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La obra de Carlos Marx y los desafios del siglo XXI

Fuentes: Rebelión

III Conferencia Internacional «La obra de Carlos Marx y los desafíos del Siglo XXI». Mayo 3 de 2006. Palacio de las Convenciones, La Habana, Cuba.

«Recordemos que decía que no bastaba que la idea clamase por hacerse realidad, sino que era necesario que la realidad gritase también por erguirse en idea»

Franz Mehring

No intentaré abordar aquí la amplia y rica producción intelectual de Carlos Marx, su profundo análisis del capitalismo o de los principales acontecimientos de su época ni tampoco lo haré acerca de su vida ejemplar como luchador social y dirigente revolucionario. Se que estos temas resultan familiares a ustedes.

Les propongo, si se me concede la licencia, separar a Marx del marxismo. Con ello aludo a la necesidad de pensar a Marx desde Marx más que desde cualquiera de las versiones del marxismo, imaginarlo a él planteándose los desafíos del Siglo XXI, apartando lo esencial de su obra, de lo que de su obra hicieron otros. En lugar de embarcarnos en la nunca acabada sucesión de relecturas de su pensamiento que han acompañado a quienes lo reivindican como suyo, tanto como a los que se empeñan inútilmente en sepultarlo, es necesario rescatar su legado fundamental, aquello que le hace trascender su tiempo para estar aquí y ahora, en la lucha por la emancipación humana.

Tomo como punto de partida la advertencia, no siempre escuchada, de Rosa Luxemburgo: «la obra capital de Marx, como su ideología toda, no es ningún evangelio en que se nos brinden verdades de última instancia, acabadas y perennes, sino manantial inagotable de sugestiones para seguir trabajando con la inteligencia, para seguir investigando y luchando por la verdad».

Asumir su obra, por encima de cualquier otra consideración, como fuente de inspiración y guía para quienes como él queremos no sólo interpretar acertadamente el mundo sino sobre todo transformarlo luchando hasta alcanzar el socialismo.

No se trata de encontrar en sus textos citas que parezcan útiles al análisis de la realidad contemporánea, del capitalismo tal cual es hoy día, algo de lo que él no se ocupó ni habría podido proponérselo.

Nuestra obligación, es valernos de su ideología toda y desde ella construir una teoría y una práctica que corresponda con esa realidad y contribuya a transformarla.

Probablemente no exista prioridad más alta ni urgencia mayor para los socialistas: definir una concepción estratégica y precisar las tácticas y los métodos de lucha adecuados para enfrentar al capitalismo realmente existente. Las herramientas teóricas a nuestra disposición requieren ser afiladas para su empleo eficaz en esta etapa que plantea nuevos desafíos al movimiento revolucionario.

Estas notas no tienen otro propósito que contribuir a la discusión de ese crucial tema y carecen, obviamente, de cualquier pretensión de agotarlo. Han sido redactadas teniendo presente lo que del gran texto inconcluso afirmara también Rosa Luxemburgo: «Inacabados como quedaron, estos dos tomos encierran valores infinitamente más preciosos que cualquier verdad definitiva y perfecta: el acicate para la labor del pensamiento y ese análisis crítico y de enjuiciamiento de las propias ideas, que es lo que hay de más genuino en la teoría que nos ha legado Carlos Marx».

Otra observación indispensable. La necesidad de elaborar una teoría revolucionaria que sirva a la victoria frente a lo que se ha dado en llamar la globalización neoliberal no tiene absolutamente nada que ver con una pretendida liquidación del marxismo y mucho menos con la imaginaria desaparición de la lucha de clases que algunos intentaron convertir en dogmas inamovibles en apresurados textos que inundaron el planeta a comienzos de la última década del Siglo XX.

La disolución de la URSS y la bancarrota del denominado «socialismo real» dieron paso a una operación triunfalista hábilmente desplegada por los principales centros del imperialismo que, sin embargo, apenas podía ocultar su carácter esencialmente defensivo: con su victoria aparentemente total y definitiva, el capitalismo, en realidad, entraba en una nueva fase que pudiera ser terminal en la que sus contradicciones y limitaciones se manifiestan con una crudeza no disimulada y en la que surgen nuevas, insospechadas, posibilidades para la acción revolucionaria.

