La imagen, ampliamente publicitada y fervorosamente reverenciada, de personas dotadas de poderes o cualidades excepcionales es tan recurrente en el ideario universal de la humanidad que resulta imposible atisbar el momento que anuncia su advenimiento a la historia. No es desatinado inclusive suponer que las divinidades son una suerte de expresión sublimada de humanas […]
La imagen, ampliamente publicitada y fervorosamente reverenciada, de personas dotadas de poderes o cualidades excepcionales es tan recurrente en el ideario universal de la humanidad que resulta imposible atisbar el momento que anuncia su advenimiento a la historia. No es desatinado inclusive suponer que las divinidades son una suerte de expresión sublimada de humanas virtudes, positivas y negativas, adecuadamente magnificadas a sus propósitos de mostrar el non plus ultra referencial de la época considerada. Heracles, Aquileo (el de los pies ligeros, el hijo de Peleo), Lancelot, Tristán, la prole de santos cristianos, Moisés, Siddartha Gautama, Zeus, Zarathustra, Jahvé, trinidades hinduistas y cristianas, Changó, Yemayá, Mohammed y más recientemente Superman, Batman, Spiderman, Power Rangers, Harry Potter y Said Baba, toda una muy importante cantidad de profetas y prohombres (valga la infamia sexista del protervo sustantivo en aras de la claridad semántica) formadora de la sabrosa mezcla de figuras históricas, mitológicas, enteléquicas y divinas que pueblan numerosas obras de arte y literarias, para darles -con sus existencias terrenales o incidencias metafóricas, hazañas y eventos trascendentes- vida y colorido a las tramas que les toman por motivos. (Obsérvese que el «panteón teogónico ampliado» del Canon Occidental, salvo citas culteranas y epatantes, todavía excluye -sin ingenuidad, ni probados sesgos discriminatorios, ciertamente- las prolijas visiones y arquetipos de las ricas subjetividades de nuestras mayorías invisibles, como esquimales, nativos, lapones, aborígenes y tercermundistas.)
Los seres normalizados ven en ellos conductas paradigmáticas, soporte espiritual, meta ansiada, sueño corporeizado, esperanza sustanciosa, antropomorfización de desvelos, justicia redimida, carnalidad de propósitos, vía y consuelo -en fin- para afrontar la incertidumbre del mañana, vencer las circunstancias, sobreponerse a las adversidades o ganar la lotería. Los turbios procesos e ingentes esfuerzos que acompañan frecuentemente la licitación, propalación y definitiva imposición de semejantes adalides sociales hacen sospechar que quienes los promueven persiguen, amén de ofrecer placebos sostenedores y excipientes edulcorantes de iniquidades cotidianas, convencer a cada quien la probada ineficacia de sus vidas. Desde esta peculiar dis-posición de desequilibrio emocional y desamparo existencial resulta más fácil a las clases dominantes la solidificación y el ejercicio de su imperio.
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No resulta extraño, pues, que el faraón Amenofis IV (c. 1350-1334 a.C.), después Ajnatón, provocara una verdadera revolución en la religión de su reino al proclamar a Atón el único y verdadero dios, implantando, por primera vez, el monoteísmo en una sociedad humana. Cambió su nombre por Ajnatón («Atón está satisfecho») y fue tan iconoclasta que hizo borrar la forma plural de la palabra «dios» de la base de los monumentos y persiguió de manera implacable a los sacerdotes de la defenestrada deidad Amón. Su verdadera devoción era, sin embargo, el poder personal: necesitaba el monoteísmo para debilitar la poderosa casta sacerdotal y subrepticiamente ocupar el lugar de la divinidad rectora en el imaginario popular. En clara demostración de que no es posible modificar las creencias de las personas por decreto, a pesar de la influencia que ejerció Amenofis IV en el arte y el pensamiento de su época, su religión solar no consiguió sobrevivir, y Egipto volvió a la antigua e intrincada religión politeísta después de su muerte.
