No se debe ser marxista. Lo único que tiene interés es decidir si se mueve uno, o no, dentro de una tradición que intenta avanzar, por la cresta, entre el valle del deseo y el de la realidad, en busca de un mar en el que ambos confluyan. Manuel Sacristán Luzón El problema fundamental es […]
No se debe ser marxista. Lo único que tiene interés es decidir si se mueve uno, o no, dentro de una tradición que intenta avanzar, por la cresta, entre el valle del deseo y el de la realidad, en busca de un mar en el que ambos confluyan.
Manuel Sacristán Luzón
El problema fundamental es la dependencia irracional de un sistema cuya racionalidad interna conduce únicamente al suicidio.
Santiago Alba Rico1
Cada día que pasa se hace más palmaria la certeza de que los problemas generados por el modo vigente de organización social se vuelven progresivamente insolubles. En palabras de Paul M. Sweezy: «si las tendencias presentes continúan operando, será sólo cosa de tiempo que la especie humana torne completamente asqueroso su propio nido». El deterioro acelerado del frágil metabolismo milenario que regula las relaciones entre el hombre y su hábitat ha agudizado la necesidad imperiosa de derribar al ídolo cuya adoración hipoteca el destino del planeta y cuyo culto exige en sacrificio la ofrenda de la dignidad humana: el numen pagano de la acumulación de capital. Esta insaciable y perversa deidad impone su férreo dominio sobre los hombres, esclavizándolos y sometiéndolos a sus designios, mientras fagocita todas sus energías en aras de su engrandecimiento ilimitado.
El papel histórico progresista del capitalismo periclitó (como afirma el Manifiesto Comunista) cuando «las condiciones sociales burguesas resultaron demasiado angostas para abarcar la riqueza por ellas engendrada». A partir de ese lejano cenit decimonónico, los procesos destructivos puestos inmediatamente en marcha para tratar de embridar ese desarrollo desbocado de las fuerzas productivas se volvieron hegemónicos. El imperialismo, el militarismo, la miseria generalizada y el ecocidio se convirtieron en las señas de identidad de un organismo hipertrofiado, convertido en un ente autónomo e incontrolado y en un yugo para el progreso humano. Un mutante depredador, que ha devenido un obstáculo formidable para vislumbrar siquiera la posibilidad de transición hacia una forma de organización social que implique un equilibrio entre la satisfacción de las necesidades humanas y la viabilidad ecológica de los medios empleados para subvenirlas.
El parasitismo capitalista adopta en esta época crepuscular la forma más aguda de sus dos siglos de hegemonía. La imagen actual de las instituciones supuestamente democráticas trasfundiendo enormes caudales de fondos públicos para sostener a los bancos zombis mientras condenan al planeta a la agonía («si el clima fuera un banco, ya lo habrían salvado», decía lapidariamente Hugo Chávez en la última mascarada sobre el cambio climático), ilustra crudamente la evidencia inconcusa de que, para asegurar la viabilidad del sistema, quienes lo nutren tienen que inmolarse. El ser humano y la naturaleza serían, pues, las nodrizas que ceban un alien insaciable que engorda esquilmándolos.
En el summum de su deriva degenerativa, la parte del león de los beneficios corporativos ya no se extrae de la producción directa de mercancías, sino del castillo de naipes de cupones financieros levantado en las últimas décadas por las gigantescas corporaciones privadas a expensas de las raquíticas rentas salariales y de una ingente detracción de recursos de las actividades productivas. Todo ello cimentado en la compulsión consumista dopada con endeudamiento masivo, en la explotación imperial del Tercer Mundo y en la destrucción creciente y sistemática del entorno natural. ¡Qué paradoja más iluminadora de la decrepitud del imperio del capital, que su huida de la producción de valores de uso para refugiarse en las nebulosas intangibles de la especulación financiera!¡Qué decir de un modo de producción que, en lugar de subvenir auténticas necesidades humanas, entierra colosales volúmenes de riqueza social en paraísos fiscales, hedge funds, mercados de futuros y enormes burbujas especulativas, mientras media humanidad queda abocada a la condena de la más absoluta miseria!
