Entre su enorme producción intelectual volcada al ensayo, los artículos y la enseñanza universitaria, Nicolás Casullo también logró consolidar un cuerpo de novelas que parecen marcar una relación muy personal con épocas y contextos: desde la sesentista Para hacer el amor en los parques hasta la novela del regreso del exilio, El frutero de los ojos radiantes, y La cátedra, reposado relato fantástico-policial emergente de una madurez narrativa. A un año y medio de su muerte se reconstruye aquí la faceta más privada -la literaria- de Casullo, incluida una cuarta novela inédita, Orificio, escrita a comienzos de los noventa y en la que estuvo trabajando y corrigiendo hasta los últimos días de su vida.
A un año y medio de su fallecimiento, Nicolás Casullo continúa siendo objeto de homenajes y su obra reanuda reflexiones, glosas y evocaciones. Mientras que Ricardo Forster acaba de inaugurar una cátedra libre dedicada a Casullo en la Universidad Nacional de Entre Ríos, la editorial Colihue publicó Las distancias del olvido, de Manuel Rebón, trabajo ganador del concurso de ensayo convocado el año pasado en su homenaje y con la idea de abrir el juego y el pensamiento a innumerables investigadores, jóvenes en su mayoría, que lo seguían y siguen. Para muchos, Casullo resume la ecuación difícil del gran intelectual, del profesor admirado, del escritor versátil, del ensayista lúcido e incisivo y, quizá como fondo de todas esas facetas, la impronta de una buena persona.
Hombre amable, atento hasta lo indecible, nadie deja de destacar en Casullo su capacidad gregaria, su espíritu social, donde hasta la frase más azarosa y casual, dicha en privado, implicaba un mensaje al conjunto. Un tipo que vivía consciente del lugar que ocupaba y a quien no le pesaba ser el eje del convite, sobre todo porque sabía ser nodo de la red sin unilateralismo ni autocomplacencia.
Cuando todavía resuena una lengua política que lo tiene entre sus principales autores, por cuya productividad y enclave sigue pensándose y hablándose el país, otra zona menos conocida de la obra de Casullo aguarda un reconocimiento mayor. Se trata de su obra novelística o de ficción, su faceta de escritor a secas que, puesta en perspectiva, convoca al menos dos miradas. Por un lado, la del complemento imaginario como escenificación de las figuras más brutalmente fantasmales de sus ensayos y, por el otro, la del escritor que recorta sus textos y los pone en el anaquel de la literatura argentina con pudor, casi lateralmente. El Casullo escritor de ficción puede abordarse tanto desde el plano de la ampliación de las zonas blandas de su ensayística como desde el recorte de cuatro novelas bien distintas que, leídas en conjunto, son una pieza única, original, que dan cuenta de las reconfiguraciones estéticas de uno de nuestros principales intelectuales contemporáneos.
Hay algo indisolublemente ligado al concepto de honestidad intelectual: Casullo, además de revisarse e interrogarse de atrás para adelante, de ofrecerse como testigo y traductor de épocas, de vaso comunicante entre familias, tribus y muros, genera con sus cuatro novelas un testimonio difícil de equiparar. Una suerte de verticalidad de época donde cada una responde al imaginario de su momento, casi como en la construcción de cuatro bloques históricos. Para decirlo de otro modo: mientras que la ficción y el ensayo en otros autores pueden funcionar como momentos sucesivos, en Casullo conviven de manera simultánea, en un ritmo donde la tensión entre el crítico cultural y el escritor nunca se resuelve, y donde si bien se viven con especificidad y dedicación diferenciada, los resultados se aluden y se iluminan de modo recíproco. Por otra parte, la búsqueda de una textualidad generosa y ancha lo lleva a ofrecer, en los cuatro casos, novelas cuya extensión, densidad y complejidad exceden por mucho la idea de una experimentación pasajera o casual. Los cuatro libros son robustos, sólidos, laberínticos, con un despliegue narrativo de una espesura cultural apabullante. Sus novelas no son notas al pie de sus ensayos o viceversa, sino salas vecinas del mismo museo. La distinción entre unas y otros no responde a ese pudor tan característico en Casullo. Podría ser una secuela de una discusión con Walsh o Daniel Hopen sobre arte y política, crítica o creación, novela o militancia, pero también es el respeto por las maneras de conjugar los lenguajes, las materias significantes y los espacios de circulación de ellos. Si el ensayo era para la universidad y las revistas culturales, ¿para dónde era la literatura? Pregunta nada fácil, vale decir que Casullo hizo su camino desde Letras hacia la militancia vanguardista y el periodismo, es decir, corriéndose del clasicismo al barro de la historia, con los riesgos del caso. Y aunque reservó la literatura para su vida interior, para esa parte de la existencia más privada, y publicó tres de las cuatro novelas, prácticamente no fue detrás de sus textos ni en la tribuna académica reservada al efecto ni en las reyertas -palabra tan casullesca- literarias. Sin embargo, un interrogante enmudecido y discreto volvía en él, en ocasiones, como la inquietud de quien se sabe desfasado y disonante frente a la palabra oficial. En tiempos de liquidación de monstruosidades literarias, en los que hasta Julio Cortázar era sometido a degüello, Casullo mantuvo la voz baja, quizá demasiado consciente de que su programa estético era otro y que igual valía en tanto aflojaba su cabeza y no porque debiera conformar a la paleta de turno.
