Ética e identidad En el frontispicio del templo de Apolo, en Delfos, podía leerse la inscripción «gnosti te auton» -conócete a ti mismo- que, como se sabe, está en el núcleo de la sabiduría práctica antigua. El apolíneo imperativo presupone la existencia de un problema, el de la identidad propia, y la posibilidad de una […]
Ética e identidad
En el frontispicio del templo de Apolo, en Delfos, podía leerse la inscripción «gnosti te auton» -conócete a ti mismo- que, como se sabe, está en el núcleo de la sabiduría práctica antigua. El apolíneo imperativo presupone la existencia de un problema, el de la identidad propia, y la posibilidad de una pregunta, «¿quién soy»? Lejos de lo superfluo o baladí, se trata de una pregunta y un problema que sólo el ser humano puede plantearse y resolver. Los otros seres vivos, el perro, el oso, el pájaro, el árbol…, ninguno de ellos hace cuestión de su identidad. Son lo que son sin necesidad de preguntárselo. Menos aún las cosas que nos rodean, esta mesa, esa silla, aquella puerta…: todas tienen una identidad -son lo que son- pero ninguna tiene un problema de identidad. Sólo los seres humanos lo tenemos, porque sólo los seres humanos podemos girar la conciencia hacia nosotros mismos, vernos por dentro, convertirnos en objeto de auto-análisis, recordarnos, hacer memoria del propio pasado, reconocérnoslo…, etc. Sólo nosotros, los seres humanos, podemos conocernos a nosotros mismos. Por eso el dios olímpico insta con fundamento.
Es sabido que Sócrates hace del conocimiento de sí, de la fijación ética de la propia identidad, la clave última de la felicidad humana. Y a la inversa, el desconocimiento propio -vivir sin saber quién es uno realmente- es para la sabiduría práctica antigua la llave que abre las puertas de la desgracia. Como no podía ser menos, esta idea central ha quedado indeleblemente plasmada en una de las grandes tragedias clásicas: Edipo Rey . Aquí Sófocles elabora dramáticamente el viaje al centro del alma del protagonista, Edipo, rey de Tebas. La obra es una tragedia de autodescubrimiento, de revelación de la propia identidad oculta. El pobre Edipo quiere conocer al asesino de su padre y no duda en hacer a los dioses un ruego fatal:
«Y ruego a los dioses que el asesino, ya sea uno que se oculte, ya sean varios, consuma miserablemente, como un miserable, una vida malhadada». [1]
Todavía no sabe Edipo que ese asesino se oculta dentro de sí y que en esa misma ignorancia se agazapa su triste destino: «aunque tú tienes vista -le dice el ciego Tiresias – no ves en qué desventura te encuentras». [2] Un ciego ve lo que escapa a los ojos sanos de Edipo: la verdad de sí mismo. Y cuando Edipo se descubra, expiará cruelmente el haber vivido en el engaño, en la ignorancia de la propia identidad. Descubrirse a uno mismo es como nacer, pero haber vivido en el engaño lo rompe a uno por dentro, de alguna manera, lo mata. Por eso le dice Tiresias enigmáticamente a Edipo: «Ese día [el de la verdad] te dará la vida y te destrozará». [3]
El imperativo apolíneo-socrático -«conócete a ti mismo»- no sólo expresa una posibilidad privativa de los seres humanos -por ser autoconscientes- sino también una apuesta ética. Sólo mediante la autoexploración y el autoconocimiento podemos forjarnos el carácter de modo tal que sean la virtud y la prudencia las que guíen nuestros actos. En esa forja del carácter se va fijando la propia identidad, la unidad autoconsciente del yo, de un yo que ha aprendido -conociéndose a sí mismo- a controlar sus pasiones, a sentir y desear como es debido, y a actuar en consecuencia. El desconocimiento propio nos pone a merced de los múltiples candidatos a yoes que hay en cada uno de nosotros, siendo un día de una forma y otros de otra, sin orden ni concierto, sin armonía interna. Entonces, como Edipo, nos convertimos en «motivo de sufrimiento» para nosotros mismos. [4] El imperativo del autoconocimiento es pues un imperativo ético; es seguramente la herramienta principal de que disponemos los seres humanos para labrarnos una vida buena.
