«Entelequia», para Aristóteles, no era una forma de nombrar lo ideal o inexistente. Era, en algún sentido, todo lo contrario: una «ilusión de realidad completa», el procedimiento mental abusivo en virtud del cual podemos pensar retrospectivamente las cosas como si hubiesen sido desde el principio lo que llegarán a ser sólo al final. Cuando pensamos […]
«Entelequia», para Aristóteles, no era una forma de nombrar lo ideal o inexistente. Era, en algún sentido, todo lo contrario: una «ilusión de realidad completa», el procedimiento mental abusivo en virtud del cual podemos pensar retrospectivamente las cosas como si hubiesen sido desde el principio lo que llegarán a ser sólo al final. Cuando pensamos en Napoléon de niño, por ejemplo, lo imaginamos ya, desde la cuna, dotado de un carácter imperioso y decidido y buscamos en sus pequeñas travesuras infantiles al conquistador de Egipto y al emperador de Europa. Eso es una «entelequia». Lo mismo pasa cuando pensamos en la crisis de entreguerras que llevó a las matanzas de la segunda guerra mundial. Temblamos al recordar la ascensión de los fascismos sin comprender que eran muy pocos los que en 1922 o en 1933 temblaban ante Mussolini o Hitler. En los años 30 del pasado siglo Mussolini no era Mussolini, encarnación del totalitarismo, ni Hitler era Hitler, representación viva del Mal; tampoco el fascismo o el nazismo eran otra cosa que ideologías legítimas, apoyadas por amplísimos sectores de la población, de cuyo peligro no se percataban ni siquiera -como denunció alarmada la filósofa Simone Weil- los liberales o los comunistas.
Eso es una «entelequia»: pensar que Hitler fue siempre para todos el monstruo en que lo convirtieron sus crímenes y que el nazismo fue visiblemente, desde el comienzo, la atrocidad que tantos libros y películas han fijado en nuestra memoria como límite demoníaco de la humanidad. Nada de eso. Incluso después de las leyes de Nuremberg, mientras los judíos eran conducidos a campos de concentración, los propios judíos bebían café, abrían sus tiendas, celebraban sus bodas, sucumbiendo a esa ilusión de normalidad que es el umbral, al mismo tiempo, de la normalidad y de la catástrofe. Aún más: incluso los propios fascistas y nazis sucumbían a la misma ilusión; ninguno de ellos -o muy pocos entre ellos- tenían conciencia de ser «fascistas» y «nazis». Eran hombres y mujeres de su época que aceptaban como buenas o como tolerables o, al menos, como necesarias las medidas racistas y los impulsos liberticidas de los gobiernos que en muchos casos ellos mismos habían elegido. Tengamos mucho cuidado en Europa: nadie nos va a avisar cuando llegue el fascismo porque ni siquiera se va a presentar -sería absurdo- con ese nombre. Tengamos cuidado: no vamos a reconocer al nazismo cuando regrese porque hablará de nuevo, como entonces, de paz y civilización, de valores y moralidad.
Los fascismos europeos del siglo pasado pueden ser definidos como una contrarrevolución radical contra la revolución socialista que desde 1917 «amenazaba» Europa. No podemos establecer un paralelismo exacto entre la crisis de entreguerras y la que estamos viviendo ahora -la derrota del comunismo y la dictadura tecnológica lo impiden-, pero ello no debe llevarnos a ignorar las similitudes. Y hay una a la que deberíamos prestar alarmada atención a fin de que sus consecuencias no vuelvan a sorprendernos completamente desprevenidos. Hoy se prepara también una contrarrevolución radical, una contrarrevolución «preventiva» que combina, como en los años 30 del siglo XX, las leyes, la movilización y la violencia. En el marco de la crisis capitalista y de las resistencias sordas ya efervescentes, esta contrarrevolución implica a gobiernos democráticos, medios de comunicación, grandes multinacionales y organizaciones para-institucionales o militantes. Breyvik, el terrorista de Oslo, es el resultado de esta combinación.
No es una provocación sino una simple constatación: como en el pasado, la Iglesia católica forma parte de esta contrarrevolución, a igual título que las leyes migratorias, las medidas económicas de la UE y el terrorismo ultraderechista. Chesterton tenía razón quizás al señalar la belleza del cristianismo, una religión que exigía a la humanidad adulta inclinarse ante un niño. Pero lo cierto es que el catolicismo ofreció en el mes de agosto en España, durante las llamadas Jornadas Mundiales de la Juventud, la imagen inquietante de una movilización que es inevitable oponer a la del movimiento 15-M y que «obligó» a miles de jóvenes fanáticos, al contrario, a inclinarse ante un viejo ambicioso y reaccionario, muy inteligente, que ha decidido poner toda su poderosa organización (tan admirada por Gramsci) al servicio de los fuertes, los ricos y los injustos. Prueba evidente de esta complicidad entre la iglesia, los gobiernos, las empresas y los medios de comunicación, es la composición de la Fundación «Madrid Vivo», responsable de la organización y financiación del evento; tal y como denuncia un colectivo de curas progresistas de la capital de España, basta recordar algunos de los nombres para comprender el alcance político y económico de la ofensiva papal: Iberdrola, Telefónica, Banco de Santander, BBVA, Endesa, junto a poderosos medios de comunicación de la extrema derecha como ABC o la COPE. Mucho cuidado. A diferencia de lo que ocurrió en el siglo pasado, la contrarrevolución se adelanta a la revolución. Esta vez no se llamará Hitler ni usará la cruz gamada, pero la contrarrevolucion ya en marcha, si no estamos más atentos que hace 80 años, nos llevará a un lugar aún peor. Porque toda repetición del mismo mal -en un contexto de permanente perfeccionamiento destructivo- es siempre un empeoramiento.
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