El sufrimiento del otro no puede dejarme indiferente. Sería una especie de enfermedad no curada, la manifestación de una incapacidad para superar la enfermedad. Para decirlo de manera más precisa, este sufrimiento, este clamor, nos desafía y nos llama. El sufrimiento del otro nos exige, nos interpela. Nos pide que respondamos, que no permanezcamos pasivos, que no nos acomodemos en la indiferencia. El sufrimiento del otro es una llamada a la responsabilidad. Enfrentarlo es tomar conciencia de nuestra humanidad compartida y actuar en consecuencia»
Emmanuel Levinas, «Humanismo del otro hombre»
Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre un concepto que permanentemente nos remite a un aspecto lamentable de la existencia de todos los mortales, a saber, la “miseria”. Intentaremos pensarlo desde un enfoque ético y existencial ya que lo podemos leer como condición propiamente humana, inherente a nuestra naturaleza, como también un estado o situación en la cual, una vez que se cae en ella, es realmente difícil salir.
Pero primero, desmenucemos los vocablos. Por un lado, podemos rastrear en su etimología al término miseria y destacar que proviene del latín míserum, utilizado para adjetivar el estado de desgracia digna de compasión por su condición deplorable y/o lamentable. Precisamente, indicaba a aquel sujeto puntual que estaba afectado por la desgracia o una adversidad que lo avasalla casi por completo. En términos históricos, posteriormente, y más acercándonos a las lenguas romance, se referirá más bien a un estado de pobreza extrema y también a la actitud de tacañería o mezquindad (nótese que en muchos países se consideran “miserables” aquellas personas que hacen alarde de su detestable individualismo). No es casual que también encontremos en “miseria” la raíz “míser”, que hace referencia al doliente que pide clemencia mediante el vocablo “misericordia” o quien ,sabiendo verle la cara “al otro”, la tiene sin tener que recibir solicitud alguna.
Arthur Schopenhauer le dio a la miseria un lugar fundamental en su filosofía pesimista. Partiendo de la base de considerar la existencia humana caracterizada por el permanente dolor, desilusión y su consecuente frustración, interpretaba a la miseria como una condición preponderantemente humana con la que hay que lidiar inexorablemente: es parte de nuestra naturaleza la miserabilidad de una vida a la que, si no se le añade un sentido que valga la pena, carece de valor y expone lo que realmente es. Asimismo, agrega a esta parte constitutiva de nuestra existencia un plus: la lucha por sobrevivir, traducida en una vida atravesada por la competencia permanente y la falta de empatía entre individuos y entre ellos y su medio, no hace otra cosa que perpetuar cierto estado de miseria social o comunitaria. ¡Siempre alentándonos Arthur!
En su Zaratustra, Nietzsche describe la condición suprema de miserabilidad en la figura del “último hombre”, caracterizado por estar entrampado en la mediocridad y el conformismo que se hace evidente por su carencia de “aspiraciones elevadas” y su temor por experimentar cualquier desafío que perturbe su comodidad. Este estado de vida mediocre representaría para Friedrich una forma clara de miseria plasmada en una existencia totalmente trivial y superficial, incapaz de desafiar los límites de cualquier potencial y alejada de toda pretensión de superación. Éste, el pulgón llamado “último hombre” es un representante de la negación de la vida y de la voluntad de poder, puesto que no es capaz de encararla en la tempestad de sus desafíos, huyendo como un cobarde del sufrimiento y esquivando superar cualquier obstáculo propio de una existencia digna o auténtica. En definitiva, para el bigotón, la miseria radica en la cobardía que simboliza abrazar la mediocridad y el confort por temor a mirar de frente la real vitalidad y todas sus potencialidades, las cuales requieren cierta fortaleza que pocos están dispuestos a poner a disposición.
Posteriormente Jean-Paul Sartre, en su obra “Los caminos de la libertad”, analiza a la miseria directamente como una condición humana en la que el sujeto se encuentra atrapado sin salida e inmerso en una existencia totalmente carente de autenticidad que lo lleva a un estado de negación de la libertad individual. Desde esta perspectiva, la “miseria” no tiene tanto que ver con las privaciones de índole material, sino más bien con la pérdida de sentido y propósito en la existencia, puesto que considera que somos seres condenados a la libertad, lo que implicaría la responsabilidad de dar significado a nuestras vidas a partir de cada una de las acciones y elecciones que realizamos. La miseria se revela cuando los individuos se empeñan en negar la asunción de su libertad, optando por una vida totalmente inauténtica caracterizada por el dejar que otros nos impongan sus voluntades y valores. En este punto es necesario recordar que Sartre llama “mala fe” a esta actitud de autoengaño, muy propia de personas que evaden sus responsabilidades y niegan, consecuentemente, sus libertades: la miseria es aquí, evidentemente, un tipo de alienación que nos hunde en una existencia verdaderamente lamentable.