El monoteísmo fue un extraordinario salto en el pensamiento filosófico de la época (equivalente a la posterior aparición del cero en matemáticas, como fruto genuino de cosmovisiones intrínsecamente dialécticas -la hindú y la maya- para las cuales «la nada» no era un vacío inmóvil e infecundo, sino un todo, temporalmente, potencial o inmanente). Como se sabe, tras su expulsión del antiguo Egipto, el monoteísmo fue atesorado por los judíos, por análogas razones políticas y ansias de poder absoluto. Cuando se asentó en los judíos este sistema de creencias, el monoteísmo supuso tres afirmaciones muy graves, en un mundo dominado por el politeísmo y los césares romanos, a saber: a) solo hay un dios (equivalente a afirmar que los devotos de otros cultos adoraban símbolos vacuos); b) solo hay un pueblo, el judío, elegido por ese único dios (los restantes terrícolas devenían apoyatura y comparsa); c) el pueblo elegido de dios solo debía obediencia absoluta a ese dios (a juzgar por el destierro y éxodo a que fueron obligados los judíos, los soberanos romanos tenían una perspectiva más incluyente en este sentido).
Probablemente -como en muchas otras sandeces, tales como ser el emperador del mundo, las guerras mesiánicas con ropajes civilizadores y similares genocidios- el primero en el Occidente helénico que trató de hacer valer la costumbre oriental del tratamiento divinizado a los gobernantes, en una época posterior al surgimiento de una distinción clara, discriminatoria y excluyente entre «barbarie» y «helenismo», fue precisamente Alejandro Magno. Este rey, con el pretexto de que las civilizaciones debían mezclarse, instaba a sus tropas a que adoptaran los hábitos de los pueblos conquistados, buscando merecer el ceremonial de divinización que incluían los persas en su trato a los sátrapas. Los griegos se opusieron veladamente: era demasiada altanería para el libre espíritu que les animaba. Calístenes, el historiador oficial de las campañas de Alejandro -nómina que obtuvo por ser sobrino de Aristóteles, el antiguo mentor del ilustre hegemón-, ora por apostasía arribista, ora por designación impensada de los interesados, hizo conocer al rey el descontento que sus intensiones despertaban en la tropa. Tras escuchar a su cronista, Alejandro condenó a todos los generales mencionados, y postergó la del apóstata-comisionado hasta inventarse una excusa: el basilikon adivinaba muy bien que tras las palabras delatoras que entonces le dijera su súbdito -«Mi rey, yo no pienso eso, pero otros dicen que es inadmisible que usted quiera ser tratado como un dios…»-, el deudo de Aristóteles escondía sus propias opiniones… Lo patético de este caso es que Calístenes ha pasado a la historia como un distorsionador mayúsculo de la verdad en busca de adulación y, consecuentemente, un pésimo historiador.
César -a pesar de haber logrado, mediante artimañas, que sus tropas cruzaran el Rubicón para entrar en Roma, algo que puso inmediatamente a todos los participantes del acto fuera de la férrea lex romana– protestaba tímidamente cuando los aduladores lo llamaban divo, pero no podía exigir que se le considerara un dios. No obstante, a partir de él, la semilla del trato servil ya estaba instaurada en Occidente: Octavio logró su divinización post mórtem, y con esto quedó tácitamente aceptado que cualquier emperador romano podía conseguir semejante tratamiento si cumplía el requisito de haber muerto… Hasta Diocleciano, en el siglo III d.C. (cuando ya las personas, llevadas por la desesperación a creer en cualquier extravagancia metafísica, habían aceptado como verídicos los fantásticos mitos cristianos, de acuerdo con el estado psicológico que tan bien describen las palabras de Tertuliano: «Credo quia impossibilis«), no lograron los emperadores romanos ser tratados como dioses en vida.
Ya después fue todo más fácil. Los señores feudales desvirgaban festivamente a las jóvenes casaderas, socorridos por el derecho de jus primæ noctis, aprestando así los desmanes egolátricos de Louis XIV, el rey sol, creador supremo del asfixiante absolutismo que hizo escribir, en 1784, al autor francés Pierre Agustín Caron de Beaumarchais (1732 – 1799), en su comedia Las Bodas del Fígaro: «Sans la liberté de blâmer, il n’est point d’éloge flatteur« [«Sin libertad de censura de nada vale el elogio halagüeño«]. Hoy Bush (the bad boy, not the evel old one), pletórico de anuencia divina y beatíficos consejos, salva al mundo del peligro musulmán y del terrorismo, arrojando bombas simpáticamente a diestra y siniestra.