Esa paradoja quizás explique la escasa duración de aquel triunfalismo en el plano académico. Pocos repiten hoy aquella bobería acerca del «fin de la historia». No lo hace ya siquiera Fukuyama, más preocupado en estos días en criticar el fracaso de la política de Bush que tanto le debe, sin embargo, a sus elucubraciones. La actual crisis dentro del movimiento neoconservador norteamericano sugiere que no son pocos quienes se cuestionan ahora si verdaderamente fueron ellos los vencedores de la Guerra Fría.

De nuestro lado se impone asimismo la reflexión autocrítica.

Debemos admitir nuestros propios errores sobre todo los que sirvieron de abono a la manipulación burguesa del derrumbe del modelo soviético. No es este el momento para profundizar en el análisis del fracaso de una experiencia que ya pertenece a los historiadores. Pero sí resulta ineludible subrayar aquí algo que condujo a la derrota y a su ventajosa utilización por el enemigo.

Ese proyecto -independientemente de Lenin y del espíritu creador que animó los primeros años de la Revolución bolchevique- redujo el marxismo a una escolástica determinista y mecanicista, transformó la investigación en dogma, el pensamiento en propaganda, hasta atraparlo en una esclerosis sin salida. Fabricó una «ciencia» simplificadora que creyó demostrar que el socialismo se realizaría inevitablemente, por sí mismo, como ineluctable consecuencia de una historia predeterminada y que ese socialismo seguiría su marcha, también incontestable, conforme a leyes y reglas codificadas en extraño ritual. El socialismo, en resumen, era inevitable e invencible, con él se arribaría verdaderamente al fin de la historia. No cualquier socialismo sino ese en particular, el que en admirable hazaña trataron de alcanzar Lenin y los bolcheviques, cuya enorme significación nadie podrá arrancar de la memoria del proletariado pero que era eso, un proyecto específico, -es decir, una obra humana, con virtudes y defectos, glorias y sombras, resultado de inmensos sacrificios de un pueblo concreto en circunstancias y condiciones también concretas- y no la realización de una idea predestinada y universal.

La conversión de la experiencia soviética en paradigma para quienes en otros lugares libraban sus propias luchas anticapitalistas, y la imperiosa obligación de defenderla frente a sus enconados y poderosos enemigos, condujo a la subordinación de gran parte del movimiento revolucionario a la política y los intereses de la URSS que no siempre correspondían con los de otros pueblos. La guerra fría y la división del mundo en dos bloques de estados antagónicos que se amenazaban mutuamente con la aniquilación nuclear, redujo al mínimo la capacidad del pensamiento crítico y reforzó el dogmatismo.

En honor a la verdad hay que rendir homenaje a los incontables hombres y mujeres que sacrificaron sus vidas, la mayor parte en total anonimato y murieron heroicamente en cualquier rincón del planeta defendiendo al país de los soviets, a su política y a su aplicación en el propio terruño por equivocada que fuera en no pocos casos. Para ellos respeto y admiración. Pero de lo que se trata ahora es de reconocer las consecuencias muy nocivas de esa tendencia.

El «seguidismo» caló hondamente en muchos, organizaciones e individuos, que no pudieron reaccionar racionalmente cuando se desplomó el sistema que era sustento de su fe. Habían vivido convencidos de ser parte de un conjunto imbatible, dueños y administradores de verdades científicamente demostradas y marchaban en una entusiasta procesión de la que, curiosamente, no participaba el fundador, quien simplemente, con toda naturalidad, había aclarado «je ne suis pas marxiste».

Derrumbado el mito, antiguos dogmáticos fueron incapaces de apreciar las nuevas posibilidades del movimiento revolucionario, los espacios antes inexistentes que era necesario explorar con audacia y creatividad. Hubo quienes, en acrobacia insuperable, se sumaron a los «vencedores» convirtiendo la traición en su nueva religión.

Pero crece el número de los inconformes, de los insatisfechos, de los que se rebelan. Toda la retórica acerca de la hegemonía norteamericana se da de cachetes con su empantanamiento en Iraq, las insalvables contradicciones y limitaciones de su economía, el despertar de masas que allá suponían dormidas, y la corrupción y el resquebrajamiento moral que socavan su sistema político.

