guiños y complicidades que provocan una agradable sensación -un bienestar moral o paz interior en individuos de cualquier sexo (más hombres, dueños desde Atapuerca del bastón jerárquico), propensos a la melancolía y atormentados por la mala conciencia- al tiempo que sirve como legitimador, código de comportamiento cotidiano, del estado de mercado. Organizada por el capital en esta fase neoimperial, la cultura burguesa (o sus restos posmodernos, más peligrosos -si acaso es posible- dada la naturaleza elástica y flexible del pensar postindustrial) se manifiesta en cualquier hecho común de apariencia (nada) inocente: desde una exposición retrospectiva (siempre tiene que ser retrospectiva e histórica) de algún maestro del color del siglo XVII (con viajes a Madrid o Barcelona) hasta la forma de realizar, movimiento sincopado de cámara, un programa de televisión (presentado como documental: verosimilitud) sobre los crímenes en Iraq o Sierra Leona -salpicado de intensos planos cortos de las víctimas- sin contar en ningún momento el origen del conflicto. Sin ser sólo adorno y escaparate como se podría pensar a priori, un decorativo broche en una esbelta figura, la cultura burguesa exquisita y su proyección vulgata (museos, magnas exposiciones, Forums multiculturales, Camino de Santiago, etc.) son, en esencia, la reproducción espectacular del sistema de valores de la ideología dominante. Sus leyes son la novedad y la diferencia; sus ideologemas o fórmulas de consenso lingüístico están en la mente de todos («película con música magnífica», «un montaje provocador», «sensible hasta llegar al corazón», «reencuentro con uno mismo», «un maestro desconocido del barroco», «fuerza e intensidad en las imágenes», etc.

Aquí, entre nosotros, gentes que malvivimos en la penumbra de cristales esmerilados con una moneda de oro que nos dejó la abuela, en la periferia oscura del capital, la diferencia entre Paolo Coelho, Dan Brown, Paul Éluard o Bertold Brecht, entre Antonio López, Miquel Barceló y Picasso o Rodchenko, entre la División Azul y las Brigadas Internacionales o, por concluir este juego de parejas, entre Ken Loach o Dogville y Mar adentro o Los lunes al sol la establece el diario El País y sus servicios asociados. Así es más fácil. Su mediación -deseada por muchos ya que ofrece un cálido diván para reposar y construir el universo simbólico de la verdad revelada– hace posible la traslación directa de los deseos expansivos del mercado a la inexistente oferta de la población. Donde no llega su onda expansiva y sus permanentes canales de transmisión, donde no llega el «hecho cultural» como diría un sociólogo a sueldo (y son legión), la sociedad anda en un estadio de barbarie inferior. Ya no se trata sólo de saber -es preferible no saberlo- que la nueva obra de García Márquez, Memoria de mis putas tristes, es un homenaje elíptico y difuso a Yasunari Kawabata (lo cuentan los diarios, lo repite el marketing). Ahora el juego, otra vuelta de tuerca, consiste en haber leído La historia del buen viejo la bella muchacha de Italo Svevo y compararla con el texto del colombiano. Canela fina.

Frente al valor de cambio de los artificios culturales como extensión de la ideología de la clase dominante, frente a la realidad imaginaria que es tomada por real (el mapa es, en este caso, todo el territorio), la resistencia revolucionaria -del jacobinismo a Guy Debord, del general Vo Nguyen Giap y la guerra de guerrillas a la última reflexión sobre el estado de excepción como estado permanente del gobierno de Agamben- ha levantado un esquema defensivo (una barricada roja y negra con una catapulta encima) con dos grandes columnas. A la izquierda, una gruesa pilastra historiada describe -igual que en esas egipcias o griegas que adornan plazas de países colonialistas- las batallas perdidas, infinitas derrotas, enfermedades, fusilamientos, torturas y penales de larga condena. En ésta se aloja, quizá sin razón, el cinismo moderno. El cinismo de la derrota, disfrazado de táctica y estrategia. Para esta versión defensiva/ofensiva de acercarse al futuro, el capitalismo cultural (versión light o socialdemócrata avanzada) ofrece -con tantos matices como se quiera- la variante del perdedor solitario de amores imposibles y familia desestructurada con un abanico de héroes maudits que van de los personajes de Dashiell Hammet al muerto Dimitrios de Eric Ambler, de la Velvet Underground a Stravisnky pasando por Van Morrison, de Woody Allen y Sam Peckinpah (Grupo Salvaje es una película marxista-leninista, se decía) a El diablo cojuelo y Torres Villarroel hasta llegar a Blade Runner interpretado con acierto por Juan Cueto. Sin estar incapacitados para la acción política, los representantes de este grupúsculo requieren de seres combativos a su lado, en su organización, en su contexto laboral y emocional, que les impida instalarse en la dispersión y la desesperanza..

El otro pilar -el más importante- se asienta sobre la verdad de los hechos probados y la valentía individual y colectiva para afrontar el desafío propuesto por el capital y su dominación. En este otro bajorrelieve están narrados los acontecimientos definitivos de la identidad de clase, la historia de los oprimidos y los ciegos, las victorias del movimiento obrero, las sonrisas de los mudos y de los que hablan una lengua directa sin juegos florales. Forman parte de esta tradición los héroes de la comuna de París, los asaltantes del Palacio de Invierno o los expedicionarios del Granma y todos aquellos (héroes modernos y desconocidos) que se atreven a decir «no» en cualquier contexto político, social o laboral. Gente seria capaz de disfrutar con las caprichosas formas de la costa da morte, mujeres y hombres capaces de sentir tranquilidad paseando por Florencia o Córdoba, capaces de emocionarse con la inocente sonrisa de un niño o con la incansable algarabía de un perro, con una flor pequeña o con el canto de los pájaros una mañana de abril. Gente seria, gentes de izquierda, gentes con valores. Sciascia habla de los puritanos y los libertinos llegada la hora revolucionaria. En este mundo descontrolado, sometidos a la presión psicológica del capitalismo y sus intereses, parece que hemos perdido el sentido y la referencia y, algunas veces, ya no sabemos ni quiénes somos, ni dónde se encuentra la revolución.

Perdida entre estas dos columnas, pasando frío y mirándose de soslayo en el espejo de su propio desconcierto, anda la izquierda social y política. Poco acostumbrados a intervenir en la esfera de lo concreto, en la creación de estructuras operativas y funcionales, los compagnons de la izquierda (incluso militantes de base) han abrazado un discurso pesimista y, en ocasiones, derrotista. Un pensamiento que, siendo lúcido y útil para la formulación de nuevos principios de actuación de la izquierda combatiente, impide la felicidad del sujeto que sufre la fiebre metapolítica. Si la felicidad consiste en una adecuación libre y armoniosa con el entorno, algo estamos haciendo mal. Sin felicidad -o algo parecido- es difícil proyectar vigor, reconstruir las maltrechas organizaciones. Formada para el disfrute de la cultura burguesa (en parte ha construido este espejismo referencial durante años), la élite de la izquierda pesimista, conocedora de los mecanismos y de los trucos, se encuentra a la deriva. El siguiente paso (lo dan pocos pero causa revuelo) consiste en engrosar, con disimulo, las filas «críticas» del neoliberalismo.

Este comentario, con la descripción ligera y algo anecdótica de las dos patas (existen más) de la izquierda -mientras el capitalismo arrasa el mundo-, podría parecer una autocrítica. Y lo es.