Estas constataciones, cada vez más perentorias, que conllevarían la apremiante urgencia de contar con organizaciones populares que hagan frente a una deriva social crecientemente nociva, contrastan dolorosamente con el páramo agreste que se contempla en una visión panorámica de la izquierda «ortodoxa» en el mundo occidental. La germinación de atisbos de redes articuladas de acción social (al margen de los esclerotizados aparatos de los partidos y sindicatos tradicionales), que tejan modos de relación entre las personas ajenos a la mercantilización imperante en todos los aspectos de la vida, queda agostada por su insignificancia numérica y el aislamiento de sus participantes. El ethos político-cultural de nuestra época se caracteriza principalmente por la incapacidad de generar una respuesta ciudadana organizada a la supremacía del capitalismo senil. Aquellos vínculos político-antropológicos de resistencia y organización que, catalizados por el partido o el sindicato, anudaban las conciencias de los trabajadores en las fábricas y en las organizaciones sociales, han sido minuciosamente destruidos por un adversario que ya no configura sus sujetos en los lugares de trabajo.
El hecho incontrovertible de la derrota histórica del proyecto político revolucionario que arranca en 1848, con la aparición en escena del proletariado como agente social «preñado de futuro», deja sin réplica al faústico protagonista de la etapa actual de la historia humana, sin que entre bambalinas se atisbe la aparición de ningún antagonista. Así pues, la cuestión esencial a resolver sería la siguiente: ¿cómo luchar por construir una alternativa de sociedad y de poder cuando las mayorías sociales han perdido la confianza en que nada distinto de lo existente sea posible?
La justificación explícita o tácita del principio pragmático-derrotista, actualmente hegemónico en las aparentemente algodonosas sociedades occidentales, se halla encarnada en la desesperanzada sentencia emitida por el último guerrero apache al final de su vida: «no hay que dar batallas que se saben perdidas». La percepción social de la enormidad del poder de la estructura de dominación del imperialismo capitalista, amplificada hasta el paroxismo por los mass-media con su apisonadora de embrutecimiento colectivo, ha crecido paralelamente a la disolución progresiva de los vinculos sociales y políticos que articulaban las luchas de los trabajadores.
Esta retirada del ciudadano a su privacidad enajenada constituye la gran victoria del modelo cultural vigente. Su ideal sociológico es el consumidor-mónada recluido en su ámbito laboral-familiar, dócil ante la tentación publicitario-consumista. Y ante todo: alejado de cualquier tentativa de construcción de focos de resistencia o de escapatorias al modo de vida alienado que impregna la estructura molecular de la sociedad occidental.
A partir de este diagnóstico lúgubre y apresurado del momento histórico presente, inmediatamente se agolpan, ante quienes creen en la necesidad cada día más urgente de superación del capitalismo, preguntas candentes, sin respuesta clara en la coyuntura actual: ¿dónde hallar gérmenes de oposición organizada, que pugnen por levantar diques que contengan el vaciamiento de vida comunitaria que propicia la hegemonía neoliberal? Y, dado el aislamiento y la dispersión de estos atisbos, ¿cómo podrían ampliarse las grietas de la estructura de dominación para apuntalar las resistencias y amalgamar esos núcleos dispersos en el proyecto de reconstrucción de un frente amplio anticapitalista?
Quizás no sea superfluo comenzar, en estos tiempos de relativismo y desconcierto, por la afirmación ética basal del propio ideal socialista. La que se fundamenta en la convicción de que los únicos valores positivos para la construcción de una sociedad justa y verdaderamente sostenible en su relación con la naturaleza, siguen estando hoy donde siempre estuvieron: en la tradición emancipadora de la izquierda. La certeza contenida en esta autoafirmación moral ha de servir para vencer la tentación de la inacción resignada y atender al imperativo ético de fundir la máxima de la conducta individual con la deseada ley universal.
Planteada la cuestión en estos términos, la necesidad imperiosa de dar la batalla contra la irracional racionalidad del sistema imperante ha de articularse en nuevos tipos de movimientos populares, que sin borrar de su acervo cultural la memoria de la pugna de las clases subalternas por «asaltar los cielos», adapten sus mecanismos organizativos y sus objetivos estratégicos a las nuevas formas de dominio y alienación que la apisonadora cultural uniformizadora del capital ha ido inoculando masivamente en las sociedades occidentales. Y esa izquierda no renegada ha de restañarse y lamerse las heridas de siglo y medio de batallas y divisiones, y reconocer la falta de sentido de plantearse aspiraciones revolucionarias en la situación actual.