No andan lejos sus socios en Europa. Acostumbrados, ellos también, a la disciplina bloquista y el «seguidismo» no alcanzan a descubrir la profundidad de la crisis insuperable del que fue, pero ya no es, omnipotente jefe.

En América Latina y en otras partes del Tercer Mundo, entretanto, se afirman procesos radicales y se adelantan esquemas de concertación que buscan eliminar, o al menos reducir, la dominación imperialista.

El malestar anticapitalista, por primera vez, se manifiesta, al mismo tiempo en todas partes, en los países avanzados y en los atrasados y no se reduce sólo a los proletarios y otras capas explotadas. No sólo se expresa hoy en las luchas que pudiéramos llamar «clásicas» -entre clases y naciones explotadas y explotadoras- sino que a ellas se agregan, a veces con más aliento, las que exigen la salvación del medio ambiente, o los derechos de la mujer y de los discriminados y excluidos por cuestiones de sexo, etnia o religión.

Un conjunto diverso, multicolor, en el que no faltan contradicciones y paradojas surge frente al sistema dominante No es aún el arco iris que anuncia el fin de la tormenta. Lo caracteriza la espontaneidad, requiere articulación y coherencia que deben ser estimuladas sin sectarismo, sin arrebatarle la frescura.

El gran reto de los revolucionarios, de los comunistas, es definir nuestro papel, el lugar que debemos ocupar en esta batalla. Para ello necesitamos una teoría.

En ese sentido hay que regresar a la tan conocida como olvidada definición de Lenin: «Una acertada teoría revolucionaria sólo se forma de manera definitiva en estrecha conexión con la experiencia práctica de un movimiento verdaderamente de masas y verdaderamente revolucionario».

Esa teoría, a escala mundial, no existe como algo hecho, que sirva de guía en la lucha para sustituir el actual orden y transformarlo en dirección al socialismo. La teoría hay que formarla y su formación definitiva tiene que realizarse en una interrelación constante con la práctica, en un proceso del que ambos integran un todo inseparable. Pero no se trata de cualquier práctica sino la de un movimiento que sea, a la vez, «verdaderamente de masas y verdaderamente revolucionario».

¿Cuándo puede un movimiento ser definido como verdaderamente de masas y cuándo adquiere la cualidad de verdaderamente revolucionario? Las respuestas no se encontrarán en un laboratorio de investigación ni brotarán del debate académico. Habrán de crearlas los propios revolucionarios, hombres y mujeres de carne y hueso, actuando desde las masas, construyendo su movimiento y tratando de hacerlo cada vez más revolucionario. La vida entera del genial jefe bolchevique puede resumirse en ese empeño.

Una persistente leyenda atribuye al autor del Capital haber dicho que «el hombre piensa como vive», lo cual repiten aun no pocos militantes sin advertir el error ni sus efectos paralizantes. La relación entre el hombre y su entorno es de importancia decisiva para la ética y la política y para comprender la Undécima Tesis sobre Feuerbach. Para transformar el mundo la clave está en la Tercera Tesis. Recordemos las precisiones de Marx:

«La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y de que, por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado. Conduce, pues, forzosamente, a la división de la sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima de la sociedad (así, por ejemplo, en Roberto Owen)

La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria«.

En la Segunda Declaración de La Habana los cubanos proclamamos que «el deber de todo revolucionario es hacer la revolución». Hacerla significa crear un mundo nuevo a partir de los obstáculos y limitaciones que imponen las circunstancias, en un incesante batallar en el que ambos, el hombre y la realidad circundante, se irán transformando recíprocamente.

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«Una cierta forma de socialismo surgirá

inevitablemente de la también inevitable

descomposición del capitalismo»

Joseph A. Schumpeter

La predicción que acabo de citar ha sido objeto de implacables denuestos por parte de los pensadores burgueses. En 1942 era difícil ver la caída del capitalismo como algo inevitable. Su autor, sin embargo, no dejó de creer en ella hasta el último instante.

Ocho años después, poco antes de morir, sostuvo: «Marx se equivocó en su diagnóstico sobre el modo en que la sociedad capitalista se derrumbaría; pero no se equivocó en la predicción de que finalmente se derrumbaría».

