El advenimiento de la era de la incertidumbre impone a las sociedades contemporáneas el ingrediente de lo imprevisto o impredecible y rompe con el aparente sentido de seguridad y de lo dado de antemano y de una vez y para siempre. Ante ello, la realidad social es más un caudal de acontecimientosentrelazados que se presentan ante nuestros ojos como un maremágnum imparable difícil de aprehender con el pensamiento y la palabra. En las ciencias sociales se habla de una transición de lo sólido (“todo lo sólido se desvanece en el aire”, señalaría Marshall Berman) a lo líquido (la modernidad líquida teorizada por Zygmunt Bauman). La pandemia y las decisiones e intereses creados que le son consustanciales, tienden a acelerar estas tendencias de las últimas décadas; al tiempo que dinamita las formas de pensar, imaginar, fabular, soñar, ser y hacer, y que se erigían en costumbres arraigadas.
A esta normalización de la incertidumbre contribuyó el fin de la sociedad salarial y la ruptura del pacto social entre el Estado, el capital y la fuerza de trabajo. No menos importante en su génesis fue la orfandad ideológica instaurada con el inicio de la crisis del liberalismo (1968) y la caída del Muro del Berlín (1989). El mismo colapso civilizatorio (https://bit.ly/3oUtPCV) y la crisis de la política (https://bit.ly/2OdSmBL) que le es consustancial, le dan forma a esa liviandad y al carácter efímero de la vida en sociedad.
La celeridad en las sociedades contemporáneas es una inédita condición de existencia; y como todo ocurre en tiempo real, el individuo –imbuido en la prisa cotidiana– pierde toda capacidad de azoro y sorpresa. Más cuando los datos masivos que remiten a muertes, contagios o enfermos conducen al entumecimiento psicológico (https://bbc.in/30o64rn). Entonces se pierde la capacidad para dimensionar los problemas públicos y sus consecuencias. Ese cambio acelerado se torna cotidiano, monótono y se estandariza en la vida de las sociedades. Sin embargo, ello no nos exime de la urgencia de pensar razonadamente respecto a todo aquello que nos rodea y experimentan las sociedades. Por el contrario, la reflexión apremia y estamos obligados a pensar con mayor detenimiento, minuciosidad y rigor.
La pandemia nos impone esa urgencia de pensar en tiempo real; de aprehender el carácter dinámico, acelerado y contradictorio de los acontecimientos más allá del prejuicio, el negacionismo, el fanatismo, la mentira o la post-verdad. La crisis pandémica no es un fenómeno aislado, ni efímero, ni estrictamente epidemiológico; es ante todo un hecho social total (https://bit.ly/34O4vpW) que exacerba y radicaliza la lógica del cambio de ciclo histórico (https://bit.ly/2Nqyc6X) gestado a lo largo de las últimas cuatro décadas. La pandemia, pues, es una crisis sistémica y ecosocietal (https://bit.ly/3l9rJfX) de amplias magnitudes que se manifiesta como una red de sistemas complejos (https://bit.ly/2IUdYDQ) dotados de una densidad de componentes interrelacionados, que impactan el conjunto de las esferas de la vida social sin estar ajenos al conflicto y a la imposibilidad de predecir su curso y dinámica. Lo impredecible va de la mano del cambio social constante, irrestricto y acelerado; imposible escapar de esas inercias, más no así del carácter impostergable para aprehender conceptualmente su esencia, sentido y dinámica.
Por un lado, los individuos tienden a perder el control sobre su vida y sobre su entorno más inmediato (incluida su intimidad). Lo mismo ocurre –de manera magnificada– en la misma sociedad y el Estado, que se tornan incapaces de alcanzar niveles sofisticados de organización orientados a la resolución de los problemas públicos más inmediatos y lacerantes. Esta especie de claudicación se fusiona con la renuncia de las sociedades a cuestionar sus estructuras de poder, riqueza y dominación y con la entronización del social-conformismo. No menos importante es la capacidad humana para aceptar que todo aquello que ocurre en la cotidianidad no es como los imaginamos y proyectamos. Justo la pandemia rompe –una vez más– con la etnocéntrica ilusión del progreso y su carácter inexorable o inevitable en el devenir de la historia.
