La agresión sexual por parte de un soldado americano a una niña de Okinawa de 14 años ha desatado una crisis diplomática que podría desembocar en la negativa de Japón de aumentar su participación en la guerra de Irak, creando una situación sumamente excepcional: un caso en el que la violación importa al ejército estadounidense. […]
La agresión sexual por parte de un soldado americano a una niña de Okinawa de 14 años ha desatado una crisis diplomática que podría desembocar en la negativa de Japón de aumentar su participación en la guerra de Irak, creando una situación sumamente excepcional: un caso en el que la violación importa al ejército estadounidense.
El presidente Bush se disculpó. Condoleezza Rice llego incluso a decir a los líderes japoneses que los Estados Unidos «intentarían» evitar que estos incidentes volvieran a repetirse. En mi opinión: «intentar» es ya una confesión de impotencia.
El ejército no tiene ni idea de qué hacer con el problema de las violaciones, puesto que forma parte de la contradicción intrínseca sobre la que ha evolucionado la tradición militar actual. La violación por parte de personal militar y la denegación y/o la vehemencia con la que se culpa a la víctima de la que ésta viene acompañada, deja al descubierto, quizá mejor que ninguna otra cosa, la locura de gran parte de nuestra política exterior, que se asienta en premisas de esa tradición que hace ya mucho tiempo que fue abandonada en la mayoría de los aspectos de la vida, empezando por la necesidad de un «otro» deshumanizado y sin alma que es el «enemigo».
Resulta que el proceso de deshumanización no se controla fácilmente, especialmente, cuando está muy bien armado y cargado de testosterona. Esta es la otra cara de la gloria, y comienza a existir una consciencia global creciente de que la forma en que las naciones manejan sus asuntos y presionan sus «intereses» en el vacío moral que les separa a unos de otros debe ser reconsiderada y humanizada en cada paso, desde tiempos de los romanos (que, según algunos, «crearon un erial y lo llamaron paz»).
Puede que ésta sea la tarea más crucial de la humanidad, y la prueba de que la violación por parte de militares, contra el enemigo, contra civiles neutrales, contra sí mismos, es un horror casi invisible mucho más generalizado de lo que fuentes oficiales están dispuestas a admitir o de lo que la cultura popular cree adecuado reconocer… la prueba que demuestra con un patetismo especial el coste de evitarlo.
Hemos de tener en cuenta que un tercio… ¡un tercio!… de las militares veteranas denunciaron haber sido violadas por sus propios compañeros y un 90% afirmaron que habían sido sexualmente acosadas por hombres con los que sirvieron, según escribió la profesora de periodismo Helen Benedict esta semana en el New York Times. Y hemos de tener en cuenta que la situación casi nunca ha sido tomada en serio dentro de la cadena de mando hasta que, y a menos que, la indignación del sector civil no exige una respuesta.
¿No es ya hora de que nos preguntemos qué está pasando aquí? Buena parte de la explicación me resulta obvia: en la tradición militar, tan anclada en el pasado bárbaro, la violación no es un delito (como mucho, es un delito contra la propiedad, contra el padre o el esposo de la víctima). La indignación contra la violación surge desde una conciencia mucho más contemporánea de lo que la tradición militar reconoce. Para hacer frente sistemáticamente a la violación por parte de militares, y dado el ámbito en el que se produce, sólo funcionará el cambio sistémico; necesitaríamos una revisión de los valores mucho más amplio de lo que ningún general sería capaz. En lugar de ello, el problema, de un modo u otro, se ve obligado a «desaparecer».
La violación de la niña de Okinawa el pasado mes de febrero, tal y como se indicaba en un artículo de Ann Wright para Truthout, una coronel jubilada de la reserva del ejército estadounidense, es parte de una larga historia de violaciones de las mujeres que viven alrededor de las bases del ejército estadounidense. El hecho de que la administración Bush estuviera presionando a Japón a participar en su fiasco iraquí mediante la provisión de más barcos llenos de combustible y aviones de logística cuando se produjo la violación la ha convertido en un proceso famoso y controvertido, en lugar de pasar a la historia olvidada de los daños colaterales, según Wright. Oficialmente, los Estados Unidos están «muy preocupados por el bienestar de la joven y su familia», según declaró Rice en una conferencia de prensa.
Comparen estas palabras con el trato que recibió Jamie Leigh Jones, una joven tejana de 23 años que trabajaba para el contratista militar KBR (entonces una filial de Halliburton) en Irak en 2005, cuando le contó a su empleador que había sido violada en grupo por sus compañeros:
«Después de confesar la supuesta agresión, dijo que había sido encerrada en un contenedor de transporte y avisada de que si abandonaba Irak para solicitar atención médica, a su vuelta no tendría trabajo», según un reciente artículo de The Times, Reino Unido, en el que se informaba de que Jones había obtenido el derecho de llevar su caso ante un tribunal, en lugar de resolverse en un proceso de arbitraje privado, tal y como establecía la letra pequeña de su contrato con KBR.
Para evitar represalias, las víctimas de violaciones por parte de militares suelen limitarse a sufrir en silencio. «Como las mujeres vuelven repetidamente a los destinos, normalmente cambiando de frente con las mismas unidades, muchas deben volver a la guerra con el mismo hombre (u hombres) que abusó de ellas. De esta forma, estas mujeres se sienten tan amenazadas por sus propios compañeros como por la misma guerra», escribe Benedict.
E, incluso cuando el ejército se decide a procesar una violación, «el sistema de justicia militar no se para a valorar asuntos como el conflicto de intereses o el abuso de poder», escribió recientemente la oficial militar jubilada Barbara Bachmeier en el Anchorage Daily News. «Y lo que es más alarmante, el método de interrogatorio de un juicio militar permite el uso de actitudes estereotipadas y sexistas muy antiguas y obsoletas».
Un mundo militarizado necesita enemigos; y el enemigo al que más teme la tradición militar es el conocimiento.
http://www.commondreams.org
Robert Koehler, un galardonado periodista afincado en Chicago, es editor de Tribune Media Services y columnista sindicalizado. Puede responder a esta columna en [email protected] o visitando el sitio web commonwonders.com.