En esencia, el monoteísmo, en el que un único dios es absolutamente todo, crea un ser que constituye su propio sistema referencial o parangón. Esta idea de una entidad «autosustentada» fue tan absurda ante los pragmáticos ojos de los occidentales que, para entender a dios, fue inventado el diablo, su opuesto mensurable. La creación especulativa de dos «absolutos» no resuelve el problema de comprender «uno», pero tranquiliza a corto plazo nuestro inquisitivo espíritu.
(No es absurdo responsabilizar a los ideólogos del socialismo irreal de Eurasia Central por la importante porción que les corresponde en la desprevención cognitivo-espiritual a que sometieron a los miembros del disipado locus ex-soviético -conducente a la postre a sus víctimas a la aceptación, ovejunamente, de la pérdida de sus conquistas y de los instrumentos de edificación razonada de su futuro- al ignorar la necesidad epistemológica de sistemas comparativos, si de educación se trata: no es posible enseñar a pensar, si se niega el conocimiento de los paralelismos divergentes oportunos; los dogmas someten, no alientan.)
El culto a la personalidad es una conducta éticamente incompatible con el socialismo; su instauración en él, debía serlo. Así, lo que resulta imperdonable en el caso de Stalin es su traición espiritual a la causa de los trabajadores, a las concepciones materialistas, al ateísmo militante, a las ansias libertarias de los humildes; su burla a sus correligionarios, el abuso mental que supuso su imposición, mediante la coacción y el terror, sobre la ignorancia cultural de sus colaboradores: después de una revolución que puso a la humanidad a las puertas de su definitiva liberación espiritual (la más importante), la estulticia que supone la adoración a un ser humano, como todos los demás (pésele a quien le pese), común y corriente, es una contradicción en sí misma. En una sociedad conscientemente construida, nada ni nadie ha de quedar excluido de escrutinio crítico, so pena de negar a la obra cientificidad.
El culto a la personalidad de Stalin, por sí mismo, no hizo implosionar la Unión Soviética 35 años después de la muerte del depositario, pero llenó de oquedades los cimientos: las únicas personas que logran vencer en sí el peso de la ideología en que fueron educados para entregarse enteramente y a consciencia, sin esperar retribuciones materiales, a la causa de la construcción de una nueva sociedad, han de tener tal respeto por sí mismas, tales dignidad y decoro, tal desarrollo cultural integral, tal experiencia de vida, tal conocimiento sobre los seres humanos, que les resultaría imposible rendir pleitesía a un dirigente social, anular su integridad moral en sometimientos y reverencias, ser incondicionales más que a sus ideales. El terror les eximiría de culpas ante la anuencia forzosa, pero en sus fueros internos sabrían, a partir de ese momento, que si ella es requisito indispensable del proyecto anhelado, mal, muy mal andarían las ensoñaciones plebeyas de un mañana. Quienes se plegaron obsecuentes y gustosos no estaban adornados por la entrega al fin sublime, sino por ramplón servilismo. (Viktor Frankl escribió, refiriéndose a su propia experiencia como sobreviviente de los campos de concentración nazis: «quienes quedamos allí con vida, sabemos que los más dignos no lo lograron«. Si bien es dudoso que una afirmación semejante merezca el crédito de universalidad, no es menos cierto que describe un conocimiento de primera mano.)
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La brutal realidad social emergida como consecuencia directa del florecimiento inicial del capitalismo metropolitano condujo a muchas mentes -las de los más conservadores, las de aquellos para quienes el status quo era sinónimo de status perpetuum, o la de esos otros para los que el capitalismo alcanzado representaba en verdad el «universo democrático de infinitas posibilidades» bajo cuyo rótulo se auto-promocionaba- a considerar como cierta la posibilidad de la insuficiencia ontológica de nuestra especie: condenados a no ser ni simios ni dioses, ni ángeles ni demonios, nuestro -reputado por ellos- «género intermedio» estaba desprovisto de atributos y recursos suficientes para superar la acritud del sufrimiento diario.