El reconocimiento de la adaptación resignada y el sometimiento callado e individualizado de la mayoría silenciosa a las reglas del juego vigentes, junto con el realismo necesario para no engañarse con falsos milenarismos revolucionarios, exigen respuestas imaginativas y el abandono de hábitos y mentalidades correspondientes a épocas pretéritas. Ello conlleva la necesidad de renovar radicalmente las formas de lucha tradicionales (huelgas, manifestaciones, parlamentarismo), incidiendo en la creación de nuevos tipos de organizaciones, que puedan crear redes sociales autónomas que ensayen prácticas que vayan construyendo otro tipo de relaciones intersubjetivas. La pedagogía social de esta nueva praxis incidiría directamente sobre los aspectos neurálgicos de la inhóspita vida cotidiana que exigen una mutación radical.
El desprestigio de la actividad política y sindical institucional es tan abrumador, que plantear hoy en día la posibilidad de derrotar al bloque neoliberal dominante a través de la participación en los cauces yermos por los que discurre la mascarada parlamentario-electoral, es anacrónico y frustrante. El patetismo que transmite la imagen de desunión y sectarismo de los minúsculos grupúsculos de la llamada izquierda anticapitalista, entrampados en disputas intestinas y en inanes pantomimas electorales con resultados insignificantes, resulta grotesco. Sería infinitamente más eficaz aprovechar el creciente desapego de la población hacia esa oligarquía llamada clase política, creando amplias plataformas que promuevan activamente la abstención, para denunciar la estafa de la susodicha farsa parlamentaria, desvelando paralelamente quién mueve los hilos que manejan a las marionetas que se sientan en los hemiciclos.
En resolución, dado el erial de la resistencia anticapitalista en las «islas de bienestar» del primer mundo, se imponen pues las tareas defensivas y pedagógicas que, a través de la crítica del fascismo postmoderno que caracteriza los actuales regímenes políticos en occidente, y de la creciente conexión de la amalgama de colectivos cuyas actuaciones oteen un horizonte anticapitalista, pongan de relieve la falacia de la promesa de democracia y justicia en la que se sustenta la propaganda del poder.
Así, resulta imprescindible resaltar la galopante corrupción de las instituciones públicas y la condición de la partitocracia gobernante de simple correa de transmisión de los intereses del gran capital corporativo y financiero; el vaciamiento progresivo de los derechos sociales de la ciudadanía, ejemplificado en la avalancha de trabajo precario y en la privación de sus posibilidades de emancipación personal de las legiones de mileuristas, que penan atrapados entre el contrato basura y las prohibitivas condiciones de acceso a la vivienda. Amén de la insaciable rapacidad de los tiburones bancarios, merecedores de una alfombra roja de estímulos estatales para amasar réditos astronómicos con las múltiples burbujas especulativas de la época de bonanza, y receptores posteriores en bandeja de plata de ingentes ayudas públicas para superar la resaca posterior al festín, sumiendo de paso a la población en el pozo del paro y las deudas impagables. Sin olvidar el escándalo de los paraísos fiscales, agujeros negros del capital financiero internacional y pozos insondables de fraude fiscal; el militarismo y las agresiones internacionales imperialistas actualmente en curso (Irak, Afganistán, etc.); la explotación de los inmigrantes, los parias modernos, convertidos en mano de obra sobreexplotada o encerrados en centros de internamiento carcelarios por haber cometido un único «delito»: hacer acto de presencia en las fortalezas primermundistas, desde donde se provoca la miseria que les compele a huir de sus pueblos de origen; la conversión creciente de la educación en un criadero de mano de obra funcional a las necesidades del capital; el fascismo planetario encarnado en los gendarmes del orden capitalista internacional (FMI, Banco Mundial, OMC); el cinismo insostenible del mendaz discurso ecológico del poder en los brindis al sol de las grandes cumbres, mientras se intensifica impunemente su contribución al desastre. Y, en fin, todas aquellas aristas que desvelan la estafa flagrante de las pseudodemocracias occidentales han de ser los arietes de la crítica que pugne por movilizar a grupos crecientes de ciudadanos, poniéndolos ante el abismo existente entre las patrañas falaces de progreso y bienestar, y la burda caricatura de las mismas que muestra una somera ojeada a la realidad que el neoliberalismo impone por doquier.
Simultáneamente, la necesidad de superación de los modelos organizativos tradicionales de la izquierda ha de concretarse en planteamientos imaginativos, que combinen los tres vectores decisivos del combate contra la hegemonía capitalista en el momento actual: la pedagogía, la resistencia y el activismo.