De París a la cátedra
Sí, las cuatro novelas de Casullo serían como cuatro pilares que sostienen una obra cuantiosa, que a medida que se aúnan artículos, conferencias y monografías crece exponencialmente. Para hacer el amor en los parques fue editada por primera vez en noviembre de 1970 y prohibida mediante decreto por la Secretaría de Cultura el 21 de enero de 1971. Producto temprano de su viaje al París de 1968, la novela prohibida si bien fue habilitada en 1984, recién se reeditó en 2008 (Altamira). Con una evidente respiración rayuelesca, Casullo construye una estudiantina universitaria en tránsito hacia la ruptura total y el combate armado, el pasaje de un sesentismo como el de Los soñadores de Bertolucci a una escisión existencialista a la Walsh con lienzos de Los siete locos y Macedonio Fernández. Esta novela precede a los momentos decisivos de la Argentina, la radicalización estudiantil y obrera y las organizaciones armadas. Pero está en el borde, un instante antes de que rompa el hervor. La novela propone dicotomías: la revista literaria o la lucha armada, Cuba o París, el peronismo o la izquierda, la revolución o la reforma, el partido o las masas en volcán, el barrio o la universidad, la calle o los intelectuales. En esta frase puede verse un estilo: «… pudo reconocer en Magdalena un mínimo de cinco estrategias entreveradas para hacer frente al mundo de sus progenitores y al mundo de la mercancía capitalista, a partir de sus ansias de formar una pareja de amor auténtico con obrero metalúrgico y joven, provinciano, morrudo y sexualmente inagotable frente a tantos barbetas alfeñiques con libros, que le hiciese vivir huelgas, paros por mejores condiciones, petitorios, alegrías por retroactivos salariales, asambleas antiburocráticas, el vino fuerte de los pobres, puerta de fábrica con sandwich de mortadela, repartir octavillas, tener hijos robustos en un cruce inusual de morochaje con sus ojos celestes y asegurarse un lugar en algún palco para las fiestas de la revolución».
En cambio, El frutero de los ojos radiantes (Folios) es una novela escrita durante el exilio y publicada en 1984, a su regreso, tras recibir el Premio Pablo Poblet, por un jurado integrado por Enrique Pezzoni, Beatriz Sarlo y Héctor Tizón. Una narrativa profusa, de oraciones volcánicas y como apalabradas, en una superposición incesante de imágenes, microhistorias, semblanzas y asuntos familiares, donde lo que se convoca es, antes que la revolución, la memoria: el reencuentro con lo que había antes, la reconstrucción o el subrayado del mito del inmigrante objetivado en ese puestero de frutas del Abasto. Es la novela de la vuelta de la juventud y, sobre todo, de la dictadura. Del hombre ya padre que conecta con el linaje afectivo de los antepasados, del sueño roto pero existente de los que vinieron a esta ciudad primero llamados y luego raleados.
Por el contrario, la tercera novela publicada es La cátedra (Norma), del año 2000, donde un Casullo en plena madurez vital se sumerge en los dominios del gótico culto, en el relato fantástico y policial. Novela que mantiene una hermandad con las ficciones de Umberto Eco, pareciera ser, de todo el corpus, la más ajustada y profesional, la más acondicionada a cierto requerimiento de género e inteligibilidad. Extensa, también de largo aliento y plagada de desvíos y pasillos que no siempre se comunican, La cátedra presenta un aspecto lúdico algo más confortable que la anterior. Las indeterminaciones de la historia, la revolución y la memoria se funden aquí, con menos drama, en curiosidades académicas, de logia erudita. Todo hace pensar en un Casullo que sumergido en su época de mayor actuación universitaria, en un momento en el que la reflexión intelectual, evocativa o crítica, gana la escena.
Orificio
Pero resulta que hay una cuarta novela. Inédita, difícil explicar por qué más allá de una postergación que mutó a traspapelarse y que, sin embargo, según cuenta la familia, era un asunto pendiente que lo entretuvo hasta sus últimos días, en los que se encontraba corrigiéndola. Si bien fue escrita a principios de los noventa, exactamente entre El frutero de los ojos radiantes y La cátedra, esta novela no fue publicada por Casullo. Su título es Orificio y resulta ser una novela muy diferente a las otras. Con un poder de conmoción inusual, con una condensación de problemas, de sensaciones y prefiguraciones que descolocan, Orificio tal vez sea el secreto mejor guardado. Contracara exacta de Para hacer el amor en los parques, en esta novela no hay revolución ni clase social a redimir ni pasado históricamente situable ni afecto familiar que remontar. Con una estética de ciencia ficción, quizá de comic, transcurre en una Buenos Aires del año 2117, donde todo es naufragio, tribalización, violencia consumada y esperpéntica, sexo sin cuerpos o desmembrados, antepasados convertidos en mutantes, barrios convertidos en feudos, gobiernos centrales descontrolados. Algo peor que el país de las últimas cosas. Lo que ha quedado donde no ha quedado nada, pero donde Orificio, un ser violento que acecha ante los violentos y los freaks, acumula víctimas y replicantes, dialoga con las ruinas y es ungido como líder de una muchedumbre desechada, perdida, que puja por lo primario sin saber que exista otra cosa o sufriendo por algo que ya no conoce. Es una Buenos Aires fantasmal que Casullo escribe durante los primeros años del menemismo y tras la caída de los socialismos reales, donde la barbarie ha hecho brotar defectos, relinchos y letanías sufrientes. Pero a la vez donde imprime un laborioso trabajo taxonómico, de nombres de personajes, calles, sitios, subregiones, esquinas, monumentos y playas, que evocan una y otra vez lo que ha sido y puede volver a ser.