Nadie pareciera querer darse cuenta del progresivo desgaste que están sufriendo la democracia y las diferentes instituciones que la sustentan y son expresiones de las libertades inherentes a su práctica y vigencia en muchas latitudes del mundo. Solo aquellos que sienten en carne propia los zarpazos de un gobierno supremacista, racista, xenófobo y autoritario como el de Donald Trump (quien se erige como modelo a seguir en otras naciones del mundo, reinstalando el discurso y los métodos del fascismo clásico en el presente siglo) tienen una lógica reacción en su contra mientras otros individuos solo voltean a mirar a otro lado. O simplemente lo ignoran. Olímpicamente, como se acostumbra decir. Sin adoptar ninguna resolución en este y cualquier otro asunto. Ni indignación ni sorpresa ni resistencia. Lo que, en una frase, podemos calificar de falta de empatía y que nos recuerda el poema (atribuido a Bertolt Brecht) que fuera escrito por el pastor luterano alemán Martin Niemöller donde resume lo hecho a socialistas, sindicalistas, judíos y, finalmente, a su persona durante los días iniciales del nazismo alemán mientras todos callaban.
Los abusos jurídicos, la explotación bárbara de trabajadores de todas las edades, la represión indiscriminada de personas por el simple acto de reclamar sus derechos y poder emitir sus opiniones libremente, el exterminio de poblaciones enteras para ocupar ilegalmente sus territorios, los bloqueos económicos contra naciones que defienden su soberanía, y la devastación de la naturaleza para colmar las ganancias de grandes empresas transnacionales a costa de la vida de todos, entre otras acciones visibles, representan a grandes rasgos la guerra emprendida por los ricos (Norte global) contra los pobres (Sur global), disfrazándola de distintas maneras, pero que demuestra que los privilegios, las instituciones establecidas y las costumbres cómodas existen únicamente en provecho de una minoría. Todo esto, en conjunto, genera en muchas personas presiones, ansiedades y preocupaciones que las impulsan a velar por su propio bienestar, egoístamente, sin pensar ni imaginar las calamidades que puedan sufrir otras personas como ellas y, aún más, a no plantearse la posibilidad de organizarse colectivamente y encarar los desmanes de los sectores dominantes.
La naturalidad (o la banalización) con la que la gente asume este conjunto de hechos condenables (en un proceso inadvertido de introyección) nos conduce a la implantación de un sistema de dominación donde solo cuentan los intereses de los grupos hegemónicos, reforzado por la manipulación de las conciencias a través de la ideología dominante, la difusión de noticias falsas y el contenido irracional de las redes sociales, lo que repercute en la ausencia de debates serios y profundos que contribuyan a develar y a transformar la realidad circundante. En resumen, es una contraviolencia preventiva que crea las condiciones adecuadas para que, como otrora en el pasado, las burguesías recurran abiertamente al fascismo, con unos rasgos y una práctica en algún modo diferentes al ya conocido. Y todo ello es consecuencia directa de una convicción preexistente -fermentada y distorsionada a lo largo de los años- engendrada de las prédicas religiosas que anuncian catástrofes inevitables como expiación por los pecados cometidos por los seres humanos, incluyendo a aquellos (con más razón) que no profesan los credos de la cristiandad.
Aunque alguna gente dude de su existencia y de sus planes, en las últimas décadas se ha perfilado un poder oligárquico que difumina las fronteras entre el Estado, las finanzas y la tecnología de punta, todo en su provecho exclusivo. Ya no es el clásico complejo industrial militar del cual hablara el presidente Dwight Eisenhower. No. A este se han agregado las grandes corporaciones tecnológicas globales que han terminado por influir de una forma decisiva en el diseño de armas de destrucción masiva y dispositivos de seguridad, así como en la política exterior (estadounidenses y europeos). En palabras de Alejandro Marcó del Pont: «El DMIC (Digital Military Industrial Complex) es la máxima expresión del capitalismo tardío: un sistema donde el poder económico, militar y tecnológico se concentra en una élite que opera por encima de fronteras y gobiernos. Las Big Tech ya no son startups de garaje; son brazos del poder imperial estadounidense, con capacidad para moldear guerras, economías y sociedades». Por eso su interés no es igual al interés de las mayorías, a las cuales precarizan e incitan contra los migrantes y todo lo que sea diferente, señalándolos de ser los culpables de la crisis multidimensional por la que atraviesa el sistema capitalista. Para dichas corporaciones transnacionales lo que importa es el lucro, no la vida de las personas (incluso de aquellas que hacen el papel de tontos útiles, apoyándolas), ni la paz, ni el respeto al derecho internacional, ni la democracia, ni la libertad, ni el delicado equilibrio ecológico; todas estas cosas son, según sus puntos de vista, secundarias y, por consiguiente, serían cosas que deben y podrán desecharse si ello redunda en la garantía de la buena marcha del mercado capitalista que los colma de manera sustanciosa.
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