La OTAN, para qué? Desde que cayó el muro de Berlín la pregunta surge con frecuencia. Es habitual oír que si ya no hay Pacto de Varsovia ni guerra fría carece de sentido mantener una alianza militar cuya razón de ser era precisamente el enfrentamiento Este-Oeste. Pues bien: no sólo persiste la existencia del Pacto […]
La OTAN, para qué? Desde que cayó el muro de Berlín la pregunta surge con frecuencia. Es habitual oír que si ya no hay Pacto de Varsovia ni guerra fría carece de sentido mantener una alianza militar cuya razón de ser era precisamente el enfrentamiento Este-Oeste. Pues bien: no sólo persiste la existencia del Pacto Atlántico sino que se ha ampliado hasta estar formado por 26 países miembros, al incorporar a la Alianza prácticamente todos los estados que estaban aliados con la URSS y también algunos que formaban parte de la propia antigua Unión Soviética.
Y ahora, a raíz de la reunión de los días 28 y 29 de junio de la OTAN en Estambul, la pregunta surge con mayor apremio: ¿la OTAN, para qué?
Uno de los motivos para poner en duda la necesidad de su existencia era precisamente ser atlántica. Es decir, su el objetivo de actuar en un teatro de operaciones militares del Atlántico norte: Estados Unidos, Canadá y varios estados de la Europa occidental.
La OTAN se entendía como la gran plataforma central del sistema defensivo contra el bloque de naciones comunistas. Tal vez por esto, el fin de la guerra fría, que se saldó como una victoria incruenta de las democracias occidentales, incluía el corolario obligado de que aquellos países que habían estado agrupados bajo la hegemonía soviética en el Pacto de Varsovia se integraran en la OTAN.
Pero el hecho es que ni la ampliación de la Alianza acababa de dar respuesta a la pregunta: ¿para qué la OTAN si ya no hay enemigo a la vista, hasta el punto de que hubo que echar mano del recurso de que Rusia pudiera teóricamente estar presente de alguna manera colateral en los foros de la Alianza?
Las guerras de Afganistán e Iraq han puesto al rojo vivo la cuestión, creando graves desentendimientos entre Estados Unidos y algunos de sus aliados europeos y de éstos entre sí. Porque no se trata tanto de si debe o no existir la Alianza Atlántica sino de decidir en qué medida le corresponde a estas alturas no ser ya exclusivamente atlántica.
Conviene remontarse hacia atrás para entender en qué sentido ocurre esto. Ir a los más de cuarenta años de guerra fría, aquellos en que se consolidó una situación de hecho. Fue mucho tiempo durante el cual Europa
occidental, agotada después de la Segunda Guerra Mundial, se recuperó y organizó sobre la base de dos supuestos que le marcaron el rumbo de una manera decisiva: la amenaza del Este y, en consecuencia, la aceptación de vivir bajo el amparo del paraguas militar del gran vencedor de la contienda, Estados Unidos.
No se trata de dilucidaciones con puro valor histórico, sino de algo que está plenamente presente en la actualidad. Entre otras cosas, por una razón evidente. Durante los años de la guerra fría Europa occidental desempeñó un papel de dependencia respecto a la imparable potencialidad económica y militar de Estados Unidos. Y así se produjo un reparto de comportamientos respecto al mundo. Los aliados europeos de la OTAN, reducidos al ámbito de su territorio continental por la descolonización -así, la Alemania federal estaba reducida a la mitad occidental-, ocupaban el puesto avanzado frente a la URSS y sus satélites. Era la suya una posición de primera línea de que el llamado telón de acero y el muro de Berlín constituían la patente visualización física y simbólica. La OTAN venía a ser, por lo tanto, para los aliados europeos un regazo de protección pero al mismo tiempo un territorio acotado del que no les correspondía salir. Prácticamente con la única salvedad de la presencia francesa, incluso militar en algunas ex colonias africanas.
En contraste con esta limitación europea, Estados Unidos operaba a sus anchas en un campo mucho más abierto y amplio. En Europa era la piedra maestra de la OTAN. Fuera de ella, mantenía su propia política y estrategia en relación o no con la guerra fría. Se creó la premisa de que EE.UU., el gran aliado de Europa occidental, no estaba obligado a tenerla en cuenta cuando la jugada no se planteaba en tierra europea. Quedó bien claro que era así cuando en 1956 Gran Bretaña y Francia intentaron una operación militar combinada con Israel para someter a Naser y el presidente Eisenhower la cortó en seco.
Cabe, pues, decir que la unilateralidad norteamericana había comenzado ya mucho antes de la guerra de Iraq. Recuérdese Vietnam, donde la Francia derrotada en Dien Bien Fu tuvo que pasar la alternativa a los estadounidenses. O la guerra de Corea, primer ejemplo de alianzas extraatlánticas, como han sido después las dos posteriores de Iraq: en los iniciales años noventa la primera; la segunda en 1993.
Estados Unidos se ha desenvuelto como en campo propio en Oriente Medio, de lo que es antiguo ejemplo paradigmático el conflicto de Palestina. Hasta en estos días Bush avala el plan de evacuación de la franja de Gaza formulado por Sharon, dejando en cierto modo de lado a la Unión Europea, Rusia y la ONU, los otros tres componentes del Cuarteto y el papel mojado de su hoja de ruta.
Durante la guerra fría el pilar europeo de la OTAN fue quedando apartado de la política de la gran periferia mundial, donde se iban cociendo nuevas modalidades de enfrentamiento o alineación con un Occidente al que se identificaba sustancialmente con Estados Unidos. Y una vez derribado el telón de acero, un nuevo deslinde ideológico, político y estratégico se escenifica en esta periferia donde Estados Unidos y la URSS combatían, mediante terceros interpuestos, la batalla que, paradójicamente, nunca llegó a producirse en la Europa fuertemente fortificada.
Han caído los espejismos y realidades de los bloques del Este y el Oeste y avanza hacia el primer plano la gran franja marginal tercermundista. Reaparece un enemigo. Vuelven el miedo, la urgencia de levantar defensas, de ponerse en guardia. ¿Es de cuño reciente este comportamiento? Para Estados Unidos evidentemente no. Venía practicando desde mucho antes intervenciones preventivas, unilateralismo, política de manos libres. De ahí lo de Iraq, la alianza a la carta en que participan algunos miembros de la organización atlántica pero no los principales. Las diferencias, los roces con éstos. Y, últimamente, en la reunión de la OTAN de últimos de junio en Estambul, una reconciliación de mínimos.
Sin embargo, Estados Unidos tira de la OTAN hacia su terreno. En Afganistán está presente como tal, con sus propios mandos. Es un principio de respuesta a la pregunta sobre su utilidad. Pero que lleva en sí misma la perduración de las dudas e incredulidades. Las tropas de la Alianza practican una aportación que deja mucho que desear, titubeante, cautelosa, reducida y hasta ahora poco efectiva, mientras que los soldados norteamericanos se baten contra los talibanes en la frontera oriental. Por esto, los aliados europeos han decidido aumentar el número de efectivos militares y extenderlos más allá de la segura Kabul o el reducto de Kunduz.
¿La OTAN está, pues, en camino de ir aceptando el corrimiento de su compromiso hacia Oriente Medio? ¿Es que es allí donde está en juego en estos principios de siglo la gran apuesta de Occidente, y Europa ha de participar en ella con un papel todavía más subsidiario que el que tuvo en la guerra fría? No es casual que en la reunión de Estambul Bush dijera que Turquía debe entrar en la Unión Europea. El presidente sabe muy bien hacia qué lado se inclinaría entonces la balanza de ésta y la OTAN.