Sin embargo, no es nada fácil ese viaje de autodescubrimiento ni llevar hasta el final la tarea de fijación ética de la identidad. La posibilidad del autoengaño está siempre dada como lo está la posibilidad de fabricarnos creencias a la medida de nuestros inmoderados deseos, de nuestros intereses espurios, etc. Además, la identidad personal no está fuera del tiempo, sino que se va haciendo y fijando con el tiempo. La identidad personal tiene historia, historia biográfica. Por eso no es estática y definitiva, sino fluida y, tantas veces, problemática. Por si lo anterior no bastara, añadamos que la identidad personal no sólo tiene que ver con lo que creemos -y queremos- ser, a título individual, sino también -¡ahí es nada!- con lo que el otro, los otros, creen que somos y quieren que seamos, con lo que piensan de nosotros y con cómo esperan que nos mostremos. Y todo ello teniendo en cuenta que todas esas creencias y deseos ajenos también cambian y están sometidos a la erosión del tiempo. La sociedad es un juego de espejos que nos devuelven nuestra propia imagen, a menudo distorsionada, haces de expectativas que no siempre cumplimos ni entendemos, precipitados de señales que no siempre captamos; la sociedad es también un enorme decantador de prejuicios y estereotipos contra los que tenemos que resolver nuestra identidad.
Y a veces, la resolvemos ocultándola. La identidad, pues, puede quedar oculta tras un velo de ignorancia que nos impide conocernos a nosotros mismos. Esta es una fatal posibilidad que la ética antigua exploró en todos sus registros trágicos. Pero hay otra posibilidad: que ocultemos nuestra propia identidad bien para preservarnos a nosotros mismos bien para mejor alcanzar nuestras metas. Es esta segunda posibilidad la que quiero explorar hoy aquí. Sin embargo, como veremos al final, ambas posibilidades tienen mucho que ver entre sí.
Identidades sin ética
Ocultar la propia identidad es un ejercicio -y una posibilidad- eminentemente social. Si estuviéramos solos, aislados de los demás, en un desierto social, no tendría sentido alguno ocultar quiénes somos. Robinson Crusoe, recién arribado a la isla, rodeado como está de incertidumbres, tiene miedo -y un miedo muy razonable- de que haya potenciales enemigos más allá de aquella colina, detrás de aquéllos árboles. Ni siquiera sabe si hay animales salvajes en el entorno. El miedo a lo desconocido y el instinto de conservación lo llevan a construir un refugio tanto más seguro cuanto más oculto. Pero tan pronto se despejan sus dudas y se desvanecen sus miedos (y ello acontece conforme va descubriendo la soledad de la isla), ya no tiene necesidad alguna de ocultarse. El ocultamiento de sí y de la propia identidad sólo tiene sentido, como decía antes, en el seno de la sociedad, en presencia del otro, ante la mirada y el juicio ajenos.
Y ofrece posibilidades maravillosas, todas las posibilidades que tienen que ver con el engaño, la treta, la astucia, el disfraz, el disimulo. Detrás de todas esas armas de supervivencia -o de guerra- social está el ingenio, la inteligencia. Y éstos casi siempre utilizan un medio: la palabra. No en vano, el campeón literario de la argucia -Ulises- es calificado por la diosa Atenea , su protectora, como «fecundo en ardides» pero a la vez como maestro de la palabra. En su célebre definición de la verdad, Aristóteles nos recuerda que la verdad no está en las cosas sino en lo que se dice de las cosas, pertenece pues al juicio y la palabra.