De este modo, la pedagogía social, entendida como propaganda y denuncia del fascismo posmoderno, que bajo el envoltorio de democracia y libertades formales, encubre la sumisión total a los dictados del poder corporativo. La resistencia, materializada en la construcción de «zonas autónomas», redes de socialización, ámbitos de debate y demás modelos de relaciones interpersonales ajenos a la mercantilización absoluta de la vida ejercida por la cultura dominante. Y, por último, el más clásico aunque desprestigiado activismo, capaz de crear grietas en el armazón del poder al hilo de las cotidianas luchas populares. Estos habrían de ser los ámbitos de intervención político-cultural que porfíen por configurar una masa crítica de contestación social al orden imperante.
Esta suerte de esfuerzo molecular de creación de áreas de oposición efectivas al opresivo modo de vida vigente, tiene actualmente a su disposición valiosísimas herramientas de comunicación y de intercambio de experiencias que, aglutinadas por Internet, pueden propiciar la integración y coordinación de múltiples movimientos sociales: creando canales y lazos que permitan amalgamar las dispersas aristas de la resistencia popular y potenciar simultáneamente su capacidad expansiva.
Los llamados colectivos alternativos (estudiantes, activistas por el derecho a la vivienda, feministas, ecologistas, movimientos antiglobalización y demás grupos antisistema), junto con los sectores más avanzados de la izquierda tradicional (ajenos a los aparatos de los partidos reformistas cómplices del poder, y a las miserias sectarias de los grupúsculos resultantes de la división atomizada del movimiento obrero), son actualmente la vanguardia que puede tratar de fertilizar el páramo de mansedumbre y sumisión que se extiende por la vieja Europa. Avanzando a través de una síntesis creativa de la microlucha (socioantropológica) y la macrolucha (política), habrán de continuar con el empeño de remover las estancadas aguas del trampantojo de paz social erigido por la ideología dominante, tratando simultáneamente de poner palos en las ruedas del vehículo conducido por el poder reinante, que aceleradamente nos encamina al precipicio.
Y, por último, en consonancia con la globalización universal de la estructura económica capitalista, reaparece con fuerza renovada la necesidad de vivificar el principio genéticamente constitutivo del movimiento obrero decimonónico: el internacionalismo. De este modo, el apoyo crítico a los procesos de desconexión de las mallas imperialistas y de dignificación de las condiciones de vida de sus pueblos, que están llevando a cabo los llamados socialismos bolivarianos (Venezuela y Bolivia principalmente), debería ser un principio neurálgico de la estrategia de la izquierda en el primer mundo. Resulta evidente que, en las actuales circunstancias, son los países víctimas del imperialismo yanqui en Latinoamérica los eslabones débiles de la cadena capitalista mundial, y es allí donde se tienen que concentrar las fuerzas que puedan provocar una ruptura de la misma. Así que, los escasos y precarios focos resistentes del primer mundo, habrían de volcarse en el apoyo a estos procesos por todas las vías posibles: porque es ahí donde ahora mismo reside la única esperanza en el planeta de ensanchamiento de grietas en la estructura de dominio del imperialismo hegemónico.
Finalmente, no me queda más que constatar de nuevo la íntima convicción de que las posibilidades que tenga todavía el ser humano de tomar las riendas de su destino, para transitar del reino de la necesidad al de la libertad, pasan ineludiblemente por empeñar todas las energías transformadoras en la búsqueda de un hombre nuevo, cuya cultura, valores y principios sean los parteros de una civilización socialista. Un individuo que haya sufrido (parafraseando al maestro Manuel Sacristán) lo que en las tradiciones religiosas se denomina una conversión. Si la creciente perentoriedad de esta mutación antropológica avivará las llamas de la rebeldía social contra la funesta primacía del imperio del capital, o la barbarie impregnará crecientemente la existencia humana en un futuro cada vez más sombrío, sólo la historia lo dilucidará.
Agradecimiento:
No querría concluir sin manifestar mi gratitud a Héctor García Villa, lector meticuloso del borrador, que ha aportado valiosas contribuciones recogidas en la versión definitiva. Obviamente, los múltiples errores u omisiones que todavía persistan son responsabilidad exclusiva del autor de estas líneas.
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1. No puedo menos que resaltar la deuda contraída con Santiago Alba Rico. Su obra es una fuente inagotable de inspiración y, en concreto, la siguiente entrevista es tributaria caudalosa del presente trabajo: «Sujeto histórico y transformación antropológica», http://www.rebelion.org/
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.