Más aún, se obvia la capacidad para cuestionar el curso de los acontecimientos y se instaura la resignación ante aquello que nos toma por asalto. La pandemia desnudó esa erosión de la capacidad humana para cuestionarse su curso y devenir e, incluso, el mismo confinamiento global desactivó las posibilidades de reflexión colectiva.
No es un problema de falta de neuronas, ni de atrofiamiento del cerebro humano; sino que es una de las manifestaciones del colapso civilizatorio y de la crisis de sentido que mutila la capacidad para imaginar el futuro y para autorrepresentarnos como sociedad.
Para pensar en tiempo real es preciso partir de preguntas certeras que clarifiquen el nebuloso panorama que impone el intrincamiento de los acontecimientos. Si no existen las preguntas adecuadas, se corre el riesgo de que toda posibilidad de respuesta sea lapidada y expuesta al calor de la trivialización y la tergiversación semántica. Quizás en la comprensión cabal de la pandemia las sociedades se encuentran huérfanas de esas preguntas mediadas por el rigor y la imaginación creadora. Caminar en sentido contrario a esto último amerita debates colectivos y capacidad para asumir al conocimiento como un proceso también colectivo y ajeno a los intereses creados. La tentación que imponen las redes sociodigitales no solo nos instala en la inmediatez descontextualizada, sino en la visceralidad espontánea y alejada de toda meditación razonada.
Condición mínima para pensar en tiempo real en un mundo asediado por la pandemia es la necesidad de subordinar la emoción a la razón y tomar distancia del apocalipsis mediático (https://bit.ly/31emwwl) que supone el consenso pandémico y la construcción mediática del coronavirus (https://bit.ly/2VOOQSu). Si el cauce del debate se conduce por la plaza pública digital no restan más opciones que las impuestas por el contagio de odio, la polarización, y la monopilización corporativa de las tecnologías de la información y la comunicación.
Esbozar las preguntas adecuadas y rigurosas, contribuye a observar metódicamente la realidad, a refinar los argumentos, a enaltecer de rigor a la palabra, y a desplegar acción social siendo consecuentes con el pensamiento. Ello es fundamental para evitar que la dictadura de la mascarilla termine por lapidar toda formar de imaginar el futuro y de crear y recrear los proyectos alternativos de sociedad. Al marginar el pensamiento en tiempos pandémicos el riesgo que se corre es el de erosionar la base institucional de una sociedad y la capacidad de ésta para resolver sus propias problemáticas.
Pensar en tiempo real supone aprender a convivir cotidianamente con el cambio repentino y acelerado. Apelar a la serenidad y tranquilidad es fundamental para argumentar de manera razonada, y si a ello le agregamos dosis para maravillarnos con lo que suele pasar desapercibido para las grandes audiencias y con la belleza en cualquiera de sus formas, las sociedades serán capaces de atemperar los impactos y efectos de las múltiples crisis, así como de aprestarse para asumir la resiliencia en tanto forma de vida para deconstruirse y salir de la catástrofe en cualquiera de sus manifestaciones.
Ante el fatalismo del delirio posmoderno que niega o relativiza toda posibilidad de verdad, es urgente re-pensar y re-hacer la misma noción de ese valor. Y ello solo se logrará con el conocimiento mediado por la razón y el despliegue del rigor, el pensamiento utópico y la imaginación creadora. No es un asunto de mero academicismo puro; es ante todo una urgencia política y pragmática para escapar del colapso civilizatorio que se cierne sobre la vida cotidiana de las sociedades contemporáneas, y que amenaza con asfixiar a los individuos hasta conducirlos por los senderos de la inanición.
Isaac Enríquez Pérez, Investigador, escritor y autor del libro La gran reclusión y los vericuetos sociohistóricos del coronavirus. Miedo, dispositivos de poder, tergiversación semántica y escenarios prospectivos.