Por ello mismo, en la palabra también está la posibilidad de la falsedad . Decir que este libro es rojo, cuando no lo es, es emitir un juicio falso. Decir que ese hombre es bueno, cuando no lo es, es de nuevo emitir otro juicio falso. Ahora bien, mientras que hay una cierta predisposición natural en nosotros a emitir juicios con pretensión de verdad, es decir, mientras que hay una cierta espontaneidad de la verdad (seguramente bien instalada en la arquitectura cognitiva de la especie por razones adaptativas); la falsedad puede (aunque no tiene por qué) ser intencionada, y entonces ya no se trata de un enunciado que no se corresponde con los hechos, un error del juicio, sino de una mentira . También esta posibilidad, huelga decirlo, está dada en el lenguaje. La palabra nos permite callar lo que pensamos y decir lo contrario de lo que pensamos. Nos permite engañar. La palabra permite la privatización radical de la verdad, y tras ella, de la identidad propia. Cuando Polifemo pregunta a Ulises su nombre, éste le responde que se llama Nadie y así el pobre Cíclope gritará a los mismos que lo matan y ciegan: «¡Oh, amigos! Nadie me mata con engaño, no con fuerza». [5] Resulta difícil imaginar una mejor trabazón de engaño y auto-ocultamiento: es el propio burlado el que oculta al burlador detrás de «nadie».
Ulises ya no es el primitivo héroe homérico rígida y orgullosamente apegado a su identidad, dispuesto a afirmarla en todo momento, como Aquiles, así se pierda una guerra. Ulises es más refinado, más sutil: juega con su propia identidad, se distancia de ella, la niega si es preciso. Y, siempre prudente, no la revela hasta estar bien seguro de que revelarla no entraña mayores riesgos. De este modo sobrevive en un mundo lleno de trampas, de hechiceras, de sirenas, de cíclopes. Es decir, en un mundo de mentirosos y malvados. Porque si el otro fuera bueno e inocente, si los demás no supusieran una amenaza, si los hombres no quisiéramos utilizarnos en beneficio propio, si la primera motivación social fuera el altruismo, si hubiera confianza y amistad generalizadas, ¿para qué necesitaríamos proteger nuestra identidad, ocultándola? «Yo no sé aparentar» -dice Hamlet, el inocente y reflexivo príncipe Hamlet-, [6] pero no le queda más remedio que aprender a hacerlo tan pronto se ve urgido a diseñar una estrategia de venganza en un entorno complicado de mentira y perversidad. El problema es que a un carácter noble e inocente como el de Hamlet, «generoso en extremo y ajeno a todo ardid», [7] le resulta enormemente complicado practicar la hipocresía: adular, fingir, callar. Le resulta tan complicado como fácil lo es para un alma servil. Sólo hay una forma de hacerlo en su caso: fingiéndose loco, enajenándose de sí, disociando en el delirio palabra y pensamiento. La aparente locura le permite a Hamlet desatar la lengua sin revelar lo que siente, piensa y pretende en un mundo de servilismo y maldad, es decir, en un mundo peligroso, del que es preciso protegerse. De hecho, el incestuoso asesino de su padre, el nuevo y abyecto rey de Dinamarca, cuyo crimen reclama la venganza del joven príncipe, ha puesto en funcionamiento toda una maquinaria de acecho para penetrar en la «verdad» de Hamlet, en la razón de su extravagante conducta, primero su melancolía y tristeza, luego su desvarío. Pero ni el oficioso Polonio, ni los venales cortesanos, ni Ofelia, ni la reina…, nadie logra descubrir sus pensamientos íntimos. Perdida la ingenuidad y la confianza, Hamlet se adentra en el laberinto social de las falsas monedas, y a su manera sale airoso. Sobre todo cuando por el camino va descubriendo no sólo la inconstancia y mutabilidad de todo sentimiento vivo, la fragilidad y ligereza del alma humana, sino la irónica y fatal mudanza de todo lo que es en lo que deja de ser, en la nada, en el silencio. Preparado para el reencuentro postrero con el polvo y la materia, Hamlet abandona su paralizante reflexividad, esa que vuelve a los hombres cobardes a fuerza de prudentes, y cumple su destino. Al final la venganza se consuma en un arrebato de ira. Y Shakespeare nos convence de que la excesiva conciencia de la acción a menudo impide la acción misma, que un propósito demasiado meditado es propósito incumplido, que el pensamiento es fértil en buscarle excusas a la voluntad y torcerla…