En 1950 el capitalismo norteamericano alcanzaba el cenit de su hegemonía. Era la única potencia nuclear, no sufrió la devastación que la Guerra Mundial había causado a todos los demás países desarrollados, dominaba económica y políticamente a Europa Occidental y a América Latina, poseía una indiscutida superioridad en la ciencia y la tecnología.

A mediados del siglo pasado el mundo era bastante diferente al de hoy. Por caminos que probablemente ellos no sospechaban estamos más próximos ahora al cumplimiento de la profecía en la que coincidieron, paradójicamente, el autor del Capital y su tenaz crítico austro-norteamericano.

Ha cambiado el protagonista, el sujeto de la historia, el hombre. La población mundial ha crecido de manera exponencial desde los días de la publicación del Manifiesto Comunista y continúa haciéndolo. El hombre transitó decenas de miles de años para llegar al primer millar de millones. Le bastó un siglo para triplicar el doble de esa cifra. Cada 25 años aproximadamente se suman a ella una cantidad semejante a la que totalizaba el planeta cuando nació Karl Marx.

A ritmo semejante se agotan los recursos naturales de la Tierra y se aniquilan, para siempre, especies animales y vegetales. El hombre es el único ser que se ha dedicado con tanta saña y eficacia a destruir la vida.

Cambios climáticos irreversibles, bosques transformados en desiertos, aguas envenenadas, atmósferas irrespirables, suelos irremediablemente degradados, inauditas aglomeraciones de seres humanos en urbanizaciones inhabitables y siempre multiplicadas, son preocupaciones angustiosas que integran una realidad antes no conocida.

Más allá de las ideologías la gente va descubriendo lo que es obvio. En 1992, en la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro, los gobiernos y la sociedad civil nos pusimos de acuerdo en que para salvar el mundo era necesario «cambiar los patrones de producción y consumo», palabras suscritas por muchos, incluido Bush padre. Fueron palabras, ciertamente. Pero implican el reconocimiento explícito, aunque sea en el texto de un documento, de la necesidad de transformación radical de las relaciones entre los hombres y entre ellos y la naturaleza.

El sujeto, además, inevitablemente se mueve. La población aumenta exponencialmente pero no lo hace por igual en todo el mundo.

En los llamados países desarrollados se estanca y en algunos incluso tiende a decrecer. En el resto, en aquella parte del mundo que fue bautizada como el Tercero, son más, cada vez muchos más, sus pobladores -a pesar de la muerte temprana, la miseria, el hambre- y también los que en espiral indetenible, se desplazan hacia los enclaves de opulencia.

El Tercer Mundo penetra en el Primero. Este último lo necesita y a la vez lo rechaza. En Europa y Norteamérica aparece un protagonista indeseado, un convidado de piedra que exige sus derechos.

Mientras acá llevamos a cabo esta importante reflexión colectiva animados por el ejemplo de un pensador verdaderamente creador y humanista y tratamos de encontrar los senderos hacia un mundo mejor, el Congreso norteamericano sigue discutiendo que hacer con quienes calculan al menos once millones de personas -es decir la población cubana-, los llamados indocumentados, en busca de fórmulas que les permitan seguir explotándolos mientras les cierran el acceso a aquella sociedad.

El fenómeno migratorio se mantendrá y ganará en masividad en la misma medida que el capitalismo, con sus características actuales, se expande por todo el mundo. El capitalismo no puede detenerlo como tampoco está en condiciones de abandonar esas características y mucho menos de transformarse a sí mismo en otra cosa.

La Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos ha pronosticado que, como consecuencia de ese fenómeno, muy pronto se habrán producido modificaciones profundas en las culturas de varios países de Europa. La lucha por los derechos de los inmigrantes y contra la discriminación expresada en manifestaciones públicas que movilizaron a millones de personas y en la histórica protesta del Primero de Mayo -fecha que nunca antes se había celebrado así en Norteamérica- sitúa en primer plano una fuerza política que ya no podrá ser ignorada fácilmente.

La presencia de millones de personas discriminadas y carentes de derechos civiles y políticos, plantea un cuestionamiento esencial que va a las raíces mismas del sistema político que Occidente ha pretendido convertir en modelo obligatorio para todos. Cada vez más se incrementa el número de los que allá trabajan duramente, pagan sus impuestos, mueren en sus guerras, pero no pueden votar ni ser elegidos. En la Roma actual se reduce la participación de los ciudadanos mientras aumenta constantemente la masa de los excluidos, los «bárbaros» modernos. En este mismo edificio, recientemente, el profesor Robert Dahl -destacado apologista del arquetipo capitalista- reconoció en tal marginación la carencia principal de la democracia liberal contemporánea.

