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La muerte, un negocio redondo

Fuentes: Insurgente

«Estocadas, señores; no alfilerazos», pedía a sus zumbones vecinos Tartarín de Tarascón, el célebre personaje de Daudet. Y eso es lo que deberíamos exigir a cierta prensa, globalizada y globalizadora ella, empeñada en navegar sobre aguas poco profundas cuando se trata de asuntos como el análisis de la mayor masacre jamás perpetrada en un recinto […]

«Estocadas, señores; no alfilerazos», pedía a sus zumbones vecinos Tartarín de Tarascón, el célebre personaje de Daudet. Y eso es lo que deberíamos exigir a cierta prensa, globalizada y globalizadora ella, empeñada en navegar sobre aguas poco profundas cuando se trata de asuntos como el análisis de la mayor masacre jamás perpetrada en un recinto educacional de los Estados Unidos -en el campus de la Universidad Virginia Tech-, por un estudiante del que no se ha determinado a ciencia cierta si sentía obsesión por la violencia, tenía dificultades en dominar la cólera o enfrentar ciertas situaciones, o estaba sumido en la depresión o asaeteado por la falta de tolerancia y de confianza en los demás, como suelen proclamar los recurrentes perfiles psicológicos Made in USA.

Alfilerazos son los asertos en el sentido de que la característica más corriente de estos asesinos es la de un «individuo aislado, recluido y asocial», y que «no hay respuesta» a la pregunta de la causa intrínseca de un crimen de esta naturaleza. Y qué comentar de esta pieza, cincelada por un famoso psiquiatra: «A veces es premeditado, pero alguien puede despertarse una mañana y decir: Voy a causar estragos en la sociedad«. Así de simple.

Así de endiabladamente simple, cuando lo óptimo -pero claro que impensable- sería un ahondamiento análogo al del periodista Francisco Cedeño Lugo, quien se pronuncia contra «una perspectiva totalmente equívoca, la mirada parcial, el análisis fragmentario que busca el significado de las tragedias en sí mismas y en sus responsables o causantes inmediatos».

Porque sólo con esta óptica deviene imposible la indagación sobre la «penosa persistencia de la execrable existencia -perdonarán la cacofonía; citamos textualmente- de los modos de vida propios del capitalismo tardío». Capitalismo neoliberal, en este caso el yanqui, que, a contrapelo de los miles de millones de dólares del presupuesto para el Departamento de Seguridad Interna, se permite -o propicia- muy poca regulación para el control de los alrededor de 200 millones de armas de fuego en manos privadas, suficientes para proveer a cada ciudadano de EE.UU., como nos recuerda un destacado analista.

Cuando el stablisment y sus medios de prensa -heraldos vergonzantes- «encuentran» la razón de tragedias como la de Virginia en la configuración psicológica de los «jóvenes asesinos» y en el entorno familiar, restringido en grado sumo, así como en determinada estructura biológica, están obviando, o encubriendo de manera perversa, conclusiones como las formuladas por Cedeño: La violencia y la crueldad de la sociedad estadounidense obedecen, sobre todo, al orden de los negocios: al crimen como mercancía que llama al crimen (ah, las películas de Hollywood), y a la producción y venta de armas (la muerte generalizada por el poder militar).

La venta de armas, caramba. Se calcula que el 39 por ciento de los hogares de la Unión posee una de fuego. Informes confiables nos imponen de expendios anuales de entre tres millones y cuatro millones, así como de que entre un millón y tres millones adicionales se intercambian en los «mercados secundarios». Solo en los pasados cinco años, en los Estados Unidos han muerto por obra y gracia de estos artilugios nada menos que 148 mil personas; de ellas, 14 mil 500 menores de edad.

Y, a todas luces, seguirán pereciendo, porque, denuncian organizaciones dedicadas a promover leyes de control, la mayoría de los estados no requiere que los portadores tengan licencia o las registren, mientras miles son prodigadas sin verificación de los antecedentes de los compradores. Todo un triunfo para poderosas entidades, entre ellas la Asociación Nacional del Rifle, que medran con hechos como la promulgación por el propio Congreso de medidas en la práctica facilitadoras del tráfico ilegal.

Ello, sin contar que, al decir de un conocedor, la violencia y la crueldad de la sociedad estadounidense están «gestionadas y reforzadas por el código moral que hoy regula, con fuerza y rigor, la eterna política del guerrerismo americano: esto es, por la política de guerra y los golpes preventivos de los halcones conservadores».

Halcones que influyen de manera determinante en que el suyo sea el único país del mundo en votar en contra (139 a favor, 26 abstenciones) de una resolución que, en el seno del Comité sobre Desarme y Seguridad Internacional de la ONU, establece los primeros pasos para elaborar un Tratado sobre el Comercio de Armas, fortalecer las providencias para el embargo y prevenir los abusos de los Derechos Humanos.

Y no es para menos. Solamente el comercio mundial de las ligeras asciende a 1,1 billones de dólares. Ante esa cifra, la mera duda entre muertes y dólares se convierte en sacrilegio, según el leal saber y entender del inefable Tío Sam. ¿O no?