La ontología social de la hipocresía -esto es, del ocultamiento de la propia identidad: de lo que uno piensa, de lo que siente, de lo que es- tiene pues su base en el miedo, el miedo al otro, pero está tan ligada al lenguaje -y al logos, a la racionalidad- que es una importante figura de la retórica clásica. En efecto, de las dos partes en que Quintiliano divide el género deliberativo de la oratoria, una es la tuta o seguridad. Y de las dos armas que el orador tiene para promover su propia seguridad -para defenderse del otro-, una es el dolum, es decir, el engaño. La otra, es la fuerza, la vim. Mauricio Viroli [8] ha demostrado magníficamente cómo Maquiavelo sigue a pies juntillas el canon de la retórica deliberativa clásica en la elaboración de El Príncipe, cuyo consejo principal, como todos sabemos, es el de que, si el gobernante quiere sobrevivir en un mundo de malvados y conservare l’stato, ha de saber encontrar un eficaz equilibrio entre las virtudes del león -la fuerza- y las de la zorra -la astucia-. Y saber hacerlo sin prejuicios que pudieran ser contraproducentes o paralizantes. Por poner un ejemplo, ha de saber usar las palabras para dar la apariencia de honradas a sus intenciones más abyectas: a esto lo llama Maquiavelo adonostare. [9] Yo creo que Maquiavelo tenía una fuerte ética republicana llena de valores y de principios morales, pero qué duda cabe, y él lo debía saber muy bien: ese camino del ocultamiento y el engaño abre la puerta a la total desmoralización de la política. Aristóteles nos recuerda que la naturaleza no hace nada en vano y que nos dio el lenguaje y la palabra para que pudiéramos deliberar sobre lo justo y lo conveniente. Pero si el lenguaje es portador de mentira y se especializa en honestar intereses particulares y ambiciones privadas, entonces se pierde la posibilidad de construir entre todos una ética pública basada en la razón y en la justicia. En la tradición filosófica clásica sobre los deberes (De Officiis) que abre Cicerón, la honestas constituye el principio fundamental del deber común de todo hombre. Ser honesto para Cicerón implica entre otras cosas ser justo, pero se cuida de aclarar lo siguiente:
«No hay género de injusticia peor que la de quienes en el preciso momento en que están engañando simulan ser hombres de bien». [10]
La justicia en particular, y la honestidad en general, están indisolublemente ligadas a la verdad. Honestar conductas malvadas es la mayor forma de injusticia, porque es injusticia disfrazada de justicia, una maldad, por tanto, de segundo grado, que une el disfraz al mal ya causado, la mentira al daño previo.
Obviamente, ocultar la identidad no es cosa fácil, sino que implica una enorme fuerza de voluntad y un enorme poder sobre uno mismo: el de controlar las pasiones y no dejarnos llevar por ellas, el de reprimir el deseo y diferir su satisfacción, el de mantener la cabeza fría en medio de los calores del corazón. Pero no implica, como han pretendido Horkheimer y Adorno, el sacrificio de sí mismo o la destrucción de la naturaleza interior. En su célebre excurso sobre Ulises de la Dialéctica de la Ilustración, escriben:
«El dominio del hombre sobre sí mismo, que fundamenta su autoconciencia, es virtualmente siempre la destrucción del sí mismo a cuyo servicio se realiza, pues la sustancia dominada, oprimida y disuelta por la autoconservación no es otra cosa que lo viviente sólo en función del cual se determina el trabajo de la autoconservación, en realidad, justamente aquello que debe ser conservado». [11]