El fin de esa exclusión, la lucha por la democracia, incluyendo específicamente la democratización de las sociedades occidentales, debe ser una prioridad para todos los que quieren transformar el mundo. Ella es aún más urgente si nos percatamos de la otra cara del fenómeno migratorio: junto a él crece también, paralelamente, el odio racista, la xenofobia, que nutre las tendencias fascistizantes, presentes hoy de manera evidente en esas sociedades.

El problema migratorio refleja, asimismo, un aspecto del capitalismo actual sobre el que también conviene reflexionar. Mientras los emigrantes son humillados y sobreexplotados en los países donde van a parar, ahí son utilizados también como instrumentos para la opresión de los trabajadores locales. Empleándolos como el ejército internacional de reserva, desprovistos de derechos, y hasta ahora desorganizados, ellos sirven para deprimir los salarios, obligados a aceptar condiciones que, como gusta decir a Bush, el pequeño, no aceptan los trabajadores norteamericanos.

Liberar de su explotación y discriminación a los inmigrantes deviene, pues, en algo esencial para la emancipación de los trabajadores en los países desarrollados. Forjar la unión entre ambos sectores explotados, en lo que ha habido avances aún insuficientes pero cuya importancia no puede ser subestimada, es hoy una tarea impostergable. Rescatar el papel del sindicato, verdadero sustento de la sociedad civil y garantizar el derecho de todos los trabajadores, sin excepciones, a sindicalizarse es indispensable respuesta a un capitalismo que cada vez más abiertamente se despoja de su máscara «liberal» y muestra el rostro perverso de la tiranía.

Hay que cerrarle el paso al fascismo. Es preciso impedir que consiga enfrentar en una oposición insensata a sus víctimas. Que nunca más pueda un Nixon movilizar a los obreros de la construcción contra los jóvenes que, en los años setenta del pasado siglo, se rebelaban contra la guerra de Viet Nam. Unirlos es posible. Unidos los vimos, en Seattle, oponiéndose ambos a la globalización neoliberal.

Hay que contribuir a que converjan, y es posible proponérselo, ese es aspecto crucial del mundo contemporáneo y del empeño por cambiarlo.

Los pobres tratan de emigrar hacia el mundo rico para escapar de la pobreza. Los ricos, entretanto, buscan colocar sus capitales en los países pobres a fin de incrementar sus ganancias con la miseria ajena e inevitablemente deprimir las condiciones de trabajo y de vida de los trabajadores en los países centrales.

Pocos en Norteamérica y Europa se identificarían como integrantes de una aristocracia obrera, beneficiaria del reparto de migajas provenientes de las colonias. Hoy se reconocen más bien como los derrotados de un sistema que, entre otras cosas, depende cada vez más del «outsourcing» y la maquila y que impone por todas partes el dogma del mercado omnipotente y el «libre comercio».

Construir la convergencia, para alcanzar más tarde la unión, entre los explotados del Primero y del Tercer Mundo, es ahora no sólo posible sino necesario.

Pero no basta con trabajar por la unidad entre todos los proletarios del mundo, del Primero y el Tercero, del Sur y el Norte. Es imprescindible la unión antifascista, por la democracia, por la paz y la vida. Esforzarse por crear nuevas articulaciones, por forjar alianzas donde sea posible o mientras tanto promover puntos o momentos de coincidencia entre las diversas fuerzas que hoy, por las más diversas motivaciones, están inconformes con el mundo tal cual es, debe constituir la guía principal para los revolucionarios.

Empeñarse por que fluyan en un mismo torrente el movimiento contra la guerra y el que se enfrenta a la globalización y que a su caudal se incorporen todos los discriminados, todos los marginados, es el deber principal, hoy día, de los revolucionarios. Es la vía para conquistar un mundo mejor. Es el camino para avanzar hacia el socialismo. Para alcanzar el socialismo en este Siglo que habrá de ser necesariamente «creación heroica» y como tal auténtica, independiente y por ello, diversa, irrepetible.