Una parte de esos desazonados pesimistas buscó paliativo a sus mendicantes carencias anímicas en la resignación pía y el misticismo extremo. Otro grupo de angustiados -liderados por Nietzsche-, no menos consternados ni indefensos, presuntamente hastiados de ninguneos demiúrgicos, se asumieron portadores de buenas nuevas, y -al tiempo que proclamaban el deceso terminante de los dioses-, exigían, en concordancia con estrechos predicamentos mecanicistas -epocales y forzados- y torcidas implicaciones sociodarwinistas, el imperio del Superhombre: ser analítico, desalmado, insolente, desenvuelto, insensible, feliz y confiado, en virtud exclusiva de su raza y procedencia parental. Tales prolegómenos devinieron suerte de prolepsis ambigua y fundamento de la ideología fascista.
Así, mientras una facción de místicos se hundía en la adoración de un díos obvia y tendenciosamente suprahumano, otra se unía a iconoclastas y ateos diversos del mismo grupo de cínicos-derrotados-y-derrotistas-sociales en su afán de europeizar, más o menos conscientemente, concepciones hinduistas que preconizan la existencia de un dios en el alma de cada cual, revelable mediante prácticas físicas y mentales: el Viejo Continente, junto al espiritismo secular y otros recursos menos excéntricos, inauguró entonces sus procedimientos seudo-vernáculos para despertar el kundalini (la gran serpiente dormida en el svadisthana chakra), sirvió de refugio de gurúes y gurumayis, y escenario de om (el pranava por excelencia) y otros mantras, así como de sanas, yamas, niyamas, meditaciones trascendentales, pranayamas, y control mental…
(Hay que convenir que, sin mirar procedencia, nunca sobran un poco de sosiego interior y calistenia -palabra inglesa, acuñada del griego antiguo en aquella lengua moderna durante el siglo XIX, de la raíz kalli [belleza] y la voz sthenos [fuerza]- especialmente si las energías que despiertan son adecuadamente usadas a favor de la causa del futuro, esto es, la causa.)
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Otra parte de los habitantes de las sociedades europeas, exhibiendo una racionalidad clasista inédita en el pasado, ayudados -y alentados- por la visión que les regalaba el marxismo científicamente fundamentado, concluyeron que: puesto que el sistema social erigido -fruto de una errónea concepción, heredada de antaño, acerca del valor de la posesión de bienes en la solución del problema humano– no garantizaba a todos equitativamente los recursos materiales mínimos indispensables, y dado que esta inequidad impedía, en sí misma, la superación del problema mencionado tanto a unos (beneficiarios) como a otros (desposeídos), había que cambiar el sistema social. El «ser humano nuevo» o «neo-homo» (recogido en diversa literatura bajo la sexista e injusta denominación de «hombre nuevo») no sería ya fruto ni de combinaciones de ADN, ni de iluminismos redentores, ni de otros similares desvaríos infundados de humanismos estériles: sería parido desde las honduras matriciales, plenas de fragor y lucha, de la nueva sociedad.
A pesar de la irreprochable corrección del razonamiento expuesto, ante la empresa planeada se levantaban tres formidables obstáculos: la oposición de la clase dominante del sistema a sustituir; la resistencia a los cambios provocada por la inercia mental de la sociedad; la impericia y desconocimiento de los constructores relativos a la edificación de una sociedad horizontalmente estructurada (para asegurar la participación de todos en los asuntos de todos), profundamente antropocentrada (para respetar y acentuar las diferencias fenoménicas de cada individuo), liberadora de las fuerzas sociales (para garantizar la identidad esencial de los ciudadanos y su equidad legal), que garantice en colectividad, solidariamente, la satisfacción de las crecientes necesidades básicas de los seres humanos a fin de permitir que estos definan individualmente el sentido de sus existencias.
A diferencia de la nueva sociedad, el capitalismo no requiere construcción; parece «espontáneo». Su «espontaneidad» proviene del hecho de que en él ni las razones que avalan la estratificación de la sociedad varían esencialmente respecto a las que rigieron la edificación de las sociedades clasistas anteriores (solo se otorga un papel preponderante a la posesión de bienes respecto al linaje, por ejemplo, lo que amplía sus elites y le otorga un «maquillaje democrático»), ni la estratificación misma es eliminada.
La necesidad de construcción del socialismo deriva, por su parte, de la necesidad de autoconstrucción de sus gestores hacia su interior, sin dejar de cumplir su papel social externo. En efecto, la estructuración de las -mejor que «nuevas»- desconocidas para la sociedad de que se trate relaciones de producción socialistas debe ser realizada por personas que solo han conocido las relaciones de producción capitalistas y que, por lo tanto, son en sí mismas portadoras activas de la ideología dominante de la sociedad anterior.