No estoy de acuerdo. Ulises no se destruye a sí mismo, no renuncia a sus deseos más profundos: vivir, volver a su Patria, ver a su mujer, a su hijo, recuperar su estado. Mucho menos renuncia a sí mismo. Al contrario, quiere recuperarse, volver a ser el que es: señor de Ítaca y de su casa. Sabe quién es en todo momento y sólo pretende reconciliar su identidad con la naturaleza de las cosas. A ello le ayuda la astucia y su inteligencia estratégica, por supuesto, pero también -y aún más- el autodominio, es decir, el control de las propias pasiones. Ya llegado a su casa, todavía disfrazado de mendigo, con el ánimo conmovido, se habla Ulises a sí mismo y dice: «¡Aguanta, corazón, que algo más vergonzoso hubiste de soportar aquel día en que el Cíclope, de fuerza indómita, me devoraba los esforzados compañeros; y tú lo toleraste, hasta que mi astucia nos sacó del antro donde nos dábamos por muertos!». [12]
Ulises habla a su corazón como Platón pide a la razón que hable al valor que hay en el alma, como aliado potencial que atiende a razones a las que ha de aprender a someterse. Porque también dentro de nosotros hay Cíclopes y Sirenas y Circes a los que vencer: nuestros malos deseos, que nos engañan y nos llevan donde no queremos ir, potencialmente a la autodestrucción. Y para ello necesitamos razones, medios y recursos. Necesitamos sujetar al corazón, y hacer que guarde su coraje para cuando lo necesitemos de verdad. La astucia de Ulises sólo es posible mediante el dominio de sí mismo. Y sólo así conserva su identidad, a la que en ningún momento renuncia ni sacrifica.
Horkheimer y Adorno sentencian en frase grandilocuente y cerrada: «La historia de la civilización es la historia de la introyección del sacrificio. En otras palabras: la historia de la renuncia». [13] En realidad, en la historia de la civilización hay renuncia y hay logro, hay sacrificio y satisfacción. El problema -el de la Ilustración, el de la civilización, el del capitalismo- no está directamente en la racionalidad instrumental, a la que el hombre nunca podrá renunciar sin dejar de ser homo sapiens. Ni siquiera el problema está en la renuncia parcial y el sacrificio momentáneo que el principio del logro impone a la racionalidad de los medios. El problema de la civilización moderna en general y del capitalismo en particular, es que hemos perdido de vista la racionalidad de los fines, la ilustración racional de los valores bajo los que queremos vivir. El astuto Ulises, que sujeta a su corazón, se halla lejos de su mundo, pero ese mundo responde a un orden de valores que Ulises no cuestiona. Están dados y Ulises se sabe -y se conoce- a sí mismo en ellos. Su ética, sus fines, sus referencias normativas, su identidad como miembro de un orden moral…: todo ello es un presupuesto de su subjetividad. Es seguramente ese orden el que disuelve la civilización y, al ser incapaz de alumbrar una ética nueva, deja a la racionalidad instrumental huérfana de dirección, y deja al autodominio vacío de sentido, convertido en mero sacrificio y renuncia -ahora sí- al servicio de la dominación social o en mero instrumento de la ambición personal y la voluntad de poder.
Noble inocencia y confianza
En sus Confesiones -un libro de una sinceridad neurótica, pero genial y lleno de bondad- Rousseau confiesa su fracaso personal en la sociedad cortesana de la época. A diferencia de Voltaire -refinado, seguro, ágil, rápido de reflejos, lleno de habilidades sociales-, Rousseau es zafio en presencia de la gran dama o del gran señor. Es como un reloj desajustado que nunca da bien la hora: nunca acierta a decir lo que toca cuando toca ni a decirlo bien. Hasta cuando calla, sus silencios delatan su torpeza social. Rousseau tiene un alma de una exquisita sensibilidad, es profundo y auténtico, y atesora una cultura universal a la vez que propia, tamizada, reflexionada. Pero nada de eso trasciende en la civilizada société polie, donde triunfa Voltaire, y hasta Diderot y sus odiados holbachianos. Al final Rousseau se declara vencido y se retira a una vida de digna pobreza pero de libertad natural e independencia social.
