Con la proclamación de los Objetivos del Milenio por las Naciones Unidas en el año 2000, la «erradicación de la pobreza» entró en la agenda política internacional. ¿Y qué? Pues lo que llevamos padeciendo desde entonces: una avalancha ininterrumpida de discursos y compromisos gaseosos de quienes deciden el contenido real de esa agenda y […]
Con la proclamación de los Objetivos del Milenio por las Naciones Unidas en el año 2000, la «erradicación de la pobreza» entró en la agenda política internacional. ¿Y qué? Pues lo que llevamos padeciendo desde entonces: una avalancha ininterrumpida de discursos y compromisos gaseosos de quienes deciden el contenido real de esa agenda y un seguimiento a veces bienintencionado, a veces cómplice, de la ‘sociedad civil’. «Hay una idea conductora sincera o falsamente común a todos: la idea de que el peor de los males del mundo es la pobreza, y que por tanto la cultura de las clases pobres debe ser sustituida por la cultura de las clases dominantes», decía P. P. Pasolini.
Haro Tecglen definió los Objetivos del Milenio como «increíbles e indecentes». Que son ‘increíbles’ se demuestra en las pruebas repetidas de su incumplimiento, aún más abundantes desde que se instaló la crisis capitalista global. Que son ‘indecentes’ puede verificarse, por ejemplo, leyendo que se llama «erradicar el hambre» a reducir a la mitad el porcentaje de hambrientos a 15 años vista, hambrientos a los que, a la vez, se aseguraría «empleo productivo y trabajo digno». Cuando se tiene la capacidad de incumplir compromisos impunemente, da igual caer en contradicciones flagrantes.
El discurso dominante en las ONG sitúa el problema en que la voluntad política para luchar contra la pobreza es «insuficiente»; en consecuencia, el objetivo de la ‘sociedad civil’ debería ser presionar sobre los gobiernos para incrementarla. Es una propuesta tan inútil como desorientadora. La cuestión central está en que, para sus agentes fundamentales de la ‘voluntad política’ -los gobiernos de los países del Centro, el sistema de la ONU, incluyendo particularmente al FMI y al Banco Mundial,…- el objetivo no es «erradicar la pobreza», sino gestionarla de acuerdo con los principios del mercado, es decir, rentabilizarla.
Por tanto, no se trata de convencer a quienes hacen y dirigen las ‘reglas del juego’ para que las mejoren, sino de cambiar radicalmente de reglas y de ‘juego’. Y para eso, no vale el lobby de despacho, en el que normalmente influye más el que se sienta en la silla más grande, sino promover movimientos sociales críticos, autónomos de los poderes establecidos y, por esa razón, capaces de crear alternativas.
Nada rentable Veamos el problema desde otro enfoque. Se considera habitualmente que una de las consecuencias perversas de la pobreza es la «exclusión social». Pero éste es un término equívoco. Es verdad que las personas pobres sufren exclusión de derechos políticos y sociales fundamentales y de los medios precisos para satisfacer necesidades básicas en alimentación, salud, enseñanza, etc. Pero no es verdad que estén excluidas del mercado, que es finalmente la institución que rige nuestro mundo.
El mercado no excluye a nada ni nadie potencialmente rentable. Y las personas pobres, más de la mitad de la población mundial, lo son en grado sumo. Trabajan en condiciones indignas, pero muy productivas para las empresas que los emplean cuando y como quieren, y por salarios miserables. Se les despoja a conveniencia de sus tierras, al servicio, por ejemplo, de la compra a precio de saldo de tierras cultivables africanas por corporaciones y fondos de inversión que practican, parafraseando a David Harvey, el «imperialismo por desposesión». Se les introduce en los circuitos de consumo solvente, por ejemplo, por medio del astuto proyecto del gobierno brasileño de regalar móviles a los once millones de beneficiarios del programa asistencial Bolsa Familia, con un saldo de siete reales (2,7 euros) mensuales. «El Gobierno asegura que, con este plan, las operadoras lograrían expandir el sistema de telefonía móvil, que ya ha llegado cerca del límite. Las empresas basan sus expectativas de beneficio en que las familias acabarán superando el consumo de siete reales al mes, pudiendo llegar hasta los 12, casi cinco euros» (El País, 11/11/2009). Y en fin, la Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD), destinada teóricamente a las personas pobres, movilizó el año 2008 unos 80.000 millones de euros de fondos públicos. Obviamente, el mercado orienta estos fondos hacia el beneficio de las corporaciones transnacionales con inversiones y negocios en los países del Sur.
La cooperación al desarrollo funciona así como un mecanismo perverso de inclusión de las personas pobres en el mercado mundial. Hay que tenerlo en cuenta cuando, por ejemplo, el presidente Zapatero se presenta como «líder de la ayuda internacional», un argumento que escucharemos mil veces durante la próxima presidencia europea. El fundamento de ese liderazgo estaría en el avance -muy dudoso, por cierto- hacia el mítico 0,7%, una espuma que oculta a quien no quiere verlo, el uso que se hace de la AOD. En ese uso, por cierto, hay que incluir espectáculos millonarios, a cargo de ONG sumisas, destinados a dar cobertura a las operaciones más reaccionarias de la diplomacia española: la llamada Coalición de Madrid (nacida en diciembre de 2008, promovida por la ONG española Asamblea de Cooperación por la Paz y el Ministerio de Asuntos Exteriores, cuya última reunión fue en octubre pasado). Una agresión directa en nombre de la ‘paz’ y la ‘diplomacia ciudadana’ (sic) contra la mayoría de las organizaciones sociales palestinas y las israelíes solidarias con ellas, es el ejemplo más reciente.
Puertas para empresas En general, el uso de la AOD está hoy determinado por las ‘Alianzas Público-Privadas’, que han abierto de par en par a las empresas las puertas de los fondos públicos de la cooperación española, con el apoyo entusiasta de la corriente mayoritaria en las ONGD, sometida a ‘la cultura de las clases dominantes’. No es extraño, y es significativo que las críticas consistentes a la política de cooperación española vengan fundamentalmente de fuera del sector ONGD, como ha ocurrido recientemente con las críticas de la campaña Quién debe a Quién a la reforma del FAD. En realidad, el mejor criterio para juzgar la calidad de una ONGD es saber cuáles son sus relaciones y alianzas prioritarias; las ONGD comprometidas efectivamente en la acción solidaria están junto a los movimientos sociales, aunque tengan que asumir los riesgos y los esfuerzos de remar contra la corriente.
«Somos la primera generación que puede acabar con la pobreza», dice un bobo eslogan de moda, que sirve como estribillo de canciones de protesta-light coreadas dentro de lo que Isaac Rosa ha llamado las «adhesiones fofas» contra la pobreza. Pero la capacidad de acabar con la pobreza no depende de avances tecnológicos o del volumen del PIB mundial. La historia de nuestra época puede leerse como una sucesión de luchas emancipatorias contra el capitalismo y el colonialismo de generaciones de las gentes ‘de abajo’, que quisieron y pudieron acabar con la explotación, y por tanto, con la pobreza, pero fueron derrotadas. Vencieron las ‘clases dominantes’, el capitalismo, o si se quiere los ricos, o también ‘la riqueza’. ¿Para cuando una «Alianza contra la Riqueza»?