De este modo «personas viejas» gestan y levantan una «sociedad nueva», el principal fruto de la cual es alegadamente el «neo-homo«. (Esta contradicción no antagónica, pero significativa, entre metas y premisas es la principal fuente motriz individual de la dinámica social en la estructuración de la nueva sociedad.)
En resumen, aquellos revolucionarios del siglo XIX, dando un asombroso salto de pensamiento, pletórico de sapiencia intuida y fundamental pragmatismo, conluyeron que no es a los humanos lo que ha que renovar, sino a las sociedades, porque de sus nuevas virtudes saldrán -sin artificios- los mismos humanos realizando sus mejores atributos.
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La nuevas relaciones humanas que forjará la nueva sociedad ofrecerá una moral sustentada en una ética deducida científicamente de las peculiaridades del universo interior humano y atribuida de un profundo sentido de historicidad, o sea, de una comprensión del devenir humano, resultante del conocimiento vivo de las culturas que en la Tierra son y han sido, y de una perspectiva de la historia humana en la que la vida individual es un episodio asociado a una cadena de hechos que trascienden al sujeto y le permite actuar conscientemente y en consonancia con ellos, sobre la base del entendimiento cabal de que:
a) todos los homo sapiens somos esencialmente idénticos; nuestras diferencias son solo fenoménicas (por abismales que parezcan a los ignaros, racistas, fascistas, filonazis y aprendices);
b) toda construcción social es transitoria;
c) los comportamientos humanos individualmente considerados dependen mucho más de las circunstancias sociales en que se desarrolla el individuo en cuestión que del conjunto de cualidades de que esté atribuido (hayan sido genéticamente potenciadas o no estas cualidades);
d) todos los eventos, fenómenos y situaciones sociales que ocurren, sin excepción, tienen causas históricas, esto es, causas que se encuentran en eventos, fenómenos y situaciones sociales anteriores.
Esta moral no da lugar a la intolerancia, la adulación, la arrogancia, el servilismo, la sumisión, el irrespeto, la claudicación ética, la imposición, los juicios superficiales, los atajos conductuales, la idolatría… Los bienes materiales serán comprendidos en su verdadera calidad (son un medio, no un fin en sí mismos), la gloria será despojada de falsas trascendencias cosmogónicas y el poder se convertirá en instrumento de todos.
Las implicaciones inmediatas de la plena aceptación de semejantes presupuestos modificarán intensamente -en un ejercicio dialéctico-causal irreprochable- la imagen que tenemos hoy de nuestras sociedades e instituciones. Por ejemplo, el Vaticano será un magnífico museo (ya lo es virtualmente), o un parque temático, con salones culturales multipropósitos (el último papa podría aspirar a la suerte retribuyente de Pu Yi, el último emperador de China, que terminó sus días haciendo algo útil: jardinería de palacio). Desaparecerán las fronteras y aduanas, las oficinas emisoras de ciudadanía y pasaportes, los «sistemas de estrellas», los listados de «los cien mejores de la centuria», los líderes omniscientes, las casas y familias reales y las personalidades impolutas e intachables… Una gratificante ganancia neta que recibiremos las personas normales (no habrá «personas normadas») de tal reducción de vulgares ridiculeces es que dejaremos de escuchar las engoladas voces de bufones incompetentes convenciéndonos de la infalibilidad y agudeza precognitiva del máximo dirigente de turno, o de que el «coeficiente de inteligencia» de A. Einstein sólo se equipara al de I. Newton, aunque solo sea por el hecho de que la humanidad, tras redefinir el calificativo de «inteligente» y enunciarlo acompañado únicamente de la frase circunstancial que responda a la interrogante «¿para qué?», desechará sabiamente, por reductivo y excluyente, el famoso I.Q.
Es claro que muchas personas -en dependencia de su entorno cultural, su dominio de las ciencias, sus intereses particulares, sus inquietudes epistemológicas, su curiosidad científica, la familiarización que tengan con el lenguaje utilizado y los temas expuestos, y otras diversas variables- discreparán de los enunciados anteriores, y no pueden ser inculpados bajo ninguna condición por esa causa.
