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La mordaza de la ciencia

Fuentes: Sin Permiso

Publicar o perecer. Ésta solía ser la máxima de los investigadores, lo que les diferenciaba entre vivir o morir. Hoy, de acuerdo con un creciente número de investigadores punteros de ciencias impopulares, los científicos australianos pueden hacer las dos cosas. Impopulares se refiere, aquí, a todas esas ciencias susceptibles de producir evidencias que no concuerden […]

Publicar o perecer. Ésta solía ser la máxima de los investigadores, lo que les diferenciaba entre vivir o morir. Hoy, de acuerdo con un creciente número de investigadores punteros de ciencias impopulares, los científicos australianos pueden hacer las dos cosas.

Impopulares se refiere, aquí, a todas esas ciencias susceptibles de producir evidencias que no concuerden con la cultura dominante que promueven los gobiernos, el mercado, los intereses de los grupos de presión o los controladores más anónimos e inapreciables: los accionistas. Se refiere a las ciencias ambientales, a la investigación forestal, a la investigación del efecto invernadero, de la pesca, la energía, el agua, la investigación farmacéutica, dietética, de determinadas tipologías de sanidad y, en general, a la investigación del bien común.

Publicar, no hace referencia, tan solo, al hecho de divulgar un informe arcano en una revista de iguales. Se refiere a aquello que ocupa a la gran parte de científicos en Australia: informar al público, que paga sus salarios, sobre lo que han descubierto.

La censura contra los descubrimientos de cada vez más científicos de prestigio es tan manifiesta como encubierta. Existen directivas que no permiten comunicar, comentar o compartir determinadas conclusiones científicas con el público. Existe la reprimenda, las presiones laborales, la marginación, el castigo y las actuales dimisiones de aquellos que se atreven a transgredir. No se trata de una suposición; existen constancias públicas.

Pero también existe la auto-censura. Pasa ésta línea y tus conclusiones no serán publicadas, no obtendrás el próximo salario, no serás promovido, te harás superfluo. Nada queda dicho, tan solo una velada amenaza y el resto queda a la imaginación de las víctimas. Y en la ciencia resulta complicado encontrar otro trabajo que no sea el de taxista.

Por supuesto, éste tipo de actitudes han sido siempre una parte del juego académico. Newton tuvo ocasión de experimentarlas con la Royal Society. Quien propone una idea que supone un cambio de paradigma tiene que defenderla con su sólo ánimo, más que saltar por encima del consenso imperante. Éste es el mecanismo que permite poner a prueba las ideas y, como la democracia, puede no ser un buen sistema, pero es el mejor que hemos encontrado hasta el momento.

El embargo de la libertad de expresión que vive actualmente la ciencia australiana es diferente. Ésta situación no la han generado los investigadores, los científicos u otros iguales. La dirigen los gestores, los consejos, los gobiernos, personas con un claro interés por conseguir que determinadas ciencias no lleguen al público. Se trata de algo más que una censura, es una forma de robo. Al impedir que los investigadores informen al público sobre lo que observan y sus conclusiones, los censores han privado a la sociedad y a la industria de importantes conocimientos y de los potenciales beneficios que podrían surgir. Les han privado de un conocimiento que se financia con los impuestos que pagamos todos.

Las personas que estafan al sistema de la seguridad social se exponen, correctamente, a graves penas. Las personas que estafan al público interesado por una información científica, por la que han pagado, se libran. Los únicos que sufren son los científicos, cuyas carreras se pueden arruinar haciendo descubrimientos impopulares, y el público, que se pierde los beneficios de la investigación.

Éste proceso de privar al público de los descubrimientos científicos y la red de amenazas – manifiestas e indirectas – que lo protege está desautorizando a la democracia. Una democracia sin acceso a información equilibrada y verídica en la que basar sus decisiones está poco mejor que una cruel dictadura del tercer mundo en la que el pueblo se vea obligado a aceptar la interpretación del mundo que ofrece el dictador, aunque sea falsa e inventada. Una dictadura cometerá muchos errores y decisiones equivocadas. De igual forma, el robo de ideas tiene implicaciones bastante más profundas para una nación que defraudar a la seguridad social.

El público australiano dona 11 mil millones de dólares todos los años para financiar la investigación y merece lo equivalente a 11 mil millones de dólares de respuestas sinceras; aunque puedan ser incómodas para determinados individuos, elites e instituciones. No se está consiguiendo ni tan siquiera una fracción de esta cantidad.

Amordazar a la ciencia no es una costumbre únicamente australiana. En los EEUU, ha habido sonoras protestas, a lo largo de los últimos meses, contra la censura que sufrían los científicos de la Administración Nacional de la Aeronáutica y el Espacio (National Aeronautics and Space Administration) y la Administración Nacional de los Océanos y la Atmósfera (National Oceanic & Atmospheric Administration). Para desafiarla, científicos americanos punteros han puesto sus carreras en peligro.

En nuestras instituciones hay personas que, sin dar la cara, de forma inaprensible, toman diariamente decisiones en torno a qué se les permite saber y qué no saber a los científicos australianos. Y castigan a aquellos que son lo bastante valientes o temerarios como para disentir.

Quizás resulte excesivamente pesimista advertir de que podemos estar entrando en otra edad oscura. Todavía hay tiempo de apartarse. Pero no cabe duda de que hemos entrado en un período de nuestra historia en el que cada vez más conocimientos son menos accesibles a más gente; y por esta causa Australia será más pobre.

Las sociedades prosperan y funcionan mejor cuando el conocimiento fluye libremente. Éste principio está aceptado en la educación. Vimos cómo funcionó durante la Revolución Verde, que salvó a millones de personas de las hambrunas, o durante la revolución de los servicios sanitarios, que sirvió, igualmente, para salvar a millones de personas. Ha llegado el momento de que la ciencia australiana sea libre.

Julian Cribb es comunicador científico y Profesor Adjunto de Comunicación Científica de la Universidad de Tecnología de Sydney. Es miembro del Consejo Consultivo Editorial de http://www.onlineopinion.com.au/

Traducción para www.sinpermiso.info: Luca Gervasoni