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La pasión de Cristo

Fuentes: Rebelión

La razón por la cual el cristianismo ha perdurado con tanto éxito, y la rápida expansión en sus orígenes, la proporciona Nilko Kazantzakis, en su maravillosa novela «La última tentación«: «Todo cuanto Cristo tenía de profundamente humano, nos ayuda a comprenderlo, a amarlo y a seguir su Pasión como si se tratara de nuestra propia […]

La razón por la cual el cristianismo ha perdurado con tanto éxito, y la rápida expansión en sus orígenes, la proporciona Nilko Kazantzakis, en su maravillosa novela «La última tentación«:

«Todo cuanto Cristo tenía de profundamente humano, nos ayuda a comprenderlo, a amarlo y a seguir su Pasión como si se tratara de nuestra propia pasión. Si no tuviera en él el calor de aquel elemento humano, jamás podría conmover nuestro corazón con tanta seguridad y ternura, jamás podría convertirse en un modelo para nuestra vida. Luchamos, lo vemos luchar como nosotros y cobramos valor. Vemos que no estamos solos en el mundo y que él lucha a nuestro lado«.

Esa capacidad humana de luchar, de resistir el dolor y el sufrimiento, de renunciar a una vida apacible e indiferente (de lo cual trata la novela de Kazantzakis), de anteponer el bienestar personal en pos de un ideal, es lo que inspira en la vida de Cristo. Esa capacidad de sacrificio ha constituido un modelo para millones de personas a través de los siglos, justamente porque se trata de un hombre, de un ser humano. Si se lo viera como un Dios, no sería un ejemplo a seguir, pues los dioses son omnipotentes y carecen de nuestras debilidades.

Algo semejante ocurre con la transformación del joven príncipe Siddharta en Buda, aunque en él la renuncia a las riquezas y los placeres mundanos va más por el lado de someter las necesidades del cuerpo a la voluntad del espíritu, camino para alcanzar el Nirvana. En Cristo, el sacrificio personal está más vinculado a objetivos sociales, a cambiar un mundo injusto que camina por senderos errados, a promover la igualdad y combatir el mercantilismo de algunos. Por ello se identifican rápidamente con su mensaje los sectores más oprimidos del imperio romano: los pobres, los esclavos y las mujeres.

En una sociedad con fuertes delimitaciones de clase, Cristo pregonó que todos somos iguales ante Dios, que debemos comulgar juntos, es decir, compartir el pan y el vino, y que más fácil entra un camello por el ojo de una aguja, que un rico al reino de los cielos. Un mensaje muy revolucionario aún dos mil años después. Fue crucificado por el carácter profundamente subversivo de sus ideas, que amenazaban los intereses del imperio, de los comerciantes locales que profanaban el Templo y de quienes usaban la religión oficial para justificar sus privilegios en nombre de Dios.

Reivindiquemos en Cristo a ese revolucionario que supo cuestionar lo que estaba mal en su sociedad y se atrevió a proponer una alternativa; al revolucionario que estuvo dispuesto al máximo sacrificio, su propia vida, defendiendo el ideal de un mundo mejor. Esa voluntad de lucha, de resistencia, de entrega, que vemos repetida tantas veces a lo largo de la historia por otros seres humanos no tan notorios, algunos cuyos nombres perduran y otros que permanecen anónimos. Tal vez por eso algunos identifican la figura del Che Guevara con un Cristo moderno.

Ante el fracaso de la represión para acabar con las ideas cristianas que rápidamente se expandieron por el imperio, las clases dominantes probaron el camino del envilecimiento de sus ideas. Constantino, al crear la Iglesia oficial de su imperio, prostituyó con riquezas a sus pontífices para que mellaran el mensaje subversivo, cambiándolo por el conformismo: este mundo es un «valle de lágrimas» al que venimos a sufrir, aceptémoslo así y seremos premiados después de la muerte con un reino presidido por un Dios opresivo y caprichoso, caricatura de los monarcas terrenales.

Las injusticias, las miserias, las mentiras, el sufrimiento, el imperio que nos gobierna hoy requieren más que nunca el advenimiento de millones de Cristos: dispuestos a luchar y sacrificarse en la construcción de un mundo mejor, porque «otro mundo es posible». Basta nuestra voluntad coaligada para conseguirlo venciendo a los opresores de hoy.

Ello requiere una voluntad de sacrificio, como la de Cristo, para enfrentar la violencia de los Pilatos modernos y su imperio, así como la denuncia de la hipocresía de los actuales Caifaces, que en nombre del «derecho a la vida» bendicen militares genocidas, condenan a mujeres y niños al martirio diario de la miseria y hasta niegan el derecho a la muerte digna y piadosa a los que sufren. Piedad última que no negamos a nuestras mascotas en trance de morir pero que la hipocresía oficial rechaza para los seres humanos.

Hoy cuando tantos flaquean, cuando tantos dudan, tengamos presente que:

«Todo hombre es un hombre-Dios, carne y espíritu. Por ello el misterio de Cristo no es sólo el misterio de un culto particular sino que alcanza a todos los hombres. En cada hombre estalla la lucha entre Dios y el hombre, inseparable de su deseo ansioso de reconciliación. Casi siempre esta lucha es inconsciente y dura poco, pues un alma débil carece de fuerzas para resistir por largo tiempo a la carne; el alma pierde entonces levedad, acaba por transformarse en carne y la lucha toca a su fin. Pero en los hombres responsables, que mantienen día y noche los ojos fijos en el Deber supremo, tal lucha entre la carne y el espíritu estalla sin misericordia y puede perdurar hasta la muerte» (Kazantzakis).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.