Por eso, tal vez lo más importante sea comprender que:
1) los pilares de esta perspectiva arquetípica que lentamente va conformándose ante nuestros ojos será admitida plenamente solo como parte de la nueva ideología dominante que exija, como reflejo superestructural condensado de su base económica, una sociedad construida racionalmente sobre relaciones socialistas de producción;
2) por razones imputables a la solidez que caracteriza las relaciones neuronales del cerebro humano (cualidad que explica en última instancia la -individualmente considerada- enorme «inercia» de la plástica -considerada como especie- mente humana), existe un desfase perceptible entre los rasgos más relevantes de la futura ideología dominante, mientras se acendran gradualmente en su desarrollo, y aquellos que rigen la mente de los edificadores de esas nuevas relaciones de producción. En otras palabras, como invariablemente ha ocurrido en el pasado, los futuros creadores de la nueva sociedad serán hijos renegados de la vieja.
El mundo que fenece se aferra a sus viejos cánones porque en ellos se identifica y adquiere significación. Por su parte, los nuevos, los llamados a adquirir plena vigencia cuando el cambio de relaciones sociales exija la formulación de su propia ideología dominante, apenas se están protocolizando, pero sus implicaciones visibles son de tal magnitud, que constituyen ya un verdadero reto para sus parteros.
En efecto, puesto que -de acuerdo con uno de los más justamente manidos resúmenes de K. Marx- «la humanidad se propone siempre únicamente los objetivos que puede alcanzar, [… estos objetivos] sólo brotan cuando ya se dan (o, por lo menos, se están gestando) las condiciones materiales para su realización«, nos vamos deslizando de la seguridad de nuestra importancia individual hacia una comprensión menos bucólica de nuestros actos y presuntas huellas, de la confianza en nuestras metas mundanales a la admisión de nuestra intrascendencia cosmogónica, de la atemporalidad de nuestras concepciones a la relativización de nuestros modelos, de la sacralización de nuestras precepciones a su identificación con prosaicos enlaces biológico-moleculares, de la certeza de propósitos que dicta la interpretación estrecha del determinismo causal a la incertidumbre de la acción competente, de la comodidad de una predestinación divina a la búsqueda y forja de objetivos profanos y pedestres: de creyentes despreocupados a humanos responsables.
Una visión estrechamente dicotómica de esta aproximación podría conducir a la falacia de que tales postulados, avenidos aparencialmente a una suerte de estado monacal generalizado (regido por la máxima de Benito de Nursia: «ora et labora«), son espiritualmente áridos y existencialmente reductores. En última instancia, no podemos modificar la verdad; lo único que está en nuestras manos es modular la percepción que individualmente tengamos de ella, dentro de cierto rango de valores, determinado, a su vez, por la propia realidad perceptible a cada cual. (El equivalente social de estos asertos es que ninguna formación económico-social, ningún régimen político o institución puede modificar la esencia de los problemas que enfrentan los seres humanos, esto es, la esencia de la realidad; les es dable, a lo sumo, incidir sobre el enfoque socializado de los mismos, la aproximación social a su solución, incluyendo modos, recursos, medios y métodos para hacerlo, todo lo cual es bastante.)
Por otra parte, es difícil aceptar que el amor de una persona hacia otra de la que de alguna forma dependa el amante es más intenso que el que expresa hacia otro ser un individuo independiente de él y con respecto a él autosuficiente, en virtud de su libérrima voluntad. No hay más brillo en la obra hecha en busca de blasón, méritos, riquezas, gloria, que en el fruto de la pasión humanizada y de la necesidad espiritual conquistada por el acto. ¿Bastarán esos íntimos resortes éticos para la acción fructuosa y valedera? Ciertamente, sí, porque apoyar nuestras realizaciones en comodines especulativos, actuar por ignorancia, fe infundada y acrítica, autoengaño, temor a consecuencias humanas o divinas no enriquece nuestro espíritu: lo mutila, por mucha belleza que el cercenamiento encierre y magna heroicidad vele ese gesto. No se trata de objetar la espiritualidad humana, sino de conquistarla por el conocimiento. No hay rechazo donde reina la superación dialéctica.
La conducta del neo-homo estará naturalmente regida por semejante moral.