Ahora bien, a diferencia del misántropo de Molière, que huyendo de la hipocresía social huye también -ahíto de desconfianza- de los hombres y de la sociedad, Rousseau aspira a refundar la sociedad en la naturaleza misma, en la libertad en la naturaleza. Por eso su crítica a la civilización moderna -en realidad, a todo proceso civilizatorio- tiene tanta mordiente y fundamento. Porque para Rousseau, en efecto, prosperar, sobrevivir siquiera, en esa tupida red de mentiras e interdependencias alimentadas por la ambición y el amour propre, en ese entramado de vanidad y ambición característico de la sociedad cortesana, implica una individualidad sin raíz moral ni norte social. Y, por ello mismo, sin libertad real. Podrá ese sujeto moderno y civilizado triunfar en los luminosos salones de palacio, se ganará el altivo consentimiento de la aristocracia, será bienquisto por el poder y hasta conseguirá el aplauso y el reconocimiento social… Pero por el camino, a base de adular y adonostare, no sólo se habrá hecho servil para con los que conceden los honores -perdiendo su independencia- sino que habrá ido recortando, trozo a trozo, su individualidad hasta hacérsela a sí mismo irreconocible.
Rousseau quiere recuperar la independencia que había en el hombre antes de su caída, no en el pecado, sino en el vicio: en la molicie decadente y el refinamiento artificial de la civilización. Por eso quiere educar a su Emilio en la ingenuidad firme de la naturaleza. Quiere que vaya descalzo y que ejercite sus músculos, que se hiera y aprenda a soportar el dolor, que se caiga «cien veces al día» y aprenda a levantarse, quiere que corra, que retoce, que juegue y que, jugando, mida y sienta las resistencias del entorno, pero también sus posibilidades. Quiere que crezca alegre, fuerte, independiente y libre, que juzgue por sí mismo a partir de la experiencia de su propio movimiento y acción. Quiere que explore el mundo con sus propios medios, directamente, sin mediaciones. Por eso retrasa tanto la edad de la lectura. Emilio no debe leer, no debe llenar su mente de mundos que han vivido otros, de fantasías ajenas. Debe ser él mismo, bastarse a sí mismo, experimentarse. Y cuando lea, la primera novela que habrá de leer, no puede ser otra que el Robinson Crusoe, una novela de exploración y recreación del hombre en la naturaleza, una novela de supervivencia donde el individuo, sin otro que lo mire ni lo juzgue ni lo anuncie, guiado por el amour de soi -no por el amor propio, libre pues de orgullos y estúpidas vanaglorias-, busca su propia conservación y mantener su independencia.
Así, la sociedad a la que aspira Rousseau es una sociedad de hombres libres, capaces de conservarse a sí mismos y no dependientes del favor ajeno ni necesitados de patroni a los que servir interesadamente de clientela. Pero también es una sociedad de almas sencillas y de rudas virtudes. Seguramente porque sólo de un alma sencilla que habite en un individuo independiente puede sacarse el hierro con el que forjar auténticos ciudadanos. Esas almas sencillas y romas seguramente harán un mal papel cuando el foco social apunte a ellas esperando el quiebro ocurrente o la galantería fina. Serán poco seductoras y atractivas, serán torpes y rudimentarias, serán, como dice Gracián, poco noticiosos y carecerán de la «cortesana gustosa erudición» y de «una sazonada copia de sales en dichos»… [14] Ciertamente, pero tendrán raíz moral, sabrán quiénes son, sujetos libres e independientes que no necesitarán ocultar su identidad, ni por miedo ni por ambición, y serán capaces no sólo de distinguir el bien público del privado sino de deliberar -mediante la palabra veraz, sincera, directa, sin dobleces ni sutilezas- sobre lo justo y lo bueno, sobre lo mejor para la felicidad pública. Estos hombres sencillos y austeros se conocen a sí mismos, no se ocultan ni al otro ni a ellos mismos, y en su ingenuidad confían y transmiten confianza.
Eurípides dedica a la cuestión de la ingenuidad y la confianza social una de sus tragedias troyanas: Hécuba. [15] A la caída de Troya, Hécuba no sólo pierde el trono y su alta posición social como mujer del rey Príamo. Peor aún: ve esclavizada a su hija, Polixena, y después la ve morir ofrecida en sacrificio ante la tumba de Aquiles. El infinito dolor de madre, sin embargo, no la destruye todavía como persona, como ser humano. La pérdida del trono, y hasta la pérdida de la hija, puede justificárselas por las razones inscritas en el orden de la guerra, en la suerte del vencido. Todavía hay nomos en la desgracia.