Asimismo, autores como Foucault examinaron la miseria en el punto donde lo habíamos dejado en Schopenhauer, en cuanto que interpretó a la marginalidad siempre en relación a las estructuras de poder y las instituciones sociales, específicamente en su obra “Vigilar y castigar”, en la cual aborda cómo es posible que el poder lleve a las personas a condiciones de miseria y cómo las instituciones sociales consolidadas sirven para perpetuar, controlar y normalizar la miseria de ciertos grupos de la población.
¿Qué hacemos con esto, entonces? ¿Nos rendimos con el pretexto de considerarnos seres miserables por naturaleza? ¿Naturalizamos la miseria propagada y perpetuada por parte de instituciones sociales? ¿Caemos en la patética moralina mediocre que tanto despreció Nietzsche mientras lamentamos en redes sociales las consecuencias atroces de la miseria?
Pues bien, para encarar estas preguntas ofreceremos una de las tantas posibles lecturas que enfrentan el problema: se trata de Emmanuel Levinas y su abordaje desde una perspectiva ética que apela fuertemente a la responsabilidad hacia nuestros “otros”. Podríamos decir que gran parte de su filosofía se centra justamente en la importancia de reconocer y responder a la vulnerabilidad y el sufrimiento de los que peor la están pasando. Para ello, nos propone una interpretación sobre cómo enfrentar la miseria mediante una ética “del rostro” y del cuidado del otro.
En su obra “Totalidad e infinito”, Levinas sostuvo que el rostro del otro nos interpela despertando una responsabilidad casi ineludible hacia el sufrimiento de los demás: el encuentro con nuestros “otros” es un llamado ético porque nos obligaría a escindirnos momentáneamente de nuestra individualidad para estar atentos a los pesares ajenos.
Como podemos apreciar, la invitación de Levinas se centra en la ruptura con la tan naturalizada y amada indiferencia y la pasividad que solemos tener frente al sufrimiento de los miembros de nuestra comunidad y en la propuesta de una “hospitalidad infinita”, en la que el encuentro con los demás se torna en oportunidad para acoger a nuestros dolientes en su miseria traducida en un sinnúmero de necesidades básicas, las cuales, en el fondo todos sabemos que en su gran mayoría son evitables. Pero nada de esto podría ser posible sin la intermediación de valores como la compasión, la solidaridad y la responsabilidad que tenemos que asumir como seres sociales hacia nuestro prójimo: se trata de una ética en la que el cuidado y la preocupación son la única garantía posible para vivir en una sociedad más justa y menos inhumana.
Ahora bien, ¿por qué utiliza el término “rostro” en su postulación ética? Básicamente porque el rostro del otro es la confrontación y el desafío ético más claro que se nos presenta en tanto que denota, según Levinas, la vulnerabilidad y la singularidad de cada sujeto. Así como es fundamental destacar la particularidad de cada rostro, que esconde su historia de luchas, con sus correspondientes derrotas y victorias, más crucial es la mirada, el saber mirar, el querer apreciar mediante la visión estos rasgos de necesidad, estos gritos de auxilio y estas súplicas de misericordia escondidos en cada poro y surco de nuestras caras. En definitiva, lo que Levinas nos quiere enseñar es a “saber mirar”, que depende exclusivamente de la responsabilidad ética de “querer mirar” aquello para lo cual la sociedad del ultra consumismo hueco nos ha entrenado para “esquivar”.
No es casual que a muchos maniáticos nos resulte crucial el contacto visual cuando hablamos con alguien: la mirada esquiva es una metáfora de una forma de vida, que evade o intenta eludir cualquier tipo de responsabilidad tanto en el ámbito del ser, del conocer y del actuar. Un ser humano acostumbrado a no sostener la mirada en “los otros”, es un sujeto que se estaría privando de la experiencia de imbricarse con esos otros, en tanto que su actitud prescinde de la importancia de la existencia de otro ser que debe y puede “ser conmigo”. En criollo, querida: «al mirarte te conozco, te reconozco, te leo, te entiendo, me pongo en tu lugar y actúo en consecuencia».
Tampoco es una coincidencia que nos hayan educado en un medio social en el cual es “normal” no ser responsable por nadie, que el sufrimiento y vulnerabilidad del otro sea asunto del otro, que el egoísmo se haya disfrazado de “desarrollo personal” manifestado en clichés absurdos plasmados en lemas patéticos como “me lo merezco”, “es mi vida”, “mi tiempo y mi espacio en el mundo” y una serie interminable de chorradas que no hacen más que acentuar explícitamente la peor de todas las miserias: la de creer que nuestro bienestar es una conquista personal e individual y que aquellos que no participen de él, no habrían hecho lo suficiente para lograrlo o peor, «algo malo habrán hecho». Así estamos.
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