La ruptura interior de Hécuba se produce cuando descubre el cadáver de su hijo menor, Polidoro, al que había puesto a salvo bajo los cuidados del amigo Poliméstor, rey de Tracia. Al descubrir que es el propio Poliméstor el que da muerte a su hijo, sin ninguna justificación, violando ya no las reglas básicas de la sociedad sino las más sagradas de la amistad, entonces ya nada tiene sentido. La guerra puede ser cruel, pero pertenece al orden de las cosas. De ella cabe esperar la desolación y el llanto, el luto y la derrota. Pero de la amistad no cabe esperar la traición ni la crueldad. Es esta quiebra del sentido lo que rompe y deshumaniza a Hécuba. Y en su corazón roto y corroído ya no cogen más que sentimientos de hostilidad, desconfianza y venganza. Las últimas reservas de noble ingenuidad se han agotado: ya no hay amistad, ni hospitalidad, ni piedad en el mundo. Se ha desvanecido toda base para la confianza mutua, ya todo es posible. El nomos, el orden, el universo moral en que Hécuba creció y formó su carácter, está completamente destruido. Y ella con él. Su ulterior transformación en perra de ojos feroces sedienta de sangre (el perro era un animal de por sí innoble para los griegos) no es más que la metáfora de esa destrucción interior. Al final, consigue vengarse. Poliméstor muere. Y su muerte empieza por sus propios ojos, por sus pupilas, que son salvajemente agujereadas por alfileres de broches de mujer. Es en la pupila donde para Eurípides se refleja la imagen del otro, es en la mirada donde se expresa la ingenuidad y la nobleza. Pero en la pupila del traidor, del hipócrita, del tránsfuga de la amistad, [16] uno no quiere verse reflejado. Es una mirada mentirosa, que nos oculta la verdad, la identidad del que mira. Sólo cabe desconfiar y estar alerta.
* A. de Francisco es profesor en la UCM y autor de Ciudadanía y democracia: un enfoque republicano, Madrid: La Catarata, 2007.
[1] Sófocles (1973), Edipo Rey, en Teatro Completo, trad. de Julio P. Bonet, Barcelona: Bruguera, pág. 169. Cursivas mías.
[2] Op. cit., pág. 174.
[3] Ibid.
[4] O.c., p. 173.
[5] Homero (1982), Odisea, trad. de Lluís Segalà, Barcelona: Bruguera, Canto ix, p. 141.
[6] W. Shakespeare, Hamlet, Acto Primero, Escena II.
[7] Op. cit., Acto Tercero, Escena VII.
[8] M. Viroli (1998), Machiavelli, Oxford : Oxford University Press, cap. 3.
[9] Nuestros términos «cohonestar» y «honestar», aunque significan lo mismo que adonostare en una de sus acepciones, tienen otras que los tornan muy equívocos. «Cohonestar» se usa habitualmente como «armonizar» una cualidad, actitud o acción con otra. «Honestar» significa a la vez honrar a alguien y hasta portarse honradamente.
[10] Cicerón, Sobre los deberes, trad. de J. Guillén Cabañero, Madrid: Alianza, pág. 80.
[11] T. Adorno y M. Horkheimer (1994), La Dialéctica de la Ilustración, trad. de J. José Sánchez , Marid: Trotta, p. 107.
[12] Homero (1982), Odisea, op. cit., Canto xx, pp. 317-8.
[13] Adorno y Horkheimer, op. cit., p. 197.
[14] Baltasar Gracián (1647), Oráculo manual y arte de prudencia, 22.
[15] Cfr. la excelente interpretación de esta tragedia en M. Nussbaum (1995), La fragilidad del bien, trad. de A. Ballesteros, Madrid: La balsa de la Medusa, cap. 13. Sigo muy de cerca esta interpretación.
[16] El término es de B. Gracián. Cfr. op. cit., 217.
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